Treita y tres dos: argamasa
¿Podría sobrevivir sin la mística? No lo concibo. No si mi cultura me enseñó a tomar la exigencia por ofrecimiento, si desencadenó en mí la costumbre de la hipocresía y el deseo, si me obligó a separar la mente del corazón, a proteger el interés sobre el asombro ante el límite y a consumir todo lo que coexiste o vive conmigo. ¿Cómo sin mística alcanzaría a tocar la verdadera creación del juego y la profanidad, a reconocer la infancia, el valor y la ignorancia? No podría la vida dar otro de sus pasos sin la mínima conciencia de otra tierra, de otro arco y otra flecha, la que disparada a tu izquierda hiere tu propio costado derecho. Ahora sólo soy sombra y cenizas. Todavía no soy. Me cantas, te busco, te miro, sollozo.
jueves, 31 de diciembre de 2009
miércoles, 4 de noviembre de 2009
Pragmatismo: un ejemplo de su lectura impropia
Una de las consecuencias más terribles viene de fundar el valor base en el efecto o valor de cambio y no en las consecuencias prácticas que aclaren el sentido de las ideas. Pongamos por ejemplo lo que la gente llama amor, el amor mediático. Éste es fuente de muchos males y de muchas ilusiones, y según su concepto (siendo permisivos en su significado), se resuelve los problemas en torno a él comprendiéndolo como acción o como verbo, lo cual se empalma convenientemente con el Evangelio. Pero el amor no sólo es una acción, también es una afirmación, un supuesto, una forma, algo dado en la quietud, si no absoluta, sí en un contexto de coherencia e inteligibilidad. Es válido que ocurra a manera de sentimiento privado, a veces manifiesto, y no sólo es legítimo como afecto productivo, paliativo o incluso preventivo (aspecto que al igual que la profiláctica no ocurre propiamente sin el aparato cognitivo constituido por formas). No hay déficit de aquello en lo que aparentemente giran los melodramas, estos se fundan en el supuesto del déficit mismo y no en el principio del amor. De ahí que sean espectaculares farsas de la realidad. Qué pena que parezcan ser el caso y que la representación se anteponga a la sensibilidad.
James (†1910), tanta estupidez no puede atribuirse ramplonamente a tu divulgación.
***
El origen del pragmatismo contemporáneo, de acuerdo con los que escriben la historia, está en la filosofía peirceana. No obstante, el pragmatismo más conocido actualmente no tiene mucha relación con el que en su momento planteó Peirce en su máxima pragmática. Apliquemos entonces para mayor claridad la distinción que hizo Peirce en vida, su propuesta se llama pragmaticismo y la popular pragmatismo.
El pragmatismo común se asocia al individualismo a ultranza y se le entiende como un criterio de acción en miras de lo más efectivo, de ahí que se haya extendido con el apoyo de la noción valor de cambio o cash value. Desgraciadamente este criterio se confunde en la vida cotidiana con la búsqueda de lo fácil y lo conveniente, y se apoya en otra idea vulgarizada del utilitarismo en donde la acción moral es regida por el principio racional del mayor beneficio. El resultado es que el pragmatismo se convierte en la propuesta de la búsqueda del beneficio propio y queda muy cerca de una reducción de los objetos del mundo (morales o no) a meros medios para conseguir fines particulares y privados. En este sentido el pragmatista trata con herramientas y utensilios, luego, sale a flote una forma actual de cosificación. La situación más dañina en la que se aplica este tipo de pragmaticismo es dentro de un programa político, en donde ocurren toma de decisiones no consensuadas por mera practicidad. Este tipo de pragmatismo está difundido porque es exitoso, en eso consiste, en buscar la ganancia, el triunfo, y se adapta perfectamente a los valores del neoliberalismo económico.... que no sé bien qué diablos sea, pero no me gusta; no me gusta que me obliguen a competir, que sea requisito para compartir algo en privado. El mito del pólemos no es universal radicalmente hablando.
En cambio, el pragmaticismo defendido por Peirce es una propuesta metodológica de investigación que consiste en clarificar las ideas y reformular las hipótesis observando las consecuencias prácticas de las mismas. Se trata de aplicar los supuestos y medir sus alcances o su extensión evaluando las consecuencias, según sea su deseabilidad o no. El pragmaticismo sirve para transmitir una forma clara de modo efectivo, para así darle vida al concepto tratado en un sentido diferente al que propuso el hegelianismo. Se trata de discutir buscando algún tipo de correlato en los efectos para que pueda compartirse una idea a un par investigador. Peirce es un padre del intersubjetivismo, es un excelente teórico de un tejido de convivencia que aspira conocer más o mejor.
Ahora bien, en las telenovelas o melodramas actuales el amor puede cubrir varios roles, puede ser finalidad o simple fin; un obstáculo, un deseo, una vivencia, una reflexión, un motivo de pena, de envidia, de ilusión, de felicidad. En cualquier caso, es abordado bajo la propuesta pragmatista y no la pragmaticista, porque es la común, la de la vida del vulgo. De este modo, el amor se convierte en un objeto más entre muchos, que debe cumplir funciones específicas y que de no ser el caso, debe ser desechado. Así, los personajes supuestamente enamorados en estas historias sufren sin alcanzar solución alguna, a menos que su paz sea dejar de tener algún papel en la narración de la historia, para cuyo fin sólo tiene que acabar la serie y ser reciclados en un nuevo pastiche. No tienen paz y no la tendrán porque ellos mismos generan sus problemas y destruyen sus opciones de satisfacción no construyendo conceptos de amor. No idean, sólo suponen ineficaz al amor como se está dando. De ahí que unos nieguen amor a otros cuando estos no responden como quieren en ese momento, cuando supuestamente ofrecen la cosa llamada amor, igualmente se explica que los segundos sufran percibiendo exactamente lo mismo, que los primeros no responden como ellos quieren. Una telenovela es un desfile carnavalesco de máscaras, no una fuente básica de enseñanza de cómo funciona el mundo... qué desgracia que los infantes repitan esos tipos exagerados y no sean formados para la participación activa en la construcción de conceptos actuales y necesarios.
Si el amor se tratase pragmaticistamente, ¿qué pasaría? ¿Nos entenderíamos mejor? ¿Tendríamos mayor facilidad de comprender nuestros intereses y los ajenos? ¿Se transformaría la política?
Una de las consecuencias más terribles viene de fundar el valor base en el efecto o valor de cambio y no en las consecuencias prácticas que aclaren el sentido de las ideas. Pongamos por ejemplo lo que la gente llama amor, el amor mediático. Éste es fuente de muchos males y de muchas ilusiones, y según su concepto (siendo permisivos en su significado), se resuelve los problemas en torno a él comprendiéndolo como acción o como verbo, lo cual se empalma convenientemente con el Evangelio. Pero el amor no sólo es una acción, también es una afirmación, un supuesto, una forma, algo dado en la quietud, si no absoluta, sí en un contexto de coherencia e inteligibilidad. Es válido que ocurra a manera de sentimiento privado, a veces manifiesto, y no sólo es legítimo como afecto productivo, paliativo o incluso preventivo (aspecto que al igual que la profiláctica no ocurre propiamente sin el aparato cognitivo constituido por formas). No hay déficit de aquello en lo que aparentemente giran los melodramas, estos se fundan en el supuesto del déficit mismo y no en el principio del amor. De ahí que sean espectaculares farsas de la realidad. Qué pena que parezcan ser el caso y que la representación se anteponga a la sensibilidad.
James (†1910), tanta estupidez no puede atribuirse ramplonamente a tu divulgación.
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El origen del pragmatismo contemporáneo, de acuerdo con los que escriben la historia, está en la filosofía peirceana. No obstante, el pragmatismo más conocido actualmente no tiene mucha relación con el que en su momento planteó Peirce en su máxima pragmática. Apliquemos entonces para mayor claridad la distinción que hizo Peirce en vida, su propuesta se llama pragmaticismo y la popular pragmatismo.
El pragmatismo común se asocia al individualismo a ultranza y se le entiende como un criterio de acción en miras de lo más efectivo, de ahí que se haya extendido con el apoyo de la noción valor de cambio o cash value. Desgraciadamente este criterio se confunde en la vida cotidiana con la búsqueda de lo fácil y lo conveniente, y se apoya en otra idea vulgarizada del utilitarismo en donde la acción moral es regida por el principio racional del mayor beneficio. El resultado es que el pragmatismo se convierte en la propuesta de la búsqueda del beneficio propio y queda muy cerca de una reducción de los objetos del mundo (morales o no) a meros medios para conseguir fines particulares y privados. En este sentido el pragmatista trata con herramientas y utensilios, luego, sale a flote una forma actual de cosificación. La situación más dañina en la que se aplica este tipo de pragmaticismo es dentro de un programa político, en donde ocurren toma de decisiones no consensuadas por mera practicidad. Este tipo de pragmatismo está difundido porque es exitoso, en eso consiste, en buscar la ganancia, el triunfo, y se adapta perfectamente a los valores del neoliberalismo económico.... que no sé bien qué diablos sea, pero no me gusta; no me gusta que me obliguen a competir, que sea requisito para compartir algo en privado. El mito del pólemos no es universal radicalmente hablando.
En cambio, el pragmaticismo defendido por Peirce es una propuesta metodológica de investigación que consiste en clarificar las ideas y reformular las hipótesis observando las consecuencias prácticas de las mismas. Se trata de aplicar los supuestos y medir sus alcances o su extensión evaluando las consecuencias, según sea su deseabilidad o no. El pragmaticismo sirve para transmitir una forma clara de modo efectivo, para así darle vida al concepto tratado en un sentido diferente al que propuso el hegelianismo. Se trata de discutir buscando algún tipo de correlato en los efectos para que pueda compartirse una idea a un par investigador. Peirce es un padre del intersubjetivismo, es un excelente teórico de un tejido de convivencia que aspira conocer más o mejor.
Ahora bien, en las telenovelas o melodramas actuales el amor puede cubrir varios roles, puede ser finalidad o simple fin; un obstáculo, un deseo, una vivencia, una reflexión, un motivo de pena, de envidia, de ilusión, de felicidad. En cualquier caso, es abordado bajo la propuesta pragmatista y no la pragmaticista, porque es la común, la de la vida del vulgo. De este modo, el amor se convierte en un objeto más entre muchos, que debe cumplir funciones específicas y que de no ser el caso, debe ser desechado. Así, los personajes supuestamente enamorados en estas historias sufren sin alcanzar solución alguna, a menos que su paz sea dejar de tener algún papel en la narración de la historia, para cuyo fin sólo tiene que acabar la serie y ser reciclados en un nuevo pastiche. No tienen paz y no la tendrán porque ellos mismos generan sus problemas y destruyen sus opciones de satisfacción no construyendo conceptos de amor. No idean, sólo suponen ineficaz al amor como se está dando. De ahí que unos nieguen amor a otros cuando estos no responden como quieren en ese momento, cuando supuestamente ofrecen la cosa llamada amor, igualmente se explica que los segundos sufran percibiendo exactamente lo mismo, que los primeros no responden como ellos quieren. Una telenovela es un desfile carnavalesco de máscaras, no una fuente básica de enseñanza de cómo funciona el mundo... qué desgracia que los infantes repitan esos tipos exagerados y no sean formados para la participación activa en la construcción de conceptos actuales y necesarios.
Si el amor se tratase pragmaticistamente, ¿qué pasaría? ¿Nos entenderíamos mejor? ¿Tendríamos mayor facilidad de comprender nuestros intereses y los ajenos? ¿Se transformaría la política?
sábado, 24 de octubre de 2009
Hémonos aquí
El gran dragón fue expulsado con sus ángeles al infierno: la tierra, única realidad que era centro de atención de los cielos perpetuos. El caido, vanidoso desde su diseño, nunca se ocultó de la vista de los hombres, ha estado y sigue entre nosotros, ahí donde encontramos lo cotidiano y lo íntimo, ahí donde elegimos y erramos. Mientras el Alto no pierde ocasión de escucharnos, él, ente maldito, no para de murmurarnos.
En verdad, se entiende que a veces uno no quiera un hombro reconfortante que escuche y abrace, sino un artífice, un Dédalo o un Ulises, con una magnífica idea, una llena de posibilidad, de promesa de transformación y alcance. La primera ley de la serpiente se entiende muy fácil: Todo siervo puede aspirar a ser amo. Verbigracia usted, que puede optar por no someterse a la red rizomática de estas palabras.
El gran dragón fue expulsado con sus ángeles al infierno: la tierra, única realidad que era centro de atención de los cielos perpetuos. El caido, vanidoso desde su diseño, nunca se ocultó de la vista de los hombres, ha estado y sigue entre nosotros, ahí donde encontramos lo cotidiano y lo íntimo, ahí donde elegimos y erramos. Mientras el Alto no pierde ocasión de escucharnos, él, ente maldito, no para de murmurarnos.
En verdad, se entiende que a veces uno no quiera un hombro reconfortante que escuche y abrace, sino un artífice, un Dédalo o un Ulises, con una magnífica idea, una llena de posibilidad, de promesa de transformación y alcance. La primera ley de la serpiente se entiende muy fácil: Todo siervo puede aspirar a ser amo. Verbigracia usted, que puede optar por no someterse a la red rizomática de estas palabras.
martes, 20 de octubre de 2009
viernes, 9 de octubre de 2009
Una discusión, desde un andamiaje ontológico, de mi propuesta filosófica personal
Un andamiaje ontológico tiene una dificultad primera y es su justificación. Existe un contexto humano desde el que es preciso mostrar la pertinencia de una nueva ontología. Una descripción de lo que es no tiene una pertinencia ni alcance por sí misma. Necesita un tipo de reconocimiento, necesita resolver problemas bien identificados y tener acceso a los medios desde los que estos problemas emergen y mantienen su problematicidad. Y conviene preguntarse no sólo por su justificación, sino también cuál será su relación con las ontologías previamente propuestas y/o vigentes. Y si nada de esto puede resolverse, acaso porque el acto de producir una nueva ontología no llega a completarse prácticamente en una vida, también cabe cuestionarse el valor de los filósofos que, entre otras cosas, tienen que desarrollar ontología(s) cuando hacen filosofía estricta, es decir, filosofía primera, coherente, autorrecursiva y con alguna potencia seductiva.
Mi propuesta filosófica personal insipiente y germinal no puede resolver esta dificultad, y se interesa por esta misma razón en desarrollar el carácter problemático del agente existente que filosofa. Me interesa el filósofo que está sujeto a tecnologías que expanden su memoria y su inteligencia contingentemente, y que lo arrojan a poner a prueba, no siempre con éxito, su racionalidad en distintas circunstancias no siempre dialectizables. El hombre que está condenado a racionalizar pese a que vive en condiciones siempre problemáticas, por su finitud de lenguaje y su humanismo que lo hace aspirar a cierto grado de dignidad, pasa por situaciones que convierten algunas veces saberes razonados en saberes inadecuados e inadaptables que tienen que ser desechados ante la verdad de la finitud y frecuente insuficiencia de recursos y energías para proyectarse propósitos en desventaja racional. Quizá debería comenzarse a cuestionar la realidad de la inteligencia humana y asignar esta cualidad exclusivamente a realidades misteriosas que se mantienen aparte la conciencia. Este asunto de la inteligencia del aparato metafísico que iguala al ser con lo que es, quedará escasamente tratado aquí. Hay otras tantas consecuencias derivadas de los planteamientos de la filosofía contemporánea de la existencia y la temporalidad.
Son muchas las fenomenologías y las hermenéuticas que discuten hoy día la posibilidad de la universalidad y la necesidad en la experiencia humana. Si acaso alguna Ciencia llegamos a desarrollar con la que nos hemos despreocupado virtualmente para siempre de las fieras y el descobijo ante la naturaleza, no por ello debemos apartar la vista del hecho de que las sociedades no creen lo que creen por que así derive de esa Ciencia, que desde luego es cuestionable como posible, las sociedades creen lo que desean creer y se mantienen cohesionadas y medianamente explicables gracias a la aplicación del poder no consensuado.
La posmodernidad jamás ha validado el relativismo. Todavía somos modernos en el sentido que no hemos abandonado la lógica de la identidad, y llega a parecerle a algunos que no lo haremos. La posmodernidad sólo se ha encargado de crear herramientas de resistencia política, denunciando los problemas de nuestra supuesta “inteligencia” a la hora de convivir y coexistir, como la normalidad, el falologocentrismo, la facticidad positiva, el nacionalismo, y proponiendo algunas vías de respuesta desde la individualidad.
Parece que la esperanza se encuentra en la estética, en el híbrido señalado por Platón en su Banquete, en esa cosa que es de este mundo de los entes iluminados por la razón pero que también es parte de ese mundo del misterio, de lo oscuro fantástico, mítico, asombroso, que nos llama a aceptar ignorancia. Si lo dado se renueva en este sentido y llega a ser satisfactoriamente opaco, éticamente bello y deseable, quizá la actual ontología predominante de la facticidad pueda ser adaptada o tal vez desplazada y los problemas propios de una era de escepticismo se resuelvan y den paso a otro tiempo, uno Post-Moderno.
Un andamiaje ontológico tiene una dificultad primera y es su justificación. Existe un contexto humano desde el que es preciso mostrar la pertinencia de una nueva ontología. Una descripción de lo que es no tiene una pertinencia ni alcance por sí misma. Necesita un tipo de reconocimiento, necesita resolver problemas bien identificados y tener acceso a los medios desde los que estos problemas emergen y mantienen su problematicidad. Y conviene preguntarse no sólo por su justificación, sino también cuál será su relación con las ontologías previamente propuestas y/o vigentes. Y si nada de esto puede resolverse, acaso porque el acto de producir una nueva ontología no llega a completarse prácticamente en una vida, también cabe cuestionarse el valor de los filósofos que, entre otras cosas, tienen que desarrollar ontología(s) cuando hacen filosofía estricta, es decir, filosofía primera, coherente, autorrecursiva y con alguna potencia seductiva.
Mi propuesta filosófica personal insipiente y germinal no puede resolver esta dificultad, y se interesa por esta misma razón en desarrollar el carácter problemático del agente existente que filosofa. Me interesa el filósofo que está sujeto a tecnologías que expanden su memoria y su inteligencia contingentemente, y que lo arrojan a poner a prueba, no siempre con éxito, su racionalidad en distintas circunstancias no siempre dialectizables. El hombre que está condenado a racionalizar pese a que vive en condiciones siempre problemáticas, por su finitud de lenguaje y su humanismo que lo hace aspirar a cierto grado de dignidad, pasa por situaciones que convierten algunas veces saberes razonados en saberes inadecuados e inadaptables que tienen que ser desechados ante la verdad de la finitud y frecuente insuficiencia de recursos y energías para proyectarse propósitos en desventaja racional. Quizá debería comenzarse a cuestionar la realidad de la inteligencia humana y asignar esta cualidad exclusivamente a realidades misteriosas que se mantienen aparte la conciencia. Este asunto de la inteligencia del aparato metafísico que iguala al ser con lo que es, quedará escasamente tratado aquí. Hay otras tantas consecuencias derivadas de los planteamientos de la filosofía contemporánea de la existencia y la temporalidad.
Son muchas las fenomenologías y las hermenéuticas que discuten hoy día la posibilidad de la universalidad y la necesidad en la experiencia humana. Si acaso alguna Ciencia llegamos a desarrollar con la que nos hemos despreocupado virtualmente para siempre de las fieras y el descobijo ante la naturaleza, no por ello debemos apartar la vista del hecho de que las sociedades no creen lo que creen por que así derive de esa Ciencia, que desde luego es cuestionable como posible, las sociedades creen lo que desean creer y se mantienen cohesionadas y medianamente explicables gracias a la aplicación del poder no consensuado.
La posmodernidad jamás ha validado el relativismo. Todavía somos modernos en el sentido que no hemos abandonado la lógica de la identidad, y llega a parecerle a algunos que no lo haremos. La posmodernidad sólo se ha encargado de crear herramientas de resistencia política, denunciando los problemas de nuestra supuesta “inteligencia” a la hora de convivir y coexistir, como la normalidad, el falologocentrismo, la facticidad positiva, el nacionalismo, y proponiendo algunas vías de respuesta desde la individualidad.
Parece que la esperanza se encuentra en la estética, en el híbrido señalado por Platón en su Banquete, en esa cosa que es de este mundo de los entes iluminados por la razón pero que también es parte de ese mundo del misterio, de lo oscuro fantástico, mítico, asombroso, que nos llama a aceptar ignorancia. Si lo dado se renueva en este sentido y llega a ser satisfactoriamente opaco, éticamente bello y deseable, quizá la actual ontología predominante de la facticidad pueda ser adaptada o tal vez desplazada y los problemas propios de una era de escepticismo se resuelvan y den paso a otro tiempo, uno Post-Moderno.
Realidad, esencia, fundamento: la constitución de la trascendentalidad en la filosofía
La trascendentalidad en la filosofía se consolida propiamente hasta la época moderna y clásica para nuestro tiempo en el momento en que el pensamiento filosófico está listo para dar el giro kantiano que traerá a la discusión, clara y metódicamente, nociones de suma importancia para la actividad filosófica presente, a saber, las ideas de condiciones de posibilidad, apercepción, apriori, juicio, imperativo entre otras. La precisión kantiana entre aquello trascendente y lo trascendental será indispensable para la nueva epistemología. Plantear el problema del saber desde los límites del conocimiento y la afirmación de un campo de saber determinado desde ciertas condiciones de posibilidad proyectará un cambio de actitud en la filosofía que no vamos a indagar aquí. Lo que nos interesa es mostrar qué rasgos de la trascendentalidad encontramos en la filosofía griega antigua y en la filosofía moderna que hayan conformado el ámbito de la trascendentalidad como un tópico por antonomasia de la filosofía. Naturalmente, como en toda descripción histórica estudiantil, el breve esbozo resultante tendrá un carácter ficticio, una narración, no más pero tampoco menos, del origen de la nucleidad filosófica.
¿Qué es la realidad? La esencia. ¿Qué es la esencia? El fundamento. ¿Qué es el fundamento? La realidad. Al menos así nos parece en la antigüedad. Hoy esto es bastante más discutible. El libre tránsito de las ideas y de las consecuentes oposiciones no sería por sí mismo un problema, mas en tiempos en que no se sabe discutir o se discute sin compenetrarse, en donde habitualmente no se escucha y no hay por tanto conformidad que no sea monológica, estas respuestas exigen aclaración. La Modernidad ha contrapuesto cada uno de estos elementos primigenios, realidad, esencia y fundamento, con el límite de la nada, y parece que la única salida deseable después de esa exposición es declarar la trascendentalidad de cierto entramado conceptual potente, erótico, persistente, vital.
Comencemos por aclarar que la filosofía griega no tenía la noción que nosotros tenemos de realidad, ellos no se veían compelidos por su historia a oponerla en ningún caso al mundo humano, ni siquiera al ser o a la representación lingüística que nos hacemos de cuanto es real. El griego atendía en cambio a lo que estuviese dentro de su visión de las cosas, al menos no en un primer momento en que el objeto invisible no había sido formulado ni integrado dentro de las cosas que son posibles. Sólo percibían lo que podían racionalmente nombrar: lo que es; eso que hoy entendemos mejor como lo que está siendo. Por eso los griegos al preguntarse por el saber buscaban el saber de algo físico, que desde luego está ahí y ya. Y si algo tenía fascinados a los filósofos de entonces es que lo que es está pasando, lo que es decir, en un modo más sencillo para la razón natural de cierto lenguaje, que lo que es cambia. Y es el cambio lo que tenía que ser explicado. Y explicarlo implicaba desarrollar distintas preguntas. La pregunta de los jónicos iba tras el principio material de todas las cosas que se engendran en el mundo. Empédocles no contento con la explicación de los elementos constitutivos de la realidad, trató de explicar qué mecanismo o motor mantenía a las cosas que son en permanente transformación. El oscuro Heráclito asumió que el cambio de lo que acontece era tal que no podía ser explicado por la razón, pero a la vez comprendía que la razón tenía una capacidad de profundizar imposible de agotar por completo y que era capaz de unificar a los hombres. Quizá estuvo próximo a entender la virtualidad del espíritu humano, pero lo que nos importa dejar en claro es que contribuyó a pensar que lo que es está también allende la razón, y que la razón misma puede dar cuenta de esto, porque ella es, por sí sola, algo dentro de todo lo que es.
Pero la historia de la metafísica occidental no comienza concluyentemente sino hasta que llegamos al poema de Parménides, en donde se describe a lo que es como una identidad, una identidad que vendría a formar parte del carácter racional del hombre, en donde no todas las cosas son posibles a la luz de la razón y se representa por tanto una superación de los dominios fabulosos y misteriosos de la ignorancia, el mito y el asombro. Si la filosofía es estrictamente metafísica, es la iniciada lógica de la identidad derivada del ser parmenídeo el comienzo de la filosofía de la trascendentalidad. Sólo la delimitación de lo imposible permite respondernos la pregunta metacognitiva en donde la cuestión no es saber algo determinado, como un dato, sino saber que se sabe verdaderamente. ¿Qué es lo imposible que se deriva de la identidad? El principio de no contradicción. La predicación “el ser es y el no-ser no es” hace de este principio un principio de imposibilidad, porque no es posible que una cosa sea lo que no es. No es ésta una ley voluntariosa, sino una ley de la razón, independiente de cualquier alma en el sentido que está en todas y no necesita de ninguna en particular para ser reconocida, por lo que queda, finalmente, constituida como ley. La imposibilidad de la contradicción, en su universalidad y necesidad, fue garantía de univocidad y acuerdo en toda investigación, y el ser y el pensar fueron equipotentes, o lo mismo según algunos.
La lógica de la identidad inicia un sendero de legitimación y conflicto. Mientras duró el mundo griego se articularon poderosos sistemas filosóficos, el atomismo, el platonismo y el aristotelismo. Ahí la esencia y el fundamento último adquirieron una caracterización más o menos clara que ha persistido a lo largo de la historia. Pero en el mundo posterior, luego de Pablo de Tarso, surgió el horizonte de la nada, una consecuencia obligada por el surgimiento de la historia sagrada y el destino único de la totalidad de los hombres con alma que reafirmaban la estructura lógica, racional e ideal de todo lo que es y fuera de lo cual no hay nada y se oponía a una existencia concreta, material, al espacio y al tiempo de la carne, la enfermedad y el dolor. El sueño del Sacro Imperio Romano no podía durar por siempre, y el aparente contubernio entre la razón y la fe cristiana fue tomando cada vez mayores distancias. Las promesas y la nueva magia imaginadas para el nuevo hombre renacentista dividieron el mundo en distintas parcelas de saber, y hubo un registro de una multiplicidad de racionalidades y mundos, y se desarrolló la ciencia moderna, y entre la diversidad de nuevas posibilidades concretas, la filosofía, anquilosada en su lógica de la identidad, espejo fiel de lo que es gracias a los filósofos, se alejó del descubrimiento particular y se avocó directamente a las formas abstractas, universales, esenciales, necesarias.
En este sentido la Modernidad consiste en una torsión, en un examen de los exámenes, en este período el objeto de la filosofía no era reflexionar sobre una investigación dentro de cierto marco teórico científico, sino sobre el saber mismo, en tanto saber. Este giro cognoscitivo de la actividad filosófica es indispensable para lograr la síntesis de los escepticismos de la época y para que el colmo de la filosofía especulativa tenga lugar. La clave es la trascendentalidad. Las condiciones de posibilidad de todo conocimiento. Saber qué conocimiento es posible implica de cierto modo saber cuáles prácticas cognoscitivas son ilegítimas o cuáles lo serían. Divide tipos de campos de saber; formula no sólo campos en donde se sabe que se sabe, sino también campos que aunque se desconocen, se saben cognoscibles, mientras que hace otros que quedan fuera de toda posibilidad de atención, objetivización o percepción. Y aquí se revitaliza el más allá, tanto la idea de realidad como la eterna pregunta de Platón en torno a qué hay más allá del ser, más allá de cuando se puede conocer y explicar. Esta inquietud es la semilla de la metafísica. Y no podemos olvidar los grandes problemas que quedan dentro y no claramente subsumidos a la realidad, a la esencia, al fundamento, al ser, dificultades como la verdad, la justicia, la belleza, la unidad y la pluralidad, el infinito y los finitos, la eternidad y el tiempo, la vida, dios, el poder, la risa, la erótica, el saber.
La trascendentalidad en la filosofía se consolida propiamente hasta la época moderna y clásica para nuestro tiempo en el momento en que el pensamiento filosófico está listo para dar el giro kantiano que traerá a la discusión, clara y metódicamente, nociones de suma importancia para la actividad filosófica presente, a saber, las ideas de condiciones de posibilidad, apercepción, apriori, juicio, imperativo entre otras. La precisión kantiana entre aquello trascendente y lo trascendental será indispensable para la nueva epistemología. Plantear el problema del saber desde los límites del conocimiento y la afirmación de un campo de saber determinado desde ciertas condiciones de posibilidad proyectará un cambio de actitud en la filosofía que no vamos a indagar aquí. Lo que nos interesa es mostrar qué rasgos de la trascendentalidad encontramos en la filosofía griega antigua y en la filosofía moderna que hayan conformado el ámbito de la trascendentalidad como un tópico por antonomasia de la filosofía. Naturalmente, como en toda descripción histórica estudiantil, el breve esbozo resultante tendrá un carácter ficticio, una narración, no más pero tampoco menos, del origen de la nucleidad filosófica.
¿Qué es la realidad? La esencia. ¿Qué es la esencia? El fundamento. ¿Qué es el fundamento? La realidad. Al menos así nos parece en la antigüedad. Hoy esto es bastante más discutible. El libre tránsito de las ideas y de las consecuentes oposiciones no sería por sí mismo un problema, mas en tiempos en que no se sabe discutir o se discute sin compenetrarse, en donde habitualmente no se escucha y no hay por tanto conformidad que no sea monológica, estas respuestas exigen aclaración. La Modernidad ha contrapuesto cada uno de estos elementos primigenios, realidad, esencia y fundamento, con el límite de la nada, y parece que la única salida deseable después de esa exposición es declarar la trascendentalidad de cierto entramado conceptual potente, erótico, persistente, vital.
Comencemos por aclarar que la filosofía griega no tenía la noción que nosotros tenemos de realidad, ellos no se veían compelidos por su historia a oponerla en ningún caso al mundo humano, ni siquiera al ser o a la representación lingüística que nos hacemos de cuanto es real. El griego atendía en cambio a lo que estuviese dentro de su visión de las cosas, al menos no en un primer momento en que el objeto invisible no había sido formulado ni integrado dentro de las cosas que son posibles. Sólo percibían lo que podían racionalmente nombrar: lo que es; eso que hoy entendemos mejor como lo que está siendo. Por eso los griegos al preguntarse por el saber buscaban el saber de algo físico, que desde luego está ahí y ya. Y si algo tenía fascinados a los filósofos de entonces es que lo que es está pasando, lo que es decir, en un modo más sencillo para la razón natural de cierto lenguaje, que lo que es cambia. Y es el cambio lo que tenía que ser explicado. Y explicarlo implicaba desarrollar distintas preguntas. La pregunta de los jónicos iba tras el principio material de todas las cosas que se engendran en el mundo. Empédocles no contento con la explicación de los elementos constitutivos de la realidad, trató de explicar qué mecanismo o motor mantenía a las cosas que son en permanente transformación. El oscuro Heráclito asumió que el cambio de lo que acontece era tal que no podía ser explicado por la razón, pero a la vez comprendía que la razón tenía una capacidad de profundizar imposible de agotar por completo y que era capaz de unificar a los hombres. Quizá estuvo próximo a entender la virtualidad del espíritu humano, pero lo que nos importa dejar en claro es que contribuyó a pensar que lo que es está también allende la razón, y que la razón misma puede dar cuenta de esto, porque ella es, por sí sola, algo dentro de todo lo que es.
Pero la historia de la metafísica occidental no comienza concluyentemente sino hasta que llegamos al poema de Parménides, en donde se describe a lo que es como una identidad, una identidad que vendría a formar parte del carácter racional del hombre, en donde no todas las cosas son posibles a la luz de la razón y se representa por tanto una superación de los dominios fabulosos y misteriosos de la ignorancia, el mito y el asombro. Si la filosofía es estrictamente metafísica, es la iniciada lógica de la identidad derivada del ser parmenídeo el comienzo de la filosofía de la trascendentalidad. Sólo la delimitación de lo imposible permite respondernos la pregunta metacognitiva en donde la cuestión no es saber algo determinado, como un dato, sino saber que se sabe verdaderamente. ¿Qué es lo imposible que se deriva de la identidad? El principio de no contradicción. La predicación “el ser es y el no-ser no es” hace de este principio un principio de imposibilidad, porque no es posible que una cosa sea lo que no es. No es ésta una ley voluntariosa, sino una ley de la razón, independiente de cualquier alma en el sentido que está en todas y no necesita de ninguna en particular para ser reconocida, por lo que queda, finalmente, constituida como ley. La imposibilidad de la contradicción, en su universalidad y necesidad, fue garantía de univocidad y acuerdo en toda investigación, y el ser y el pensar fueron equipotentes, o lo mismo según algunos.
La lógica de la identidad inicia un sendero de legitimación y conflicto. Mientras duró el mundo griego se articularon poderosos sistemas filosóficos, el atomismo, el platonismo y el aristotelismo. Ahí la esencia y el fundamento último adquirieron una caracterización más o menos clara que ha persistido a lo largo de la historia. Pero en el mundo posterior, luego de Pablo de Tarso, surgió el horizonte de la nada, una consecuencia obligada por el surgimiento de la historia sagrada y el destino único de la totalidad de los hombres con alma que reafirmaban la estructura lógica, racional e ideal de todo lo que es y fuera de lo cual no hay nada y se oponía a una existencia concreta, material, al espacio y al tiempo de la carne, la enfermedad y el dolor. El sueño del Sacro Imperio Romano no podía durar por siempre, y el aparente contubernio entre la razón y la fe cristiana fue tomando cada vez mayores distancias. Las promesas y la nueva magia imaginadas para el nuevo hombre renacentista dividieron el mundo en distintas parcelas de saber, y hubo un registro de una multiplicidad de racionalidades y mundos, y se desarrolló la ciencia moderna, y entre la diversidad de nuevas posibilidades concretas, la filosofía, anquilosada en su lógica de la identidad, espejo fiel de lo que es gracias a los filósofos, se alejó del descubrimiento particular y se avocó directamente a las formas abstractas, universales, esenciales, necesarias.
En este sentido la Modernidad consiste en una torsión, en un examen de los exámenes, en este período el objeto de la filosofía no era reflexionar sobre una investigación dentro de cierto marco teórico científico, sino sobre el saber mismo, en tanto saber. Este giro cognoscitivo de la actividad filosófica es indispensable para lograr la síntesis de los escepticismos de la época y para que el colmo de la filosofía especulativa tenga lugar. La clave es la trascendentalidad. Las condiciones de posibilidad de todo conocimiento. Saber qué conocimiento es posible implica de cierto modo saber cuáles prácticas cognoscitivas son ilegítimas o cuáles lo serían. Divide tipos de campos de saber; formula no sólo campos en donde se sabe que se sabe, sino también campos que aunque se desconocen, se saben cognoscibles, mientras que hace otros que quedan fuera de toda posibilidad de atención, objetivización o percepción. Y aquí se revitaliza el más allá, tanto la idea de realidad como la eterna pregunta de Platón en torno a qué hay más allá del ser, más allá de cuando se puede conocer y explicar. Esta inquietud es la semilla de la metafísica. Y no podemos olvidar los grandes problemas que quedan dentro y no claramente subsumidos a la realidad, a la esencia, al fundamento, al ser, dificultades como la verdad, la justicia, la belleza, la unidad y la pluralidad, el infinito y los finitos, la eternidad y el tiempo, la vida, dios, el poder, la risa, la erótica, el saber.
martes, 29 de septiembre de 2009
De comienzos: y conocí la filosofía occidental
Me gusta la ciencia ficción, en principio porque tematiza el destino y el origen del hombre desde un horizonte lejano y/o medianamente conocido. Además prefiero la fantasía sobre los trabajos y las ciencias. Por algún motivo oscuro admiro los planteamientos y fundamentos mitológicos que exceden los objetos que el hombre puede conocer, principios que preceden y trascienden lo que tú y yo llegamos a hacer o a no hacer.
Cierto día un agente de bachillerato me habló sobre unas criaturas fabulosas que me tenían sin cuidado hasta entonces: me contó acerca de Platón y de los filósofos. Al oírlo pensé que ellos hicieron lo que yo cuando estaba en la vieja sala marrón, tumbado y pensando, mirando hacia el tragaluz y sus telarañas, filosofar me parecía un nombre adecuado para mi compungida y retraída pubertad. Deseaba ordenar la mente del mundo en su totalidad, deseaba que todo hablar implicara el ser entendido; yo no era entendido, lo supongo, ya lo olvidé. Ideaba sin saberlo un lenguaje perfecto, una realidad intrínseca, de acto recursivo, una realidad que hiciera caer todas las posibilidades sobre sí misma, cohesionar los mundos existentes, permitir la existencia sólo en el sentido de la coexistencia. Al cabo de unos meses de escuchar por primera vez de los filósofos, leí algunas aventuras de Sócrates y, siendo un joven enamoradizo, quedé embelesado ante las ironías y las tragedias del filósofo poeta en sus diálogos. Percibí la intención platónica de aspirar más allá de lo que puede ser encontrado, adopté la empresa hacia la trascendencia y me quedó soterrada durante años la condena incluida en mi conversión a idealista, quizá debiera decir, a filosofador. Hoy sé que padecía una obsesión, la cual no ha dejado de agravarse, hacía filosofía primera, buscaba la radicalidad en toda manifestación humana. Concebí la metafísica, y desde que yo soy yo, la amo. Por todo esto me imagino que quiero ser un filósofo. De algún modo mis diletancias se perfilan hacia una pretensión semejante.
Metafisicar tiene un precio que no termino de comprender y que tardé nada más en vislumbrar, y es que para hacerlo hay que pagar con todo cuanto se tiene, renunciar a las cosas y a la vida. Penetrar en el misterio del infinito y volver otro. Si el proceso de fundamentación y de nacimiento de esa alteridad es largo, la consecuencia es visitar durante ese proceso un extenso desierto, que los hay de varios tipos, los más horrendos que he conocido son los desiertos de gente, de escaséz y hostilidad en medio de humanos y multitudes.
Volver de la muerte no es sencillo. Luego de entrar al inframundo no hay ningún parámetro que determine el momento adecuado para cambiar de curso y ascender. Y no obstante, ningún mito habla sin verdad.
Me gusta la ciencia ficción, en principio porque tematiza el destino y el origen del hombre desde un horizonte lejano y/o medianamente conocido. Además prefiero la fantasía sobre los trabajos y las ciencias. Por algún motivo oscuro admiro los planteamientos y fundamentos mitológicos que exceden los objetos que el hombre puede conocer, principios que preceden y trascienden lo que tú y yo llegamos a hacer o a no hacer.
Cierto día un agente de bachillerato me habló sobre unas criaturas fabulosas que me tenían sin cuidado hasta entonces: me contó acerca de Platón y de los filósofos. Al oírlo pensé que ellos hicieron lo que yo cuando estaba en la vieja sala marrón, tumbado y pensando, mirando hacia el tragaluz y sus telarañas, filosofar me parecía un nombre adecuado para mi compungida y retraída pubertad. Deseaba ordenar la mente del mundo en su totalidad, deseaba que todo hablar implicara el ser entendido; yo no era entendido, lo supongo, ya lo olvidé. Ideaba sin saberlo un lenguaje perfecto, una realidad intrínseca, de acto recursivo, una realidad que hiciera caer todas las posibilidades sobre sí misma, cohesionar los mundos existentes, permitir la existencia sólo en el sentido de la coexistencia. Al cabo de unos meses de escuchar por primera vez de los filósofos, leí algunas aventuras de Sócrates y, siendo un joven enamoradizo, quedé embelesado ante las ironías y las tragedias del filósofo poeta en sus diálogos. Percibí la intención platónica de aspirar más allá de lo que puede ser encontrado, adopté la empresa hacia la trascendencia y me quedó soterrada durante años la condena incluida en mi conversión a idealista, quizá debiera decir, a filosofador. Hoy sé que padecía una obsesión, la cual no ha dejado de agravarse, hacía filosofía primera, buscaba la radicalidad en toda manifestación humana. Concebí la metafísica, y desde que yo soy yo, la amo. Por todo esto me imagino que quiero ser un filósofo. De algún modo mis diletancias se perfilan hacia una pretensión semejante.
Metafisicar tiene un precio que no termino de comprender y que tardé nada más en vislumbrar, y es que para hacerlo hay que pagar con todo cuanto se tiene, renunciar a las cosas y a la vida. Penetrar en el misterio del infinito y volver otro. Si el proceso de fundamentación y de nacimiento de esa alteridad es largo, la consecuencia es visitar durante ese proceso un extenso desierto, que los hay de varios tipos, los más horrendos que he conocido son los desiertos de gente, de escaséz y hostilidad en medio de humanos y multitudes.
Volver de la muerte no es sencillo. Luego de entrar al inframundo no hay ningún parámetro que determine el momento adecuado para cambiar de curso y ascender. Y no obstante, ningún mito habla sin verdad.
sábado, 19 de septiembre de 2009
Antipoética en falsa prosa: una reconstrucción
...sé qué me conviene y no lo quiero, porque estoy equivocado y me ando con la moral hegelmónica, esa del reconocimiento, y me lastimo por no fabricar lo que aquellos otros consumen, porque no hago lo que nunca tendrán, porque amo una nariz imposible y un vestido pasado de moda, porque estoy loco, adopto sombreros de fruta, podredumbre y dientes amarillos, porque busco adicto ese presente que me impele a serle infiel, al menos un instante, a la eternidad...
...sé qué me conviene y no lo quiero, porque estoy equivocado y me ando con la moral hegelmónica, esa del reconocimiento, y me lastimo por no fabricar lo que aquellos otros consumen, porque no hago lo que nunca tendrán, porque amo una nariz imposible y un vestido pasado de moda, porque estoy loco, adopto sombreros de fruta, podredumbre y dientes amarillos, porque busco adicto ese presente que me impele a serle infiel, al menos un instante, a la eternidad...
lunes, 14 de septiembre de 2009
Fue una broma
Es la noche del 2 de septiembre. Camino concentrado por el centro de la ciudad, la masa acaba de presentarme una vez más cuán lejos me encuentro del entendimiento de sus necesidades y de las mías. Bajo las calles que tengo que bajar, no miro su concretud y sin embargo observo con atención todo lo que me reporta datos de interés teórico. Conservarme con vida es importante. No lo pienso, mas lo sé junto con otras tantas cosas mientras hilvano cauteloso las ideas, las preguntas, las verosimilitudes. Voy recorriendo el circuito metametódico de mis modelos cuando un automóvil pasa rápido a pocos centrímetros de mí justo como debe hacerlo, porque las calles y las aceras son angostas, pero la normalidad se quiebra tan pronto como de su interior algo expulsa un alarido bruto, confundente. Temo. Mi paso era veloz, me encontraba elevando uno de mis pies, evadía un bache cualquiera, pero el grito me hace retraer y elevar más de lo debido mi pierna; mis brazos y atención se contraen, espero una explosión, más datos igualmente aturdidores. No pasa un segundo y el mundo no conserva coherentemente más signos de peligro. Reparo que es un broma y nada más. No termina el segundo y de inmediato el corazón se tranquiliza y el cuerpo regresa a su ritmo anterior. La actividad teorética se restaura, la energéia y la promesa de un érgon futuro continúa y sólo muchos segundos después recapacito y observo que noté que la broma fue coherente y que el mundo podía continuar tal como se iba dando... Pero no estoy riéndome de mí, contemplo todavía que la ética sigue sin ser completada mientras mi oxidación no se detiene. Todavía no alcanzo a producir. Sigo siendo, mi numen, el incapaz del catorce.
Es la noche del 2 de septiembre. Camino concentrado por el centro de la ciudad, la masa acaba de presentarme una vez más cuán lejos me encuentro del entendimiento de sus necesidades y de las mías. Bajo las calles que tengo que bajar, no miro su concretud y sin embargo observo con atención todo lo que me reporta datos de interés teórico. Conservarme con vida es importante. No lo pienso, mas lo sé junto con otras tantas cosas mientras hilvano cauteloso las ideas, las preguntas, las verosimilitudes. Voy recorriendo el circuito metametódico de mis modelos cuando un automóvil pasa rápido a pocos centrímetros de mí justo como debe hacerlo, porque las calles y las aceras son angostas, pero la normalidad se quiebra tan pronto como de su interior algo expulsa un alarido bruto, confundente. Temo. Mi paso era veloz, me encontraba elevando uno de mis pies, evadía un bache cualquiera, pero el grito me hace retraer y elevar más de lo debido mi pierna; mis brazos y atención se contraen, espero una explosión, más datos igualmente aturdidores. No pasa un segundo y el mundo no conserva coherentemente más signos de peligro. Reparo que es un broma y nada más. No termina el segundo y de inmediato el corazón se tranquiliza y el cuerpo regresa a su ritmo anterior. La actividad teorética se restaura, la energéia y la promesa de un érgon futuro continúa y sólo muchos segundos después recapacito y observo que noté que la broma fue coherente y que el mundo podía continuar tal como se iba dando... Pero no estoy riéndome de mí, contemplo todavía que la ética sigue sin ser completada mientras mi oxidación no se detiene. Todavía no alcanzo a producir. Sigo siendo, mi numen, el incapaz del catorce.
sábado, 1 de agosto de 2009
Anotaciones acerca de los entes y de su natural tendencia
El retorno es un acto divino y cósmico. No es propio de los entes que circulan en el tiempo. Estos, aunque pretenden el perfecto retorno, se degradan, son vencidos por la fuerza centrípeta o centrífuga de su intento en el tiempo. Constituyen en su terrenalidad el arquetipo del espiral. Representan la entropía. Y sin embargo, ellos son los que se propagan ad infinitum en un orden manifiesto pero inexplicable, que a la vez se despliega pero sin ser claro ni distinto en su principio o final. Su destino es por esta razón incierto, es por esto que las cosas marchan hacia la oscuridad. Además, estos entes son los únicos que pueden propiamente moverse, porque son imperfectos, es decir, porque están indeterminadamente colocados. El que se muevan y sean libres de navegar por el vacío es lo que los hace dignos. Dignos ciertamente de marchitarse desde sus inicios y de consumir la fuerza y luminosidad de todo cuanto hay. El ente no desperdicia ni gasta, vive, y es en esto digno, es espíritu.
El retorno es un acto divino y cósmico. No es propio de los entes que circulan en el tiempo. Estos, aunque pretenden el perfecto retorno, se degradan, son vencidos por la fuerza centrípeta o centrífuga de su intento en el tiempo. Constituyen en su terrenalidad el arquetipo del espiral. Representan la entropía. Y sin embargo, ellos son los que se propagan ad infinitum en un orden manifiesto pero inexplicable, que a la vez se despliega pero sin ser claro ni distinto en su principio o final. Su destino es por esta razón incierto, es por esto que las cosas marchan hacia la oscuridad. Además, estos entes son los únicos que pueden propiamente moverse, porque son imperfectos, es decir, porque están indeterminadamente colocados. El que se muevan y sean libres de navegar por el vacío es lo que los hace dignos. Dignos ciertamente de marchitarse desde sus inicios y de consumir la fuerza y luminosidad de todo cuanto hay. El ente no desperdicia ni gasta, vive, y es en esto digno, es espíritu.
miércoles, 1 de julio de 2009
Dos profundas fuentes filosóficas de la situación hermenéutica de nuestro tiempo: la dialéctica y el diálogo ideal
¿Por qué la hermenéutica y no otra cosa? La hermenéutica es la escuela de moda, la tendencia de nuestro tiempo, el non plus ultra de las humanidades. ¿Qué ocurre? ¿A qué atiende esta presencia desmesurada? ¿Para qué nos sirve hoy? ¿Cómo se justifica su instalación en la academia? El arte de la interpretación no es una ciencia nueva, entonces ¿por qué su auge? ¿Cómo la filosofía de occidente está tan centrada en ella?
La hermenéutica se ha ocupado desde siempre de la dificultad básica de la interpretación, y esta dificultad no es ajena a uno de los elementos fundamentales de la civilización, el fenómeno de la escritura. Por medio de ella, los hombres han trascendido la condición finita de la emisión de una idea, han logrado el desarrollo de discursos que piensan la realidad y construyen mundo, territorios concebidos en términos prácticos e ideales para la libertad del hombre. No obstante, se han tenido que enfrentar al problema del distanciamiento, de la pérdida del contexto de la emisión así como de las condiciones que mantenía el diálogo generador del sentido enunciado. Esta complejidad es la que pretendo esbozar aquí.
El espíritu dialéctico del hombre. El ser humano es una realidad que se manifiesta a través del lenguaje. Lo cual quiere decir que genera distinciones y signos desde una continuidad, digamos la espacio-temporal, y acerca de esta misma continuidad. Es decir que es racional; predica actos y establece cualidades en las cosas. Esto último es muy burdamente lo que durante muchos siglos en la historia explicó la filosofía acerca del estado de cosas y la condición humana.
La cuestión nos aproxima a lo que llamamos metafísica, al compuesto, siguiendo la explicación aristotélica, entre la materia y la forma; a la dilucidación del ente y del papel del ejercicio humano de la razón. Es una discusión en la que la propia perspectiva hermenéutica, en algunas de sus instancias, ha querido entrar de lleno, para presentarse como punto de vista radical, y tiene muy buenos argumentos a su favor. Pero discutirlo no es la intención de esta exposición, sino mostrar, a manera de contribución, dos elementos de la historia que son imprescindibles para llegar a la conciencia de la condición histórica y ligüística del hombre.
Que el hombre sea racional quiere decir que es capaz, en alguna forma de realizar operaciones de alguna naturaleza distinta o modo diferente al resto de todo lo que acontece en el mundo. Supone la intelección, la estructuración u ordenamiento de objetos y/o definiciones. Supone además, muy especialmente, la capacidad de significar; la racionalidad humana no se opone a su comunicabilidad, ambas se autoimplican. El hombre se comunica sirviéndose de signos. Y así entendida la razón, como un juego de contrapesos entre presencias y ausencias, entendimientos y malentendidos, proposiciones y negaciones, el examen de la racionalidad revela a la dialéctica como medio por excelencia de ascensión al conocimiento de aquello que las palabras están idealmente representando.
La filosofía, antigua y moderna, se ha dedicado a la actividad dialéctica, pero ha llegado a una suerte de límite o agotamiento y no puede mantener, sin importantes alteraciones, la lógica interna que movía su impulso dialéctico productor del saber. La actividad dialéctica clásica es especulativa, esto es, monológica y monofónica. Oculta sin embargo su origen simple y finito en el manto de la noción de espíritu y de la historia. Emplea entonces, por medio de las tecnologías de los signos (y hay que prestar especial atención aquí a la escritura), formas de otras lógicas y de otras voces, enriqueciendo así su lógica líneal de dominación, pero manteniendo intacto su núcleo intencional. Semejante a un signo, una dialéctica de este orden clásico pone en lugar de sí misma los elementos de alguna alteridad ordinariamente reconocida, mas en el fondo, se mantiene idéntica, inalterada, y el sí mismo que rige el camino dialéctico no llega a ser rigurosamente otro.
El idealismo alemán mostró justamente esto en la historia, que hay una multiplicidad de intencionalidades desde las que podemos pensar en una soledad radical de las distintas conciencias. Que nuestra racionalidad no logra capturar la totalidad de las particularidades humanas y que hay una lógica de dominación detrás de todo orden positivo del mundo y que no puede determinarse racionalmente y en este sentido monológico y último, sobre el orden moral, estético y volitivo sin condenar posibilidades de ser o proyecciones deseables de la alteridad, y a esta última se le reconoce cierta autoridad por encima de la individualidad sola.
El hombre dialogante. Por diversas razones políticas, históricas y sociales (formas de cultura) el hombre contemporáneo se sabe radicalmente solo, aunque admite a la vez que no puede existir en el mundo sin los demás, que lo constituye un lenguaje y que este lenguaje tiene orígenes (y misterios) tanto individuales como colectivos. Este sentimiento de aislamiento ha derivado en distintos tipos de relativismo, desde el más sensato y razonable hasta el más inconsciente y oportunista. Pero también, ante la ausencia de poderosos edificios simbólicos que den fundamento a la realidad total, o a la secularización de las masas de estos edificios, y de que ya no haya un sentido universal de la vida humana, los individuos están presionados constantemente a construirse una proyección de sí mismos, a ir montando su propia subjetividad y cuidar de su sola persona. La actitud ordinaria del hombre, pese a que no sea conciente de toda esta situación, se mantiene, en general, dentro de una pesquisa por la identidad de su persona, y tiene que lidiar mientras lo hace con la diferencia aunque no haga conciencia de ella debido a cierta irreflexión.
La búsqueda de elementos para la propia subjetividad inclina al hombre contemporáneo a buscar su diálogo ideal particular. Este diálogo no tiene por qué estar encaminado hacia la consecución del conocimiento como la filosofía nos ha querido hacer pensar de todo diálogo y tampoco tiene que ser ajeno a un esquema de representación clásica en donde el mundo tiene que ser justo como se lo ordena. De lo que se trata es de individuos buscando un diálogo que no tiene contenidos o presupuestos obligatorios y que así de diverso y plural como se presenta posee muchas dificultades e impedimentos para su realización.
Si la racionalidad que presupone el acto de dialogar ya no se entiende como búsqueda del fundamento último de la realidad, si no se lo supedita a la dialéctica y se posibilita que se desarrolle libremente en cada individuo en su circunstancia de saber específica, entonces el fin del diálogo es comunicar. La gente pretende comunicarse y sabe, que porque está sola, no lo hará perfectamente, sólo en parte.
Esto encaja con la afirmación de la intrasmisibilidad de la experiencia y con la importancia del discurso o del lenguaje como acontecimiento, de la suficiencia del hecho de hablar y escuchar.
El individuo aspira a un diálogo que satisfaga su intencionalidad, e introducirá al otro a sus exigencias por lo mismo. Si el contexto y el código es lo suficientemente común, el intercambio dialógico puede aparentar suficiencia, hay un diálogo en efecto, pero es altamente probable que, considerando los distintos modelos de pensamiento o conciencias individuales, sea un diálogo falso, una re-presentación más del mundo.
No obstante sus deficiencias, el diálogo es el instrumento a la mano del hombre. Corrijo, es verdad que el lenguaje constituye al sujeto, pero al ser inherente a él, no puede quedarle fuera de alcance, de aprovechamiento.
La hermenéutica explica la comprensión humana de los signos, en primer lugar aquellos que son generados en nuestra circunstancia histórica.
Los signos del presente son fragmentos del diálogo ideal (el diálogo dialéctico, que produce conocimiento). Las personas se mantienen en la disposición de determinación por vía de la palabra, como una nueva especie de dialogantes.
¿Por qué la hermenéutica y no otra cosa? La hermenéutica es la escuela de moda, la tendencia de nuestro tiempo, el non plus ultra de las humanidades. ¿Qué ocurre? ¿A qué atiende esta presencia desmesurada? ¿Para qué nos sirve hoy? ¿Cómo se justifica su instalación en la academia? El arte de la interpretación no es una ciencia nueva, entonces ¿por qué su auge? ¿Cómo la filosofía de occidente está tan centrada en ella?
La hermenéutica se ha ocupado desde siempre de la dificultad básica de la interpretación, y esta dificultad no es ajena a uno de los elementos fundamentales de la civilización, el fenómeno de la escritura. Por medio de ella, los hombres han trascendido la condición finita de la emisión de una idea, han logrado el desarrollo de discursos que piensan la realidad y construyen mundo, territorios concebidos en términos prácticos e ideales para la libertad del hombre. No obstante, se han tenido que enfrentar al problema del distanciamiento, de la pérdida del contexto de la emisión así como de las condiciones que mantenía el diálogo generador del sentido enunciado. Esta complejidad es la que pretendo esbozar aquí.
El espíritu dialéctico del hombre. El ser humano es una realidad que se manifiesta a través del lenguaje. Lo cual quiere decir que genera distinciones y signos desde una continuidad, digamos la espacio-temporal, y acerca de esta misma continuidad. Es decir que es racional; predica actos y establece cualidades en las cosas. Esto último es muy burdamente lo que durante muchos siglos en la historia explicó la filosofía acerca del estado de cosas y la condición humana.
La cuestión nos aproxima a lo que llamamos metafísica, al compuesto, siguiendo la explicación aristotélica, entre la materia y la forma; a la dilucidación del ente y del papel del ejercicio humano de la razón. Es una discusión en la que la propia perspectiva hermenéutica, en algunas de sus instancias, ha querido entrar de lleno, para presentarse como punto de vista radical, y tiene muy buenos argumentos a su favor. Pero discutirlo no es la intención de esta exposición, sino mostrar, a manera de contribución, dos elementos de la historia que son imprescindibles para llegar a la conciencia de la condición histórica y ligüística del hombre.
Que el hombre sea racional quiere decir que es capaz, en alguna forma de realizar operaciones de alguna naturaleza distinta o modo diferente al resto de todo lo que acontece en el mundo. Supone la intelección, la estructuración u ordenamiento de objetos y/o definiciones. Supone además, muy especialmente, la capacidad de significar; la racionalidad humana no se opone a su comunicabilidad, ambas se autoimplican. El hombre se comunica sirviéndose de signos. Y así entendida la razón, como un juego de contrapesos entre presencias y ausencias, entendimientos y malentendidos, proposiciones y negaciones, el examen de la racionalidad revela a la dialéctica como medio por excelencia de ascensión al conocimiento de aquello que las palabras están idealmente representando.
La filosofía, antigua y moderna, se ha dedicado a la actividad dialéctica, pero ha llegado a una suerte de límite o agotamiento y no puede mantener, sin importantes alteraciones, la lógica interna que movía su impulso dialéctico productor del saber. La actividad dialéctica clásica es especulativa, esto es, monológica y monofónica. Oculta sin embargo su origen simple y finito en el manto de la noción de espíritu y de la historia. Emplea entonces, por medio de las tecnologías de los signos (y hay que prestar especial atención aquí a la escritura), formas de otras lógicas y de otras voces, enriqueciendo así su lógica líneal de dominación, pero manteniendo intacto su núcleo intencional. Semejante a un signo, una dialéctica de este orden clásico pone en lugar de sí misma los elementos de alguna alteridad ordinariamente reconocida, mas en el fondo, se mantiene idéntica, inalterada, y el sí mismo que rige el camino dialéctico no llega a ser rigurosamente otro.
El idealismo alemán mostró justamente esto en la historia, que hay una multiplicidad de intencionalidades desde las que podemos pensar en una soledad radical de las distintas conciencias. Que nuestra racionalidad no logra capturar la totalidad de las particularidades humanas y que hay una lógica de dominación detrás de todo orden positivo del mundo y que no puede determinarse racionalmente y en este sentido monológico y último, sobre el orden moral, estético y volitivo sin condenar posibilidades de ser o proyecciones deseables de la alteridad, y a esta última se le reconoce cierta autoridad por encima de la individualidad sola.
El hombre dialogante. Por diversas razones políticas, históricas y sociales (formas de cultura) el hombre contemporáneo se sabe radicalmente solo, aunque admite a la vez que no puede existir en el mundo sin los demás, que lo constituye un lenguaje y que este lenguaje tiene orígenes (y misterios) tanto individuales como colectivos. Este sentimiento de aislamiento ha derivado en distintos tipos de relativismo, desde el más sensato y razonable hasta el más inconsciente y oportunista. Pero también, ante la ausencia de poderosos edificios simbólicos que den fundamento a la realidad total, o a la secularización de las masas de estos edificios, y de que ya no haya un sentido universal de la vida humana, los individuos están presionados constantemente a construirse una proyección de sí mismos, a ir montando su propia subjetividad y cuidar de su sola persona. La actitud ordinaria del hombre, pese a que no sea conciente de toda esta situación, se mantiene, en general, dentro de una pesquisa por la identidad de su persona, y tiene que lidiar mientras lo hace con la diferencia aunque no haga conciencia de ella debido a cierta irreflexión.
La búsqueda de elementos para la propia subjetividad inclina al hombre contemporáneo a buscar su diálogo ideal particular. Este diálogo no tiene por qué estar encaminado hacia la consecución del conocimiento como la filosofía nos ha querido hacer pensar de todo diálogo y tampoco tiene que ser ajeno a un esquema de representación clásica en donde el mundo tiene que ser justo como se lo ordena. De lo que se trata es de individuos buscando un diálogo que no tiene contenidos o presupuestos obligatorios y que así de diverso y plural como se presenta posee muchas dificultades e impedimentos para su realización.
Si la racionalidad que presupone el acto de dialogar ya no se entiende como búsqueda del fundamento último de la realidad, si no se lo supedita a la dialéctica y se posibilita que se desarrolle libremente en cada individuo en su circunstancia de saber específica, entonces el fin del diálogo es comunicar. La gente pretende comunicarse y sabe, que porque está sola, no lo hará perfectamente, sólo en parte.
Esto encaja con la afirmación de la intrasmisibilidad de la experiencia y con la importancia del discurso o del lenguaje como acontecimiento, de la suficiencia del hecho de hablar y escuchar.
El individuo aspira a un diálogo que satisfaga su intencionalidad, e introducirá al otro a sus exigencias por lo mismo. Si el contexto y el código es lo suficientemente común, el intercambio dialógico puede aparentar suficiencia, hay un diálogo en efecto, pero es altamente probable que, considerando los distintos modelos de pensamiento o conciencias individuales, sea un diálogo falso, una re-presentación más del mundo.
No obstante sus deficiencias, el diálogo es el instrumento a la mano del hombre. Corrijo, es verdad que el lenguaje constituye al sujeto, pero al ser inherente a él, no puede quedarle fuera de alcance, de aprovechamiento.
La hermenéutica explica la comprensión humana de los signos, en primer lugar aquellos que son generados en nuestra circunstancia histórica.
Los signos del presente son fragmentos del diálogo ideal (el diálogo dialéctico, que produce conocimiento). Las personas se mantienen en la disposición de determinación por vía de la palabra, como una nueva especie de dialogantes.
lunes, 29 de junio de 2009
Fichte y Schelling: dos fundamentos del conocimiento del ser
El yo presentador
No soy un intelectual. Ser uno, aunque sea en sus albores, no corresponde con mi circunstancia social por un lado mientras que por el otro mis propias convicciones espirituales no me mueven a generarme las condiciones de posibilidad desde las cuales podría llegar a serlo. Así es como intento patéticamente disculparme por no conocer la historia de las ideas a profundidad y por tener a muchas de las joyas de la tradición como un misterio total. Dado que estudio mal, como sólo yo puedo estudiar mal, es hasta ahora, a poco tiempo de concluir mi carrera en la Facultad de Filosofía, que he adquirido detalles acerca de dos de los filósofos importantes de la historia de la filosofía: Fichte y Schelling. Había escuchado de ellos minucias, leído igualmente insignificancias, pero lo que ahora presento nace de la lectura de un buen manual de historia de la filosofía (el Copleston) sobre estos dos tipos. También porque me lo requieren para aprobar un curso, mas ya no entrego una sola cosa a la academia que no tenga un hilo de mi contraacademicidad, y no en el sentido del célebre texto de Augustinus. Diré en cada apartado sobre estos dos hombres bastantes inexactitudes. Las razones por las cuales cometo estos atropellos no las haré tácitas, que baste la confesión de mi ignorancia y las burlas, chocarrerías o adjetivos descalificadores a los que el lector quiera someter este escrito o mi persona. Las falacias son siempre bienvenidas en la vida. También tuve la ocasión de aproximarme con mayor tino a Hegel, pero de él no hablaré. Su sistema es bastante más completo por lo que alcanzo a ver y mi ignorancia con respecto a él es proporcionalmente mayor a la que me cargo en relación a Fichte y a Schelling. Jugar pues con su sistema como lo hago con el de Fichte es censurable incluso según mis criterios. De Schelling lamento quedar corto, se me agotó el espacio y las fuerzas.
Johann Gottlieb Fichte
La preocupación fundamental que guiará el pensamiento de Fichte es moral. Estará de acuerdo en la primacía de la razón práctica sobre la razón pura, pero no estará convencido en la unión entre estas dos críticas. La práctica de la norma moral y su desarrollo será la que motive a este autor a que busque el conocimiento (el cual era en aquellos tiempos equivalente a la ciencia), y no cualquier conocimiento, sino el de lo incondicionado. Y, como no podía hacerse otra filosofía que no fuera, al menos en principio, una filosofía del conocimiento o de la ciencia (legado del filósofo clásico más básico de nuestro tiempo Kant) Fichte se propuso en sus comienzos a encontrar los principios de la ciencia más general de todas, la filosofía, para así darle fundamentos más radicales que los que ofrecía el criticismo kantiano a las ciencias empíricas, y por último, ser un ejemplo moral de la época, es decir, ofreciendo un sentido metafísico de la moral humana y siendo también un sabio de su tiempo que cumpliese su papel en la historia.
Ante esta determinación de expresar los fundamentos de los fundamentos del mundo, o si se prefiere, las condiciones de posibilidad de las condiciones de posibilidad de las ciencias, es cuando tiene lugar la elección fichteana, la cual da pie al idealismo puro y definitiva separación entre la filosofía del anciano Kant y la de Fichte. Esta elección consiste en elegir, ante la experiencia, entendida como totalidad del sistema de representaciones, el tipo de filosofía que corresponde al tipo de hombre que se es, filosofía que uno desarrollará en lo sucesivo si ha de hacerse alguna. Fichte considera dos posibles alternativas filosóficas, el idealismo (que para este filósofo lo representaba la madurez de la civilización y su apuesta por la libertad) y el dogmatismo (que entonces se asociaba al determinismo y a la filosofía de Spinoza). La primera es la elección que ha de tomarse si la experiencia que se tiene, como hombre, está dominada por un sentimiento de libertad y la segunda es la adecuada si se experimenta ante la totalidad del sistema de representaciones un sentimiento de necesidad.
Sabemos que Fichte es el primero de los tres grandes representantes del idealismo alemán y que su preocupación por el fundamento de la moral en el hombre lo hará afirmar a la libertad antes que a la necesidad. Pero esta elección filosófica de nuestro autor no debe entrar en conflicto con la naturaleza fundamental del principio de toda ciencia que origine la doctrina de la ciencia; pues el conocimiento primero es el requisito indiscutible para ser el hombre moralmente mejor posible en un período determinado de la historia humana (Destino del sabio:120-123).
Ahora bien, el conocimiento tiene que vérselas con el mundo y sus limitaciones, con sus distintas negaciones de la libertad, a saber, la experiencia de la necesidad. Para resolver esta dificultad, Fichte radicaliza la filosofía kantiana, convierte el criticismo en idealismo metafísico. Desde el sujeto y su libertad inherente, penetrará en la dimensión noumética afirmando la inexistencia de la cosa en sí, es decir, desechando el noúmeno y dándole fundamento a la realidad, más allá del mundo de los fenómenos, dominio que ponía límite al conocimiento humano. Debido a esto, el fundamento que encontrará Fichte será un conocimiento fuera de todo límite, un incondicionado absoluto, infinito, trascendental.
La explicación del absoluto es la siguiente: a partir del yo soy (desde la elección fichteana idealista), de que somos una conciencia, nos damos cuenta de que somos concientes de algo: objetos; que siempre que el yo es conciente objetiviza, y que esta actividad lo que hace es determinar a los distintos entes del mundo, introducirlos en una visión finita de la realidad. Dado que el absoluto tiene que ser ilimitado (pues nada queda fuera de él en tanto que no hay noúmeno que limite al yo) no puede ser éste objeto alguno de la conciencia, y si algo nos revela la conciencia, es que a toda objetivación, determina, y que a esta determinación, le precede una actividad de determinación, actividad que no puede ser hecha objeto sin dejar de ser mera actividad, así que no es que se deduzca de la objetivización o determinación de los objetos, sino que se intuye, uno se hace conciente de ella por medio de una intuición intelectual (impresión directa e intelectiva), es decir, a través de una captación que nos inclina a pensar en esta capacidad infinita de determinación, acaso por alguna lógica, porque sin esta actividad pura, no podría hacerse propiamente nada en el sujeto; el sujeto no piensa en algo sin tener la capacidad de pensar en algo, el sujeto no determina su objeto si no tiene la capacidad infinita de determinación de objetos. Esta capacidad tiene que ser infinita porque el hombre (el yo) es radicalmente libre; porque en la concepción romántica el hombre debe ser un creador inagotable del producciones, y así lo manifiesta tanto el progreso científico como la depuración de la técnica artística, del mismo modo que la virtualmente interminable capacidad de aprendizaje y de captación de nuevos objetos de saber a lo largo de la vida. Probablemente el término no haya sido el más adecuado, pero Fichte llamó a esta capacidad infinita de determinación a la que se llega por vía de la intuición intelectual, y que sería el absoluto de su filosofía, simplemente “yo”, pero siempre refiriéndose a un yo puro, impersonal, trascendental, incondicionado, el yo mismo. Este principio nunca debe confundirse con el yo empírico del que hablaremos más adelante.
Si bien el idealismo sostiene que la filosofía se comienza desde el yo y que desde él basta para describir cómo es el mundo, está bastante lejos del subjetivismo; al menos el idealismo en su forma filosófica negaría que cualquier cosa pensada es efectivamente o que le corresponde un hecho. Así, Fichte reconoce que algo se opone a las objetivizaciones de la conciencia, que en efecto hay un mundo concreto que aparentemente se nos impone, como si no fuera derivado del yo (no se olvide lo primario, que todo principio absoluto tendría que ser la causa última de todas nuestras experiencias y de toda la realidad, pues es el conocimiento más básico de todos, el primero de toda ciencia fundamentada como tal). Para Fichte, la creencia en un mundo exterior que nos impone los objetos está plenamente justificada en la idea, excelente, de la actividad inconciente del yo puro, de la que sólo podemos dar cuenta por medio de la reflexión trascendental. Explicamos:
Nada hay fuera del yo (es infinito), lo único que puede deducirse en rigor del “yo soy” es el “yo soy”, lo cual es decir que A=A, primera fase de la dialéctica de Fichte. Ahora, en un segundo momento (discutible si fuera o no del tiempo, estimamos que sí), el yo se limita a sí mismo desde sí mismo, introduciendo la figura de lo que no es el yo, el no-yo, la negatividad general como posibilidad de la capacidad infinita de determinación. El no-yo nace del yo imaginando (¿acaso fantaseando?, preguntamos nosotros) sin darse cuenta y esto lo enseña la historia pragmática de la conciencia y constituye, quizá accidentalmente, la segunda fase de la dialéctica del filósofo que no se deduce rigurosamente de la primera. En un tercer momento, ya autolimitado negativamente el yo trascendental en lo general, es decir, infinitamente, el yo puro adquiriría una contradicción en su ser si no se limitara también a sí mismo en un sentido positivo, generando así al yo empírico, que no es otro más que el yo concreto, el yo de determinada conciencia, el individual, el yo finito. El yo empírico significa la introducción de la delimitación de la actividad pura que es el yo, lo que la hace capacidad infinita de determinación, y esta capacidad genera finitos todos los objetos del yo empírico, haciendo que el no-yo sólo pueda pertenecer al yo-empírico, finito por definición. Esto es la tercera fase de la dialéctica de Fichte. El resultado es una conciencia ordinaria y concreta (empírica) que se encuentra con objetos que no son ella misma según su creencia, siempre que no haya tenido una reflexión trascendental que de cuenta de que los objetos han sido puestos por la actividad creativa de su yo trascendental.
La imaginación y el sistema del no-yo y del yo empírico no son descabellados en el sistema de Fichte, permiten dar el paso hacia el problema moral desde el conocimiento absoluto del yo. La clave es concebir esta imaginación como la actividad más propia del yo. El yo absoluto es una actividad productiva, creativa, no sólo de determinaciones u objetos, también de obstáculos para sí misma, esa es, por decirlo así, la esencia del no-yo: oponerse al yo. Pero a la vez, el yo trascendental, como actividad absoluta y creativa, también generará los elementos que le permitan superar los obstáculos que inconscientemente se ha autoimpuesto en la forma del no-yo. Los obstáculos del no-yo harán limitados los objetos del saber que las ciencias empíricas trabajen, lo cual es una determinación epistemológica. Mientras que las soluciones alcanzadas por el yo tendrán esta impronta de seguir ejerciendo la libertad del yo mismo, esto último es una determinación moral. Que se explica por medio de la noción teleológica de la autoactividad como esfuerzo de yo y la concepción histórica de la moralidad de Fichte, esto es, a manera de desarrollo, como un progreso moral que garantice siempre mayor libertad y nunca la desaparición de la misma. De donde se desprende que la generación de objetos del saber u objetos del mundo conocido nunca deben poner en riesgo la libertad de los hombres.
Friedrich Wilhelm Joseph Schelling
Schelling fue de esos jóvenes brillantes que tuvieron la sensibilidad y la lucidez suficiente para trazar el proyecto de su filosofía en términos muy amplios y generales. En nuestra opinión, esto le llevó a seguir un desarrollo bastante prolongado que hizo que durante las distintas etapas de su vida se dedicará a distintas áreas de su proyecto filosófico y por lo mismo los resultados de sus investigaciones no pudieron articularse sistemáticamente para la posterioridad. Esto quiere decir que tuvo la visión de lo que quería decir pero no fue capaz de transmitir su filosofía con la contundencia con la que los sistemas cerrados (y claramente terminados) se propalan.
En términos generales, la filosofía idealista (mote que nos parece le queda chico) de Schelling puede comprenderse como un movimiento metafilosófico que intentaba sintetizar al idealismo se su maestro por influencia Fichte con lo que éste no pudo admitir en su elección del tipo de filosofía: el dogmatismo. Schelling admitía la importancia del yo como actividad sin fin, pero no podía dejar en una posición derivada a los objetos del mundo. Por un lado, el dogmatismo estaba representado por la filosofía de Spinoza pero por el otro por la afirmación de los objetos fuera de la conciencia, que Schelling cobijó en el concepto, sino exactamente romántico, sí romantizado de naturaleza. Fue justamente el desarrollo teórico conceptual de la filosofía de la naturaleza lo que dividió a Schelling de Fichte, aunque nunca lo abandonaría completamente, pues lo retomaría para su filosofía trascendental. La filosofía sintética de Schelling pretendía desarrollar la idea de representación que Fichte había utilizado para hablar de la experiencia; veía en esta figura la capacidad de conciliar o unir al sujeto y al objeto, pero en un sentido fundamental, pues Schelling también estaba dispuesto a hacer metafísica y a dilucidar el sentido absoluto del ser, el cómo de la realidad.
Para esto, Schelling tiene que romper con el yo trascendental fichteano, así como con la filosofía que rompe con toda posibilidad de libertad o dogmatismo. Dirá que la actividad determinadora del yo es en efecto infinita, pero no como actividad pura que pueda separarse en una unidad de los objetos. A todo yo o sujeto, según sería esto, le correspondería infinitamente un objeto, y esta relación quedaría fundida por la representación. La unidad fundamental de toda ciencia vendría a ser, según Schelling, esta unión entre sujeto, objeto y representación. Lo que acertadamente había notado Fichte, según este segundo idealista (insistimos, y algo más que idealista), era la actividad infinita de libertad del yo, pero esta libertad está fuera de la unidad tripartita de sujeto, objeto y representación, la excede. No puede haber según Schelling una sobrecarga del valor del absoluto ni en el sujeto ni en el objeto, tiene que estar de alguna manera en ellos pero sobre ellos. La intuición es la siguiente: el absoluto no es el yo puro, sino la identidad entre el sujeto y el objeto puros. Esta intuición tan absolutamente absoluta, que conjuga el absoluto propuesto por el idealismo de Fichte y el absoluto propuesto por Spinoza, vendría a problematizar a Schelling de un modo diferente la misión de la filosofía: si el sujeto y el objeto son idénticos, ¿cómo se explica el mundo?, o ¿por qué hay algo y no más bien nada? La no diferenciación del mundo unifica la realidad en algo simple, nos revela una proposición tentadoramente verdadera, pero no nos dice cómo llegamos a verla como la vemos, y más aún, no nos dice qué debemos hacer. En este sentido, la tesis principal de Schelling es profundamente ontológica pero escasamente epistemológica y también escasamente moral.
La guía de Schelling será, de algún modo, el espíritu romántico y la gran cantidad de influencias artísticas y teosóficas que recibió de sus amigos. Exaltó el poder de la imaginación creadora, del sentimiento y la intuición, por ello puede observarse alguna predilección por conservar la libertad infinita de Fichte. En el mismo sentido romántico, la naturaleza, vista como un todo orgánico y viviente tiene alguna ligera consistencia con la divinización o espiritualización de la naturaleza que puede apreciarse en el sistema spinoziano. El hombre tiene un lugar en el sistema natural, y la prueba de su participación dentro de la naturaleza son sus intuiciones, pasiones e instintos. Pero también el hombre es espíritu y se distingue de la naturaleza, aunque no se separa de ésta, por la actividad de la autoconciencia. De este modo lo natural en el hombre es su aspecto no reflexivo y lo espiritual en el mismo es su reflexión. La descripción moral de Schelling aquí será mantener esta distinción en cierto equilibrio: la reflexión que termina en sí misma, es propia de un espíritu enfermo, mientras que la actividad irreflexiva de la naturaleza no está dinamizando el espíritu en la naturaleza (de nuevo, por la concepción romántica de naturaleza) para que éste se conozca por medio de su propia manifestación (que sería el sentido o dirección de la naturaleza). El hombre puede reflexionar y darse cuenta de este problema generado por su autoconciencia, pero también puede resolverlo con su propia autoconciencia, y esto con la tesis de que la identidad entre el sujeto y el objeto tiene un análogo en la relación de identidad que hay entre el espíritu y la naturaleza, que reza: lo ideal es idéntico a lo real; es decir que la forma del conocimiento se identifica con la forma de las cosas materiales u objetos naturales.
La identidad pura del acto eterno de conocimiento a la que Fichte alude se capta por medio de la intuición estética (por la cual ofrece una revaloración de la tercera crítica kantiana así como una filosofía del arte), en ella une lo ideal con lo real por medio de la unidad en el hombre de lo conciente y de lo inconciente a la que llega por la vía de la actividad productiva del espíritu y la naturaleza, también muy propia del romanticismo. Dejando a la obra artística como si se tratara de una máxima objetivización de la inteligencia para sí. Lo genial es la apelación a una lectura irreflexiva del mundo que puede muy bien pasar a la conciencia.
Son varias las descripciones que hará de la naturaleza para que ésta se asemeje a la reflexión de la filosofía trascendental que tiene por objeto de estudio al espíritu. El hecho de pensar a la naturaleza como organismo, por ejemplo, le otorga una finalidad a la existencia natural de las cosas, esto ayuda a enlazar la idea de que el mundo esté vivo, y a que sus componentes más inferiores, como las piedras, tengan alguna relación con el espíritu. La historia de la naturaleza para Schelling tendrá por objeto hacer elocuente la tesis de que naturaleza y espíritu se unen en la identidad entre el ser percibido y el ser que percibe. La mirada conciliadora entre el idealismo y el dogmatismo en las formas de la filosofía trascendental y la filosofía de la naturaleza será, aunque insuficientemente sistemática, bastante cercana al culmen de la Modernidad que Hegel expresará en su filosofía del espíritu.
Copleston, Frederick Charles (2004). Historia de la filosofía VII de Fichte a Nietzsche, Barcelona: Ariel.
Fichte, Johann Gottlieb (2002). Algunas lecciones sobre el destino del sabio, Madrid: Istmo.
El yo presentador
No soy un intelectual. Ser uno, aunque sea en sus albores, no corresponde con mi circunstancia social por un lado mientras que por el otro mis propias convicciones espirituales no me mueven a generarme las condiciones de posibilidad desde las cuales podría llegar a serlo. Así es como intento patéticamente disculparme por no conocer la historia de las ideas a profundidad y por tener a muchas de las joyas de la tradición como un misterio total. Dado que estudio mal, como sólo yo puedo estudiar mal, es hasta ahora, a poco tiempo de concluir mi carrera en la Facultad de Filosofía, que he adquirido detalles acerca de dos de los filósofos importantes de la historia de la filosofía: Fichte y Schelling. Había escuchado de ellos minucias, leído igualmente insignificancias, pero lo que ahora presento nace de la lectura de un buen manual de historia de la filosofía (el Copleston) sobre estos dos tipos. También porque me lo requieren para aprobar un curso, mas ya no entrego una sola cosa a la academia que no tenga un hilo de mi contraacademicidad, y no en el sentido del célebre texto de Augustinus. Diré en cada apartado sobre estos dos hombres bastantes inexactitudes. Las razones por las cuales cometo estos atropellos no las haré tácitas, que baste la confesión de mi ignorancia y las burlas, chocarrerías o adjetivos descalificadores a los que el lector quiera someter este escrito o mi persona. Las falacias son siempre bienvenidas en la vida. También tuve la ocasión de aproximarme con mayor tino a Hegel, pero de él no hablaré. Su sistema es bastante más completo por lo que alcanzo a ver y mi ignorancia con respecto a él es proporcionalmente mayor a la que me cargo en relación a Fichte y a Schelling. Jugar pues con su sistema como lo hago con el de Fichte es censurable incluso según mis criterios. De Schelling lamento quedar corto, se me agotó el espacio y las fuerzas.
Johann Gottlieb Fichte
La preocupación fundamental que guiará el pensamiento de Fichte es moral. Estará de acuerdo en la primacía de la razón práctica sobre la razón pura, pero no estará convencido en la unión entre estas dos críticas. La práctica de la norma moral y su desarrollo será la que motive a este autor a que busque el conocimiento (el cual era en aquellos tiempos equivalente a la ciencia), y no cualquier conocimiento, sino el de lo incondicionado. Y, como no podía hacerse otra filosofía que no fuera, al menos en principio, una filosofía del conocimiento o de la ciencia (legado del filósofo clásico más básico de nuestro tiempo Kant) Fichte se propuso en sus comienzos a encontrar los principios de la ciencia más general de todas, la filosofía, para así darle fundamentos más radicales que los que ofrecía el criticismo kantiano a las ciencias empíricas, y por último, ser un ejemplo moral de la época, es decir, ofreciendo un sentido metafísico de la moral humana y siendo también un sabio de su tiempo que cumpliese su papel en la historia.
Ante esta determinación de expresar los fundamentos de los fundamentos del mundo, o si se prefiere, las condiciones de posibilidad de las condiciones de posibilidad de las ciencias, es cuando tiene lugar la elección fichteana, la cual da pie al idealismo puro y definitiva separación entre la filosofía del anciano Kant y la de Fichte. Esta elección consiste en elegir, ante la experiencia, entendida como totalidad del sistema de representaciones, el tipo de filosofía que corresponde al tipo de hombre que se es, filosofía que uno desarrollará en lo sucesivo si ha de hacerse alguna. Fichte considera dos posibles alternativas filosóficas, el idealismo (que para este filósofo lo representaba la madurez de la civilización y su apuesta por la libertad) y el dogmatismo (que entonces se asociaba al determinismo y a la filosofía de Spinoza). La primera es la elección que ha de tomarse si la experiencia que se tiene, como hombre, está dominada por un sentimiento de libertad y la segunda es la adecuada si se experimenta ante la totalidad del sistema de representaciones un sentimiento de necesidad.
Sabemos que Fichte es el primero de los tres grandes representantes del idealismo alemán y que su preocupación por el fundamento de la moral en el hombre lo hará afirmar a la libertad antes que a la necesidad. Pero esta elección filosófica de nuestro autor no debe entrar en conflicto con la naturaleza fundamental del principio de toda ciencia que origine la doctrina de la ciencia; pues el conocimiento primero es el requisito indiscutible para ser el hombre moralmente mejor posible en un período determinado de la historia humana (Destino del sabio:120-123).
Ahora bien, el conocimiento tiene que vérselas con el mundo y sus limitaciones, con sus distintas negaciones de la libertad, a saber, la experiencia de la necesidad. Para resolver esta dificultad, Fichte radicaliza la filosofía kantiana, convierte el criticismo en idealismo metafísico. Desde el sujeto y su libertad inherente, penetrará en la dimensión noumética afirmando la inexistencia de la cosa en sí, es decir, desechando el noúmeno y dándole fundamento a la realidad, más allá del mundo de los fenómenos, dominio que ponía límite al conocimiento humano. Debido a esto, el fundamento que encontrará Fichte será un conocimiento fuera de todo límite, un incondicionado absoluto, infinito, trascendental.
La explicación del absoluto es la siguiente: a partir del yo soy (desde la elección fichteana idealista), de que somos una conciencia, nos damos cuenta de que somos concientes de algo: objetos; que siempre que el yo es conciente objetiviza, y que esta actividad lo que hace es determinar a los distintos entes del mundo, introducirlos en una visión finita de la realidad. Dado que el absoluto tiene que ser ilimitado (pues nada queda fuera de él en tanto que no hay noúmeno que limite al yo) no puede ser éste objeto alguno de la conciencia, y si algo nos revela la conciencia, es que a toda objetivación, determina, y que a esta determinación, le precede una actividad de determinación, actividad que no puede ser hecha objeto sin dejar de ser mera actividad, así que no es que se deduzca de la objetivización o determinación de los objetos, sino que se intuye, uno se hace conciente de ella por medio de una intuición intelectual (impresión directa e intelectiva), es decir, a través de una captación que nos inclina a pensar en esta capacidad infinita de determinación, acaso por alguna lógica, porque sin esta actividad pura, no podría hacerse propiamente nada en el sujeto; el sujeto no piensa en algo sin tener la capacidad de pensar en algo, el sujeto no determina su objeto si no tiene la capacidad infinita de determinación de objetos. Esta capacidad tiene que ser infinita porque el hombre (el yo) es radicalmente libre; porque en la concepción romántica el hombre debe ser un creador inagotable del producciones, y así lo manifiesta tanto el progreso científico como la depuración de la técnica artística, del mismo modo que la virtualmente interminable capacidad de aprendizaje y de captación de nuevos objetos de saber a lo largo de la vida. Probablemente el término no haya sido el más adecuado, pero Fichte llamó a esta capacidad infinita de determinación a la que se llega por vía de la intuición intelectual, y que sería el absoluto de su filosofía, simplemente “yo”, pero siempre refiriéndose a un yo puro, impersonal, trascendental, incondicionado, el yo mismo. Este principio nunca debe confundirse con el yo empírico del que hablaremos más adelante.
Si bien el idealismo sostiene que la filosofía se comienza desde el yo y que desde él basta para describir cómo es el mundo, está bastante lejos del subjetivismo; al menos el idealismo en su forma filosófica negaría que cualquier cosa pensada es efectivamente o que le corresponde un hecho. Así, Fichte reconoce que algo se opone a las objetivizaciones de la conciencia, que en efecto hay un mundo concreto que aparentemente se nos impone, como si no fuera derivado del yo (no se olvide lo primario, que todo principio absoluto tendría que ser la causa última de todas nuestras experiencias y de toda la realidad, pues es el conocimiento más básico de todos, el primero de toda ciencia fundamentada como tal). Para Fichte, la creencia en un mundo exterior que nos impone los objetos está plenamente justificada en la idea, excelente, de la actividad inconciente del yo puro, de la que sólo podemos dar cuenta por medio de la reflexión trascendental. Explicamos:
Nada hay fuera del yo (es infinito), lo único que puede deducirse en rigor del “yo soy” es el “yo soy”, lo cual es decir que A=A, primera fase de la dialéctica de Fichte. Ahora, en un segundo momento (discutible si fuera o no del tiempo, estimamos que sí), el yo se limita a sí mismo desde sí mismo, introduciendo la figura de lo que no es el yo, el no-yo, la negatividad general como posibilidad de la capacidad infinita de determinación. El no-yo nace del yo imaginando (¿acaso fantaseando?, preguntamos nosotros) sin darse cuenta y esto lo enseña la historia pragmática de la conciencia y constituye, quizá accidentalmente, la segunda fase de la dialéctica del filósofo que no se deduce rigurosamente de la primera. En un tercer momento, ya autolimitado negativamente el yo trascendental en lo general, es decir, infinitamente, el yo puro adquiriría una contradicción en su ser si no se limitara también a sí mismo en un sentido positivo, generando así al yo empírico, que no es otro más que el yo concreto, el yo de determinada conciencia, el individual, el yo finito. El yo empírico significa la introducción de la delimitación de la actividad pura que es el yo, lo que la hace capacidad infinita de determinación, y esta capacidad genera finitos todos los objetos del yo empírico, haciendo que el no-yo sólo pueda pertenecer al yo-empírico, finito por definición. Esto es la tercera fase de la dialéctica de Fichte. El resultado es una conciencia ordinaria y concreta (empírica) que se encuentra con objetos que no son ella misma según su creencia, siempre que no haya tenido una reflexión trascendental que de cuenta de que los objetos han sido puestos por la actividad creativa de su yo trascendental.
La imaginación y el sistema del no-yo y del yo empírico no son descabellados en el sistema de Fichte, permiten dar el paso hacia el problema moral desde el conocimiento absoluto del yo. La clave es concebir esta imaginación como la actividad más propia del yo. El yo absoluto es una actividad productiva, creativa, no sólo de determinaciones u objetos, también de obstáculos para sí misma, esa es, por decirlo así, la esencia del no-yo: oponerse al yo. Pero a la vez, el yo trascendental, como actividad absoluta y creativa, también generará los elementos que le permitan superar los obstáculos que inconscientemente se ha autoimpuesto en la forma del no-yo. Los obstáculos del no-yo harán limitados los objetos del saber que las ciencias empíricas trabajen, lo cual es una determinación epistemológica. Mientras que las soluciones alcanzadas por el yo tendrán esta impronta de seguir ejerciendo la libertad del yo mismo, esto último es una determinación moral. Que se explica por medio de la noción teleológica de la autoactividad como esfuerzo de yo y la concepción histórica de la moralidad de Fichte, esto es, a manera de desarrollo, como un progreso moral que garantice siempre mayor libertad y nunca la desaparición de la misma. De donde se desprende que la generación de objetos del saber u objetos del mundo conocido nunca deben poner en riesgo la libertad de los hombres.
Friedrich Wilhelm Joseph Schelling
Schelling fue de esos jóvenes brillantes que tuvieron la sensibilidad y la lucidez suficiente para trazar el proyecto de su filosofía en términos muy amplios y generales. En nuestra opinión, esto le llevó a seguir un desarrollo bastante prolongado que hizo que durante las distintas etapas de su vida se dedicará a distintas áreas de su proyecto filosófico y por lo mismo los resultados de sus investigaciones no pudieron articularse sistemáticamente para la posterioridad. Esto quiere decir que tuvo la visión de lo que quería decir pero no fue capaz de transmitir su filosofía con la contundencia con la que los sistemas cerrados (y claramente terminados) se propalan.
En términos generales, la filosofía idealista (mote que nos parece le queda chico) de Schelling puede comprenderse como un movimiento metafilosófico que intentaba sintetizar al idealismo se su maestro por influencia Fichte con lo que éste no pudo admitir en su elección del tipo de filosofía: el dogmatismo. Schelling admitía la importancia del yo como actividad sin fin, pero no podía dejar en una posición derivada a los objetos del mundo. Por un lado, el dogmatismo estaba representado por la filosofía de Spinoza pero por el otro por la afirmación de los objetos fuera de la conciencia, que Schelling cobijó en el concepto, sino exactamente romántico, sí romantizado de naturaleza. Fue justamente el desarrollo teórico conceptual de la filosofía de la naturaleza lo que dividió a Schelling de Fichte, aunque nunca lo abandonaría completamente, pues lo retomaría para su filosofía trascendental. La filosofía sintética de Schelling pretendía desarrollar la idea de representación que Fichte había utilizado para hablar de la experiencia; veía en esta figura la capacidad de conciliar o unir al sujeto y al objeto, pero en un sentido fundamental, pues Schelling también estaba dispuesto a hacer metafísica y a dilucidar el sentido absoluto del ser, el cómo de la realidad.
Para esto, Schelling tiene que romper con el yo trascendental fichteano, así como con la filosofía que rompe con toda posibilidad de libertad o dogmatismo. Dirá que la actividad determinadora del yo es en efecto infinita, pero no como actividad pura que pueda separarse en una unidad de los objetos. A todo yo o sujeto, según sería esto, le correspondería infinitamente un objeto, y esta relación quedaría fundida por la representación. La unidad fundamental de toda ciencia vendría a ser, según Schelling, esta unión entre sujeto, objeto y representación. Lo que acertadamente había notado Fichte, según este segundo idealista (insistimos, y algo más que idealista), era la actividad infinita de libertad del yo, pero esta libertad está fuera de la unidad tripartita de sujeto, objeto y representación, la excede. No puede haber según Schelling una sobrecarga del valor del absoluto ni en el sujeto ni en el objeto, tiene que estar de alguna manera en ellos pero sobre ellos. La intuición es la siguiente: el absoluto no es el yo puro, sino la identidad entre el sujeto y el objeto puros. Esta intuición tan absolutamente absoluta, que conjuga el absoluto propuesto por el idealismo de Fichte y el absoluto propuesto por Spinoza, vendría a problematizar a Schelling de un modo diferente la misión de la filosofía: si el sujeto y el objeto son idénticos, ¿cómo se explica el mundo?, o ¿por qué hay algo y no más bien nada? La no diferenciación del mundo unifica la realidad en algo simple, nos revela una proposición tentadoramente verdadera, pero no nos dice cómo llegamos a verla como la vemos, y más aún, no nos dice qué debemos hacer. En este sentido, la tesis principal de Schelling es profundamente ontológica pero escasamente epistemológica y también escasamente moral.
La guía de Schelling será, de algún modo, el espíritu romántico y la gran cantidad de influencias artísticas y teosóficas que recibió de sus amigos. Exaltó el poder de la imaginación creadora, del sentimiento y la intuición, por ello puede observarse alguna predilección por conservar la libertad infinita de Fichte. En el mismo sentido romántico, la naturaleza, vista como un todo orgánico y viviente tiene alguna ligera consistencia con la divinización o espiritualización de la naturaleza que puede apreciarse en el sistema spinoziano. El hombre tiene un lugar en el sistema natural, y la prueba de su participación dentro de la naturaleza son sus intuiciones, pasiones e instintos. Pero también el hombre es espíritu y se distingue de la naturaleza, aunque no se separa de ésta, por la actividad de la autoconciencia. De este modo lo natural en el hombre es su aspecto no reflexivo y lo espiritual en el mismo es su reflexión. La descripción moral de Schelling aquí será mantener esta distinción en cierto equilibrio: la reflexión que termina en sí misma, es propia de un espíritu enfermo, mientras que la actividad irreflexiva de la naturaleza no está dinamizando el espíritu en la naturaleza (de nuevo, por la concepción romántica de naturaleza) para que éste se conozca por medio de su propia manifestación (que sería el sentido o dirección de la naturaleza). El hombre puede reflexionar y darse cuenta de este problema generado por su autoconciencia, pero también puede resolverlo con su propia autoconciencia, y esto con la tesis de que la identidad entre el sujeto y el objeto tiene un análogo en la relación de identidad que hay entre el espíritu y la naturaleza, que reza: lo ideal es idéntico a lo real; es decir que la forma del conocimiento se identifica con la forma de las cosas materiales u objetos naturales.
La identidad pura del acto eterno de conocimiento a la que Fichte alude se capta por medio de la intuición estética (por la cual ofrece una revaloración de la tercera crítica kantiana así como una filosofía del arte), en ella une lo ideal con lo real por medio de la unidad en el hombre de lo conciente y de lo inconciente a la que llega por la vía de la actividad productiva del espíritu y la naturaleza, también muy propia del romanticismo. Dejando a la obra artística como si se tratara de una máxima objetivización de la inteligencia para sí. Lo genial es la apelación a una lectura irreflexiva del mundo que puede muy bien pasar a la conciencia.
Son varias las descripciones que hará de la naturaleza para que ésta se asemeje a la reflexión de la filosofía trascendental que tiene por objeto de estudio al espíritu. El hecho de pensar a la naturaleza como organismo, por ejemplo, le otorga una finalidad a la existencia natural de las cosas, esto ayuda a enlazar la idea de que el mundo esté vivo, y a que sus componentes más inferiores, como las piedras, tengan alguna relación con el espíritu. La historia de la naturaleza para Schelling tendrá por objeto hacer elocuente la tesis de que naturaleza y espíritu se unen en la identidad entre el ser percibido y el ser que percibe. La mirada conciliadora entre el idealismo y el dogmatismo en las formas de la filosofía trascendental y la filosofía de la naturaleza será, aunque insuficientemente sistemática, bastante cercana al culmen de la Modernidad que Hegel expresará en su filosofía del espíritu.
Copleston, Frederick Charles (2004). Historia de la filosofía VII de Fichte a Nietzsche, Barcelona: Ariel.
Fichte, Johann Gottlieb (2002). Algunas lecciones sobre el destino del sabio, Madrid: Istmo.
jueves, 18 de junio de 2009
Genio furioso extraviado
Quedé asombrado al encontrarme con este texto que había hecho hace ya algún tiempo. Es de entonces que era un hombre feliz pero muy estresado, de cuando estaba al borde de la enfermedad y necesitaba ayuda; al final de cuentas me alcanzó la desesperanza, sí enfermé y enloquecí un poquillo. No está de más decir que el texto me gustó, que no lo recordaba y que creo que rebasa en varios sentidos lo que actualmente soy. Afortunadamente pienso que ya estaba terminado, que sólo le faltaba ser guardado en su justo lugar. Recuerdo que fue antes de leer a Walter Benjamin. Lo transcribo aquí:
Quedé asombrado al encontrarme con este texto que había hecho hace ya algún tiempo. Es de entonces que era un hombre feliz pero muy estresado, de cuando estaba al borde de la enfermedad y necesitaba ayuda; al final de cuentas me alcanzó la desesperanza, sí enfermé y enloquecí un poquillo. No está de más decir que el texto me gustó, que no lo recordaba y que creo que rebasa en varios sentidos lo que actualmente soy. Afortunadamente pienso que ya estaba terminado, que sólo le faltaba ser guardado en su justo lugar. Recuerdo que fue antes de leer a Walter Benjamin. Lo transcribo aquí:
¿Puede algo hueco guiar nuestro camino? Cuando algo está hueco y se abre no encontramos nada dentro. Pero podría ocurrir que eso que no encontramos sea justamente lo que no deseamos o no podemos ver. ¿Cómo encontrar algo así, que o bien no se quiere o bien no lo podemos tomar? Puede ocurrir que no lo deseamos y no lo encontramos, ¿es eso indeseable? Y si no lo vemos, ¿es indeseable?
Qué odiosa situación.
Los caminos cerrados son una realidad, y los abiertos, a la luz de la razón, son atinados o errados, a veces, para los más aptos caminantes, el misterio de nuestra participación.
No necesitamos titubear, nada significativo supone no tener de esto respuesta racional. Basta responder llevados de la mano divina. La naturaleza no ha sido purificada, los dioses han de ocupar su lugar en la actualidad.
No seamos torpes, no caemos por no saber, caemos porque nos tocaba caer. No seamos tontos, no caemos por el destino, caemos porque no sabiamos andar entonces.
Saber y padecer, modos de ser, modos de existir. ¿Cabe otra ontología? ¿No será acaso que estamos engañados bajo las categorias ontológicas actuales como historicidad y lingüisticidad? ¿Por qué la realidad no debería tener algún grado de formalidad? ¿Acaso no podemos, no estamos capacitados, para encontrar la unión, el pacto entre nuestro querer, nuestro hacer y nuestro no hacer ni querer? La realidad debiera ser mucho más simple y sintetizada, ¿por qué no puede ser de otro modo la actual? Estoy pensándolo porque es digno de ser pensado, no porque esto sea superfluo. Creo en la posibilidad, dénme la oportunidad de la duda, de la pasión y la rebelión, de la caída de ángeles rebeldes, de los mostruos oscuros y caóticos.1º de julio de 2007
sábado, 13 de junio de 2009
La calidad del Rey
Toda vez que camina bajo el Sol siente que sus energías se drenan, que ese Sol arriba, inenfrentable, es lastimero, opacante, que no regala luz, sino calor de malestar. Le piden que lo alabe, le piden que trabaje para él y para sus descendientes divinos. Hace mucho habría claudicado, pero siempre obedece, pues cerca a sus límites, antes de la zozobra, el calor disminuye, las sombras lo cubren, lo relajan, y su entendimiento pobre confirma que el cruel Rey Celeste tiene alguna piedad por sus servidores, compasión que ciertamente nunca alcanza a ver a través de los látigos sanguiñolentos que golpean a los más débiles obreros del Sol.
Desciende las colinas en compañía de una multitud de las cientos que hay, lleva como los demás el torso descubierto, las ropas bajas hechas girones. Cuerdas, troncos y rocas son los materiales que contribuye a domeñar para los señores solares. El polvo lo mantiene con la boca cerrada, concentrado en la respiración y en la tarea. El Sol vigila capataz todo lo que hace, lo oprime con su poder, lo quema, lo hace sudar, consume sus fuerzas y deslumbra con esos suelos despojados, páramos de codicia. Ya cuesta arriba, entiende mejor que no necesita ver bien, que sólo precisa de sus manos fuertes y callosas, de su espalda y sus piernas endurecidas para hacer su labor. A veces, cuando descansa un segundo, enjuga su sudor, oculta en sus arrugas parte de la tierra que lo cubre, toma aliento, y vuelve a jalar, a empujar, o a levantar. Repetido el proceso varias veces insufribles, el Sol se retira, nunca herido, sólo satisfecho. Y él olvida con la noche.
No todo lo pierde luego del alivio. Antes del amanecer lo reconoce, sabe que estará otra vez arriba, implacable. Lo irrita no poder verlo a la cara, saber que mirar arriba significa eludirlo. Saber cómo quedó dentro de esta red de tensiones y distensiones está más allá de su entendimiento. Vive y muere por ese calor sucio y hostil, por esa cabeza fría, torpe y sumisa que tiene.
Toda vez que camina bajo el Sol siente que sus energías se drenan, que ese Sol arriba, inenfrentable, es lastimero, opacante, que no regala luz, sino calor de malestar. Le piden que lo alabe, le piden que trabaje para él y para sus descendientes divinos. Hace mucho habría claudicado, pero siempre obedece, pues cerca a sus límites, antes de la zozobra, el calor disminuye, las sombras lo cubren, lo relajan, y su entendimiento pobre confirma que el cruel Rey Celeste tiene alguna piedad por sus servidores, compasión que ciertamente nunca alcanza a ver a través de los látigos sanguiñolentos que golpean a los más débiles obreros del Sol.
Desciende las colinas en compañía de una multitud de las cientos que hay, lleva como los demás el torso descubierto, las ropas bajas hechas girones. Cuerdas, troncos y rocas son los materiales que contribuye a domeñar para los señores solares. El polvo lo mantiene con la boca cerrada, concentrado en la respiración y en la tarea. El Sol vigila capataz todo lo que hace, lo oprime con su poder, lo quema, lo hace sudar, consume sus fuerzas y deslumbra con esos suelos despojados, páramos de codicia. Ya cuesta arriba, entiende mejor que no necesita ver bien, que sólo precisa de sus manos fuertes y callosas, de su espalda y sus piernas endurecidas para hacer su labor. A veces, cuando descansa un segundo, enjuga su sudor, oculta en sus arrugas parte de la tierra que lo cubre, toma aliento, y vuelve a jalar, a empujar, o a levantar. Repetido el proceso varias veces insufribles, el Sol se retira, nunca herido, sólo satisfecho. Y él olvida con la noche.
No todo lo pierde luego del alivio. Antes del amanecer lo reconoce, sabe que estará otra vez arriba, implacable. Lo irrita no poder verlo a la cara, saber que mirar arriba significa eludirlo. Saber cómo quedó dentro de esta red de tensiones y distensiones está más allá de su entendimiento. Vive y muere por ese calor sucio y hostil, por esa cabeza fría, torpe y sumisa que tiene.
viernes, 5 de junio de 2009
Semejantes disociados
Algunos humanos son formados bajo el estricto régimen de lo que tiene que ser hecho. Estos hombres son los racionalmente construidos. Algunos de ellos tienen la suerte de estar respaldados por el conocimiento más puro inspirado en los sabios de los tiempos pasados. No podemos saber cuáles de todos estos hombres así formados están respaldados y cuáles no; así que hay que tratarlos, en general, como si todos ellos pudieran estar en lo correcto, a menos que haya una fuerte urgencia por mostrar el error a estos hombres que --hay que reconocerlo-- son un poco impertinentes.
Y es que ellos son de los pocos a los que se les puede aplicar la analogía del reloj que tanto se pensó en la naturaleza y en las cosas inertes. Además, por ser tan metódicos, adquieren hábitos circulares, aunque a ratos parecen sobre todo cuadrados; sus comentarios, por ejemplo, son un tanto predecibles. Pero esto contribuye a que su comportamiento sea bastante vistoso, se nota que no son completamente humanos, cuando menos no como los que se cosecha hoy en día; es decir que no son sólo esclavos de la Libertad, sino también de sus propias cadenas u obligaciones concientes.
Entre sus gracias está tener claro la mayor parte del tiempo qué tienen en su mente o qué pretenden hacer de su vida. Son incluso hasta convencibles, una forma de relación por cierto poco frecuente, debido especialmente al problema de la escucha, actividad en desuso luego de la fuga de la actitud religiosa en las liturgias de esta época.
No se trata por supuesto de hombres-máquina, no están completamente construidos de modo racional, pues son bastante humanos; comparten la fragilidad de sus extremidades y su piel; sienten el frío, el hambre, se queman; son débiles y tienen dudas. Pese a su ímpetu acartonado, pueden reconfigurarse en contenidos, pueden adquirir nuevos caracteres, adaptarse y ser buenos amigos. Esto último es lo principal que hay que decir, pues no hay amistades sin revelaciones, y cuando ellos revelan el siguiente paso de sus manecillas, algo se conmueve en el mundo silenciosamente, porque cada uno de estos hombres reloj, puede estar respaldado en lo que hace y piensa, puede saber algo de alguna provincia eidética extranjera de altura.
El momento de mayor bondad de los hombres racionalmente construidos es ese en el cual describen a otro su largas secuencias internas, revelan sus engranes, poleas, válvulas, motores, diafragmas y demás órganos similares e íntimos de su cuerpo. Son tan buenos, que además contrastan su complicadez con sus simples objetivos, y la razón de su aparatosa forma suele parecerle al otro tan tonta. Al final del generoso acto del hombre racional, éste no reparan que ha mostrado a otro, ante todo y contra su voluntad, que es un ser perverso, así que el otro huye, por higiene, ya no porque el racional sea verdaderamente malo.
El incauto no aprenderá una lección muy obvia en toda esta situación, el hecho de la amistad de un hombre racionalmente construido y el acto generoso de desglosarse, no es sino una ofrenda de poder. El hombre reloj se descubre, en la medida que le es posible, a otro, le ofrece saber las reglas de funcionamiento de su cuerpo armado, secuencializado. Si el otro fuera un hombre bueno, tomaría el poco conocimiento adquirido y trataría de hacer algo bueno con él (como mejorar el aparato revelado); si fuera malo, haría algo malo; pero si fuera normal, correría, porque no podría aceptar meter mano en la administración del pobre hombre reloj abierto-desnudo y vulnerable. Pero no se olvide la existencia de la amistad, del amor y de la caridad. Mas comprendamos que pasa esta otra cosa, que como la maquinaria del racionalmente construido es extensa, el tiempo generalmente no alcanza para que pueda exponerse, así que el que recibe la ofrenda de poder sospecha, prevé que algo se esconde más allá, desconfía y se aleja, no acepta nada, y la amistad no se promueve, por el contrario, para el hombre reloj, se abolla. Es una figura bastante triste, incluso su dolor resuena a metálico, y eso siendo, no lo olvidemos, bastante humano.
Algunos humanos son formados bajo el estricto régimen de lo que tiene que ser hecho. Estos hombres son los racionalmente construidos. Algunos de ellos tienen la suerte de estar respaldados por el conocimiento más puro inspirado en los sabios de los tiempos pasados. No podemos saber cuáles de todos estos hombres así formados están respaldados y cuáles no; así que hay que tratarlos, en general, como si todos ellos pudieran estar en lo correcto, a menos que haya una fuerte urgencia por mostrar el error a estos hombres que --hay que reconocerlo-- son un poco impertinentes.
Y es que ellos son de los pocos a los que se les puede aplicar la analogía del reloj que tanto se pensó en la naturaleza y en las cosas inertes. Además, por ser tan metódicos, adquieren hábitos circulares, aunque a ratos parecen sobre todo cuadrados; sus comentarios, por ejemplo, son un tanto predecibles. Pero esto contribuye a que su comportamiento sea bastante vistoso, se nota que no son completamente humanos, cuando menos no como los que se cosecha hoy en día; es decir que no son sólo esclavos de la Libertad, sino también de sus propias cadenas u obligaciones concientes.
Entre sus gracias está tener claro la mayor parte del tiempo qué tienen en su mente o qué pretenden hacer de su vida. Son incluso hasta convencibles, una forma de relación por cierto poco frecuente, debido especialmente al problema de la escucha, actividad en desuso luego de la fuga de la actitud religiosa en las liturgias de esta época.
No se trata por supuesto de hombres-máquina, no están completamente construidos de modo racional, pues son bastante humanos; comparten la fragilidad de sus extremidades y su piel; sienten el frío, el hambre, se queman; son débiles y tienen dudas. Pese a su ímpetu acartonado, pueden reconfigurarse en contenidos, pueden adquirir nuevos caracteres, adaptarse y ser buenos amigos. Esto último es lo principal que hay que decir, pues no hay amistades sin revelaciones, y cuando ellos revelan el siguiente paso de sus manecillas, algo se conmueve en el mundo silenciosamente, porque cada uno de estos hombres reloj, puede estar respaldado en lo que hace y piensa, puede saber algo de alguna provincia eidética extranjera de altura.
El momento de mayor bondad de los hombres racionalmente construidos es ese en el cual describen a otro su largas secuencias internas, revelan sus engranes, poleas, válvulas, motores, diafragmas y demás órganos similares e íntimos de su cuerpo. Son tan buenos, que además contrastan su complicadez con sus simples objetivos, y la razón de su aparatosa forma suele parecerle al otro tan tonta. Al final del generoso acto del hombre racional, éste no reparan que ha mostrado a otro, ante todo y contra su voluntad, que es un ser perverso, así que el otro huye, por higiene, ya no porque el racional sea verdaderamente malo.
El incauto no aprenderá una lección muy obvia en toda esta situación, el hecho de la amistad de un hombre racionalmente construido y el acto generoso de desglosarse, no es sino una ofrenda de poder. El hombre reloj se descubre, en la medida que le es posible, a otro, le ofrece saber las reglas de funcionamiento de su cuerpo armado, secuencializado. Si el otro fuera un hombre bueno, tomaría el poco conocimiento adquirido y trataría de hacer algo bueno con él (como mejorar el aparato revelado); si fuera malo, haría algo malo; pero si fuera normal, correría, porque no podría aceptar meter mano en la administración del pobre hombre reloj abierto-desnudo y vulnerable. Pero no se olvide la existencia de la amistad, del amor y de la caridad. Mas comprendamos que pasa esta otra cosa, que como la maquinaria del racionalmente construido es extensa, el tiempo generalmente no alcanza para que pueda exponerse, así que el que recibe la ofrenda de poder sospecha, prevé que algo se esconde más allá, desconfía y se aleja, no acepta nada, y la amistad no se promueve, por el contrario, para el hombre reloj, se abolla. Es una figura bastante triste, incluso su dolor resuena a metálico, y eso siendo, no lo olvidemos, bastante humano.
jueves, 4 de junio de 2009
El increíble caso de cómo la Wikipedia acongojó el corazón de todos los hombres que son cierto hombre y de los tinteros tan grandes como las mesas así como de los compromisos barrocos que no vale la pena explicar
Todos los hombres que son yo tienen a su torre de la vida y no conocen en los años distingos.
Son como la Plaza de San Marcos. Todos ellos tienen a una elevada y sonora forma llamada Campanario de San Marcos. Su campanario actual fue inaugurado en un día tal, llamado el cinco veces cinco del tres veces dentro de doce. Pero el anterior, porque siempre hay el anterior, fue vencido un día tal, llamado el dos veces las dos veces tres más lo uno pero de la mitad del mismo número.
Siempre el Campanario anterior de todos ellos cae en el infinito, justo en la duplicación del día en que todos ellos nacieron.
Y esto lo enseña la Wikipedia, que todos los hombres que son yo son como la Plaza de San Marcos independientemente de sus años y que la de la vida es el Campanario de San Marcos.
Sólo las casualidades son determinantes en la cuestion de la libertad.
- - - - -
Ahora sé que aquella forma es mi Campanile di San Marco y que la idea menos confortante que me guardo es dov'era e com'era.
Todos los hombres que son yo tienen a su torre de la vida y no conocen en los años distingos.
Son como la Plaza de San Marcos. Todos ellos tienen a una elevada y sonora forma llamada Campanario de San Marcos. Su campanario actual fue inaugurado en un día tal, llamado el cinco veces cinco del tres veces dentro de doce. Pero el anterior, porque siempre hay el anterior, fue vencido un día tal, llamado el dos veces las dos veces tres más lo uno pero de la mitad del mismo número.
Siempre el Campanario anterior de todos ellos cae en el infinito, justo en la duplicación del día en que todos ellos nacieron.
Y esto lo enseña la Wikipedia, que todos los hombres que son yo son como la Plaza de San Marcos independientemente de sus años y que la de la vida es el Campanario de San Marcos.
Sólo las casualidades son determinantes en la cuestion de la libertad.
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Ahora sé que aquella forma es mi Campanile di San Marco y que la idea menos confortante que me guardo es dov'era e com'era.
sábado, 30 de mayo de 2009
Dos preguntas especiales
¿Cómo es ese caudal, esa inmensa realidad preteórica, semejante a cualquiera de las cosas y a ninguna, tan aludida como indeterminación y evocación de los milenios?
¿Qué es esa magnífica complejidad que posibilita el momento en el que algo determinado, por ejemplo, un yo-mente, pueda ser olvidado sin ningún pesar y que del mismo modo permite el momento del desolvido, trayendo a cuento sin más espíritu, forma, persona o cosa?
¿Cómo es ese caudal, esa inmensa realidad preteórica, semejante a cualquiera de las cosas y a ninguna, tan aludida como indeterminación y evocación de los milenios?
¿Qué es esa magnífica complejidad que posibilita el momento en el que algo determinado, por ejemplo, un yo-mente, pueda ser olvidado sin ningún pesar y que del mismo modo permite el momento del desolvido, trayendo a cuento sin más espíritu, forma, persona o cosa?
miércoles, 20 de mayo de 2009
viernes, 15 de mayo de 2009
Molestia tonta
Finalmente lo lograron, los más aptos se confiaron. El servicio de correo electrónico de Gmail que me tenía tan satisfecho desde hace unos cuatro años ha terminado por desesperarme: en uno de cada dos accesos no puedo leer ninguno de mis mensajes, tampoco me deja administrar nada. El otro correo, el clásico del Messenger, sigue siendo fiel a la utilidad más inmediata que es leer mensajes... Mugroso Hotmail, cómo es posible que desplace de mi vida lo que es, a todas luces, mejor que él.
Finalmente lo lograron, los más aptos se confiaron. El servicio de correo electrónico de Gmail que me tenía tan satisfecho desde hace unos cuatro años ha terminado por desesperarme: en uno de cada dos accesos no puedo leer ninguno de mis mensajes, tampoco me deja administrar nada. El otro correo, el clásico del Messenger, sigue siendo fiel a la utilidad más inmediata que es leer mensajes... Mugroso Hotmail, cómo es posible que desplace de mi vida lo que es, a todas luces, mejor que él.
jueves, 14 de mayo de 2009
El Ser es...
Cuando se dice, se lee, se escribe, "el Ser es" parece que se habla de una cosa muy rara. A más de uno le he visto cara de extrañeza al tratar de entender esto. En parte porque Heidegger tiene razón al señalar que en esta forma sustantivizamos una función copulativa. Por cosas muy básicas de la lengua, verbos transitivos, intransitivos y copulativos, "ser" es un verbo de este tercer grupo. Sustantivizarlo, elevarlo (o degradarlo) a la categoría nominal genera alguna confusión en aquellos que, con razón, no ven una fórmula bien formoda en "el Ser es". Para empezar, ¿por qué la mayúscula inicial? No es una jalada alemana que adoptemos para el español, como podría sugerir enterarse que los sustantivos en aquella lengua se escriben gramaticalmente con mayúscula inicial; es medieval, y por ser antigua se respeta. Sí, se escribe la S grande como signo de pretensión, es una evocación de lo eterno, de la verdad profunda (Verdad), de la realidad de las cosas del mundo. Aunque el Ser aparezca de muchas formas como la nada no es menos cierto que el intento originario, su razón de ser, es decir cómo son las cosas en realidad; decir cómo es cualquiera de ellas o cómo son todas ellas, y es que por ser algo, las cosas ya tienen cierta lógica, cierta estructura. Que el Ser es es la primera gran historia de la metafísica. Es una historia en torno a lo ente y lo trascendente. Es una historia sobre la pregunta por el principio de las cosas. También es una historia sobre la cárcel del alma, que no es el cuerpo, y tampoco del alma, sino sobre el decir de la subjetividad.
No sé, de pronto no sé, si todavía se piensa (sí, impersonalmente) que el Ser es. Pero puedo aventurarme a decir qué se quiso decir con "el Ser es". Básicamente, que una cosa es una cosa. Es decir que una barba es una barba, como una silla es una silla; que un hombre es un hombre y una mujer una mujer; que el niño es niño, la ropa ropa, la célula célula, el cáncer cáncer, la carencia carencia, la justicia justicia, la muerte muerte y así con lo que siga. Todo el mundo es perfectamene coherente cuando las cosas son lo que son. Pero, terrible verdad, ¡oh ingenuidad!, la mentira, la falsedad, el equívoco también son en el mundo. El pensar positivo de la realidad suele olvidarse que el mundo está conformado de alteridades personales, que las cosas no son solamente lo que son, sino que también son lo que nos dicen que son. Ojalá sólo se tratara de lo que las cosas son y lo que se dicen que las cosas son. Pero no hay un subsuelo paralelo análogo a esta tensión entre el yo y los otros, es más complejo dado que los desdoblamientos permiten conformar al yo como rigurosa alteridad. La prisión de la subjetividad consiste en el poder ser inconsistente, en ser algo y no serlo. Como hablar lo infinito, lo eterno, lo absoluto, lo incondicionado es sólo una evocación y no una aprehensión el hombre no es libre de ser (decirse) perfectamente consistente.
Nada de esto nos salva por obligación del Ser, justo como una segunda prisión no nos libera necesariamente de una primera. No hay ruptura, siempre hay modernidad. Este tiempo real, este presente y actualidad que no se iguala al pasado ni al futuro, porque algo se desconoce, se mantiene inconexo, y porque algo no es como aparenta ser. Todo aparenta gratuitamente, justo como todo es gratuitamente -ninguna casualidad al ser ambos copulativos-, pero no se conoce gratuitamente, no se sabe sin transpiración, sin dolorosa, angustiosa, argumentación. Práctica cruel y verdad de perogrullo afirmar criterios para negarle a otro el privilegio (el placer y el poder) de saber. Y no sorprende que el hombre le mienta al hombre. Maldita la historia. Condenadas las personas.
Aquí hay circunscritas suficientes razones para hablar pertinentemente de un sendero (precedente, trascendente, mitológico) a la divinidad, quizá sea teologalidad.
Cuando se dice, se lee, se escribe, "el Ser es" parece que se habla de una cosa muy rara. A más de uno le he visto cara de extrañeza al tratar de entender esto. En parte porque Heidegger tiene razón al señalar que en esta forma sustantivizamos una función copulativa. Por cosas muy básicas de la lengua, verbos transitivos, intransitivos y copulativos, "ser" es un verbo de este tercer grupo. Sustantivizarlo, elevarlo (o degradarlo) a la categoría nominal genera alguna confusión en aquellos que, con razón, no ven una fórmula bien formoda en "el Ser es". Para empezar, ¿por qué la mayúscula inicial? No es una jalada alemana que adoptemos para el español, como podría sugerir enterarse que los sustantivos en aquella lengua se escriben gramaticalmente con mayúscula inicial; es medieval, y por ser antigua se respeta. Sí, se escribe la S grande como signo de pretensión, es una evocación de lo eterno, de la verdad profunda (Verdad), de la realidad de las cosas del mundo. Aunque el Ser aparezca de muchas formas como la nada no es menos cierto que el intento originario, su razón de ser, es decir cómo son las cosas en realidad; decir cómo es cualquiera de ellas o cómo son todas ellas, y es que por ser algo, las cosas ya tienen cierta lógica, cierta estructura. Que el Ser es es la primera gran historia de la metafísica. Es una historia en torno a lo ente y lo trascendente. Es una historia sobre la pregunta por el principio de las cosas. También es una historia sobre la cárcel del alma, que no es el cuerpo, y tampoco del alma, sino sobre el decir de la subjetividad.
No sé, de pronto no sé, si todavía se piensa (sí, impersonalmente) que el Ser es. Pero puedo aventurarme a decir qué se quiso decir con "el Ser es". Básicamente, que una cosa es una cosa. Es decir que una barba es una barba, como una silla es una silla; que un hombre es un hombre y una mujer una mujer; que el niño es niño, la ropa ropa, la célula célula, el cáncer cáncer, la carencia carencia, la justicia justicia, la muerte muerte y así con lo que siga. Todo el mundo es perfectamene coherente cuando las cosas son lo que son. Pero, terrible verdad, ¡oh ingenuidad!, la mentira, la falsedad, el equívoco también son en el mundo. El pensar positivo de la realidad suele olvidarse que el mundo está conformado de alteridades personales, que las cosas no son solamente lo que son, sino que también son lo que nos dicen que son. Ojalá sólo se tratara de lo que las cosas son y lo que se dicen que las cosas son. Pero no hay un subsuelo paralelo análogo a esta tensión entre el yo y los otros, es más complejo dado que los desdoblamientos permiten conformar al yo como rigurosa alteridad. La prisión de la subjetividad consiste en el poder ser inconsistente, en ser algo y no serlo. Como hablar lo infinito, lo eterno, lo absoluto, lo incondicionado es sólo una evocación y no una aprehensión el hombre no es libre de ser (decirse) perfectamente consistente.
Nada de esto nos salva por obligación del Ser, justo como una segunda prisión no nos libera necesariamente de una primera. No hay ruptura, siempre hay modernidad. Este tiempo real, este presente y actualidad que no se iguala al pasado ni al futuro, porque algo se desconoce, se mantiene inconexo, y porque algo no es como aparenta ser. Todo aparenta gratuitamente, justo como todo es gratuitamente -ninguna casualidad al ser ambos copulativos-, pero no se conoce gratuitamente, no se sabe sin transpiración, sin dolorosa, angustiosa, argumentación. Práctica cruel y verdad de perogrullo afirmar criterios para negarle a otro el privilegio (el placer y el poder) de saber. Y no sorprende que el hombre le mienta al hombre. Maldita la historia. Condenadas las personas.
Aquí hay circunscritas suficientes razones para hablar pertinentemente de un sendero (precedente, trascendente, mitológico) a la divinidad, quizá sea teologalidad.
miércoles, 13 de mayo de 2009
Forma de día
Tengo un tipo de sueño recurrente. Es muy básico. Los sentimientos más dominantes son el de frustración y el del estrés. Hay un encuentro de varias personas, todas socializan, pero no todas con todas. De alguna forma estoy presente, ya sea como persona, animal o espíritu, sólo que no traigo el humor o la actitud adecuados para tratar a uno o algunos de los asistentes, asistente o asistentes a los que sí que me interesa tratar, y mucho. Durante toda la reunión voy haciendo inferencias, o al menos hay indicios, de que no puedo aproximarme directamente, así que tengo que ir pasando por una larga escalera de invitados antes de que pueda tener esta conversación de importancia. Hay un momento en el que no hay más escalones, sólo tengo que dar unos cuantos pasos en el camino restante y despejado; no quedan interrupciones, sólo falta la reafirmación de mi decisión. Sin embargo, algo me detiene un segundo, un instante de duda, y el camino que falta deja de ser estrecho, y entonces entiendo qué está pasando y me apresuro a llegar a mi destino, voy corriendo, en verdad me esfuerzo, pero recuerdo y desespero. Aquí, siempre aquí, es cuando algo me despierta, lo que sea, cuando el día llega y mi sueño se va dejándome como todos los días, sin respuesta. Más de una ocasión he querido insertarme de nuevo en esa reunión onírica y buscar esa intersección que tanto me falta. Mientras lo intento, mi caja de problemas tiembla un rato, me deja mudo y entonces acepto estar despierto. Me levanto, enciendo mis hábitos, si tengo algún café viejo y frío lo tomo, salgo del cuarto, visito el baño, el estudio, el agua, la tensión. Ordeno entre el desorden, la basura, se despliega mi desaliñada forma, se ilumina el día completo, programado, otra vez, sin motivo aparente, pura sucesión de lo que tiene que ser aunque no lo quiera. Me encuentro de nuevo pensando en el problema en turno, y también pensando en el problema permanente y en el tenue tejido que me tiene apegado al mundo. Me reconozco atado a esto como si fuera un reflejo de cuanto tiene que ser. ¿El día entero?, justo como mi sueño.
Tengo un tipo de sueño recurrente. Es muy básico. Los sentimientos más dominantes son el de frustración y el del estrés. Hay un encuentro de varias personas, todas socializan, pero no todas con todas. De alguna forma estoy presente, ya sea como persona, animal o espíritu, sólo que no traigo el humor o la actitud adecuados para tratar a uno o algunos de los asistentes, asistente o asistentes a los que sí que me interesa tratar, y mucho. Durante toda la reunión voy haciendo inferencias, o al menos hay indicios, de que no puedo aproximarme directamente, así que tengo que ir pasando por una larga escalera de invitados antes de que pueda tener esta conversación de importancia. Hay un momento en el que no hay más escalones, sólo tengo que dar unos cuantos pasos en el camino restante y despejado; no quedan interrupciones, sólo falta la reafirmación de mi decisión. Sin embargo, algo me detiene un segundo, un instante de duda, y el camino que falta deja de ser estrecho, y entonces entiendo qué está pasando y me apresuro a llegar a mi destino, voy corriendo, en verdad me esfuerzo, pero recuerdo y desespero. Aquí, siempre aquí, es cuando algo me despierta, lo que sea, cuando el día llega y mi sueño se va dejándome como todos los días, sin respuesta. Más de una ocasión he querido insertarme de nuevo en esa reunión onírica y buscar esa intersección que tanto me falta. Mientras lo intento, mi caja de problemas tiembla un rato, me deja mudo y entonces acepto estar despierto. Me levanto, enciendo mis hábitos, si tengo algún café viejo y frío lo tomo, salgo del cuarto, visito el baño, el estudio, el agua, la tensión. Ordeno entre el desorden, la basura, se despliega mi desaliñada forma, se ilumina el día completo, programado, otra vez, sin motivo aparente, pura sucesión de lo que tiene que ser aunque no lo quiera. Me encuentro de nuevo pensando en el problema en turno, y también pensando en el problema permanente y en el tenue tejido que me tiene apegado al mundo. Me reconozco atado a esto como si fuera un reflejo de cuanto tiene que ser. ¿El día entero?, justo como mi sueño.
sábado, 9 de mayo de 2009
Desconexiones
En las últimas semanas he visto en algunas series de televisión que se repiten frases del tipo "x is overrated", cuando enuncian esta fórmula suelen disminuir el valor del amor, del talento, del dinero, de la fe, de la vida, etcétera, desdeñan nociones que se contemplan normalmente como importantes. No sé si se trata de una costumbre muy habitual entre los gringos o en el mundo anglosajón, de pronto sospecho que es una maña de los ya fatigados guionistas que no tienen ideas interesantes y entonces hacen personajes o diálogos estridentes que al menos parecen venir de una personalidad auténtica y dueña de sí. Quien diga esto, aparenta estar diciendo, en el caso del amor, "hey, yo no soy esclavo del amor, y tampoco lo deberías ser tú, por eso te lo digo, que está sobrevalorado, que la gente se engaña al tomarlo tanto en cuenta". Entraña una actitud de ligereza, de libertad y autonomía y probablemente de nihilismo. Estos valores son de los más exquisitos de la civilización occidental, y conforman actitudes a desmontar cuando se observa la necesidad formal de que existan al menos dos unidades intencionales opuestas para el desenvolvimiento de una configuración humana elemental.
Si pensamos que todo lo que el hombre hace lo hace en compañía de los demás; que el uno siempre implica a los siguientes números; que el Ser es relación (luego trino o cuasi trino), entonces, el lugar común, el tópico conocido, el punto de encuentro, es la unidad básica de la existencia humana. Pero si la unidad básica de la existencia humana es así, entonces se requiere solucionar un profundo problema nacido de la subjetividad que pretende conocer, o sea, garantizarse su porvenir, dado que tiene esta impronta de cuidar de sí. Es un problema de seguridad y proyección. Como el hombre quiere conocer cosas firmes, para así tomar las mejores decisiones a su disposición conciente, busca los elementos de la realidad que sean verdaderos e indudables. En la búsqueda de cada uno por el conocimiento, se hallarán diversos obstáculos, algunos solucionables y otros... quizá por ser solucionables o tal vez, y esto es determinante, imposibles de superar. Cuando se alcanza la certeza de la imposibilidad, entonces es cuando hay que revisar qué es eso que se propone como tal, porque ante lo imposible de resolver, no hay problema, hay marcha atrás o sabia aceptación. Ahora bien, hay muchas historias en torno a la subjetividad que busca su conocimiento, y muchas proposiciones de verdad derivadas de esta búsqueda. Cada historia, en tanto narración, encierra su propia validez y verosimilitud, según sean las circunstancias tendrán mayor o menor pertinencia en cada uno, y podrán ser adoptadas o no, y adaptadas o no. Y resulta que hay varias tesis que niegan la posibilidad de ese lugar común con la que cuentan dos intencionalidades distintas. Aquí generalizo y admito la posibilidad de excepciones, pero corrientes como las inmanentistas o las lógico matemáticas no proponen más verdad que la del pensamiento solo o la de la consistencia respectivamente. Verdades como éstas hacen difícil de alcanzar con rigor la verdad del lugar común. Convendrá analizar estas tesis con mayor detenimiento, pero usaré otro tiempo para eso, aún no estoy preparado.
Sólo voy a puntualizar una oposición en la que creo vale la pena reflexionar. Los saberes originados de las certidumbres como la conciencia y las derivaciones de los sistema definidos son excelentes para subvertir el mundo con una profunda participación de la voluntad. Las artes, las técnicas y las ciencias se ven impulsadas por estos paradigmas de certidumbre, según estos saberes el mundo se construye de seres identificados. Mientras tanto, los saberes derivados de la percipiencia (una sensibilidad inteligente, sensatez) son excelentes para habitar el mundo con una profunda participación de las diferencias propias y del mundo. La moral, la tradición y la política simple (convivencia) son las que mejor se impulsan por este paradigma que construye un mundo conformado de seres reales.
En las últimas semanas he visto en algunas series de televisión que se repiten frases del tipo "x is overrated", cuando enuncian esta fórmula suelen disminuir el valor del amor, del talento, del dinero, de la fe, de la vida, etcétera, desdeñan nociones que se contemplan normalmente como importantes. No sé si se trata de una costumbre muy habitual entre los gringos o en el mundo anglosajón, de pronto sospecho que es una maña de los ya fatigados guionistas que no tienen ideas interesantes y entonces hacen personajes o diálogos estridentes que al menos parecen venir de una personalidad auténtica y dueña de sí. Quien diga esto, aparenta estar diciendo, en el caso del amor, "hey, yo no soy esclavo del amor, y tampoco lo deberías ser tú, por eso te lo digo, que está sobrevalorado, que la gente se engaña al tomarlo tanto en cuenta". Entraña una actitud de ligereza, de libertad y autonomía y probablemente de nihilismo. Estos valores son de los más exquisitos de la civilización occidental, y conforman actitudes a desmontar cuando se observa la necesidad formal de que existan al menos dos unidades intencionales opuestas para el desenvolvimiento de una configuración humana elemental.
Si pensamos que todo lo que el hombre hace lo hace en compañía de los demás; que el uno siempre implica a los siguientes números; que el Ser es relación (luego trino o cuasi trino), entonces, el lugar común, el tópico conocido, el punto de encuentro, es la unidad básica de la existencia humana. Pero si la unidad básica de la existencia humana es así, entonces se requiere solucionar un profundo problema nacido de la subjetividad que pretende conocer, o sea, garantizarse su porvenir, dado que tiene esta impronta de cuidar de sí. Es un problema de seguridad y proyección. Como el hombre quiere conocer cosas firmes, para así tomar las mejores decisiones a su disposición conciente, busca los elementos de la realidad que sean verdaderos e indudables. En la búsqueda de cada uno por el conocimiento, se hallarán diversos obstáculos, algunos solucionables y otros... quizá por ser solucionables o tal vez, y esto es determinante, imposibles de superar. Cuando se alcanza la certeza de la imposibilidad, entonces es cuando hay que revisar qué es eso que se propone como tal, porque ante lo imposible de resolver, no hay problema, hay marcha atrás o sabia aceptación. Ahora bien, hay muchas historias en torno a la subjetividad que busca su conocimiento, y muchas proposiciones de verdad derivadas de esta búsqueda. Cada historia, en tanto narración, encierra su propia validez y verosimilitud, según sean las circunstancias tendrán mayor o menor pertinencia en cada uno, y podrán ser adoptadas o no, y adaptadas o no. Y resulta que hay varias tesis que niegan la posibilidad de ese lugar común con la que cuentan dos intencionalidades distintas. Aquí generalizo y admito la posibilidad de excepciones, pero corrientes como las inmanentistas o las lógico matemáticas no proponen más verdad que la del pensamiento solo o la de la consistencia respectivamente. Verdades como éstas hacen difícil de alcanzar con rigor la verdad del lugar común. Convendrá analizar estas tesis con mayor detenimiento, pero usaré otro tiempo para eso, aún no estoy preparado.
Sólo voy a puntualizar una oposición en la que creo vale la pena reflexionar. Los saberes originados de las certidumbres como la conciencia y las derivaciones de los sistema definidos son excelentes para subvertir el mundo con una profunda participación de la voluntad. Las artes, las técnicas y las ciencias se ven impulsadas por estos paradigmas de certidumbre, según estos saberes el mundo se construye de seres identificados. Mientras tanto, los saberes derivados de la percipiencia (una sensibilidad inteligente, sensatez) son excelentes para habitar el mundo con una profunda participación de las diferencias propias y del mundo. La moral, la tradición y la política simple (convivencia) son las que mejor se impulsan por este paradigma que construye un mundo conformado de seres reales.
viernes, 1 de mayo de 2009
Del saber y de la alteración de las formas intelectuales concretas
La sabiduría tiene un camino habitual que consiste en hacer desaparecer el impulso de la necedad mental. La necedad aquí se concibe como un obstáculo para la aprehensión de la profundidad de la totalidad o de la realidad a secas. La búsqueda de la sabiduría tiene sus peculiaridades. Pretende por un lado adquirir cierta semejanza con lo que podemos llamar simplemente divino y por el otro obtener un entendimiento que, a manera de plexo, soporte un criterio para el punto de partida del presente en el cual todo hombre conoce la realidad de los misterios. Es sensato comprender que son pretenciones esporádicas, atípicas, que no siempre terminan de urdirse dentro de la cotidianidad viviente humana, que no germinan del todo en formaciones ya definidas y conocidas por el impersonal de la moda, el gobierno, la industria y otras tantas casas de conceptos.
El mundo está lleno de eventos que se comparten, que se padecen en compañía de personas que acaso son queridas o de gente que acaso reclama apersonarse. No todos los eventos son compartidos en un sentido amplio pero todos los eventos son compartidos en un sentido reducido, aunque primigenio. La dimensión fundamental del discurso es la menos importante de todos los niveles discursivos para la mayoría de las personas. Aunque en ésta se puede justificar la irreconciliación (posibilidad latente y dañina en una relación entre dos o más que se miran como otros), normalmente son los concilios los que más llaman nuestra atención y consumen nuestro tiempo y aspiraciones, que no son sino esas formaciones que poseen cierta resistencia y que son el sustrato de múltiples pensamientos (y no olvidemos que todos los pensamientos son verdaderos) y que han llegado a funcionar en una situación interpersonal que les da cierto grado de justificación primaria. La centralidad de los concilios para la conciencia del individuo se debe a que los concilios no son una posibilidad dañina (el daño es una puerta al principio del dolor), es una posibilidad que se presupone verosímil, aceptada, parte del mundo; implica un compuesto de elementos dados para generar estructuras de pensamiento que permite ulteriores usos y vivencias intensionales con los otros.
La mayoría de las personas atiende a los prejuicios y a los objetos del mundo dado ya naturalizado, y su poder (por medio de la razón monológico-geométrica) tiene los suficientes alcances para hacer que los marginados grupos atentos a los niveles de más elevada universalidad-abstracción pero de más inferior particularidad-concretud vean mermada su potencia de existencia (una libertad). Tan sólo hablar de las mayorías y ceder terreno a la razón geométrica es una consideración (un acto libre) manifiesta a los individuos que no están interesados en el discurso fundamental y una reducción de las posibilidades de los individuos que sí lo están, pero al menos estos últimos pueden llegar a saber tarde o temprano por qué lo hacen, porque viven y comparten una muy singular negación de sí, y entonces pueden entender que sacrifican con verdadera dignidad.
Dicho lo cual, vamos a no hablar de los principios y a sí hablar de las cosas más claras y naturalizadas. Dos puntos:
Primero, que uno de los eventos de nuestro presente es que estamos dentro de una circunstancia con determinables características a la que podemos denominar era informática digital. Se trata de una era virtualmente inagotable de producción y reproducción de datos. Lo cual implica en términos prácticos que no es posible controlar en un sentido clásico la creación ni la transmisión de datos digitales que reproducen, a través de determinadas terminales, fenómenos visuales o auditivos. Esto es un cambio importante en la condición material de las formas intelectuales objeto (es decir, cosas concretas de algún carácter intelectual, ideal, razonado o imaginado) dentro de la vida de los hombres. Desde hace solamente unos veinte años se ha ido volviendo común, mejor dicho, cotidiano, copiar información digital (datos conectados de modo numérico aritmético).
Ya antes el hombre copiaba datos, los más antiguos escribas intentaron por ejemplo copiar las palabras o la vida de su rey, los copistas y traductores en cambio quisieron copiar lo que otrora fuera copia del verbo, el mundo moderno imprimió libros con tinta, tipos y grandes máquinas. Se quería copiar no sólo la oralidad, también el color, vemos que las pinturas rupestres implicaron un esfuerzo por conseguir determinados materiales. Igual se quizo copiar la comida, primero tal vez con el cultivo, después no sólo eso, sino la cocina, y salieron las recetas. Me aventuro a pensar que nada que hubiese sido llamado del mismo modo que otra cosa podría haber sido nombrado sin intelecto ni discriminación. Ciencia y filosofía nacieron tratando de procurar la copia, la repetición, del mundo que se desea (o se imagina): el estado de antigua naturalidad de saciedad.
Y claro, como los esquemas siempre tienden a multiplicarse (como los textos a alargarse cuando no hay tiempo para la buena edición), el mundo podría ser dividido en dos grandes valores: lo que el hombre oye (audio) y lo que el hombre ve (video). Valores que, definitivamente, hemos querido como especie copiar, porque satisfacen. Para copiar el sonido, los ingenieros humanos idearon sistemas de esparcimiento de ondas que podían más tarde recapturar modulándolas en aparatos concretos que repetían (copiaban) finalmente el sonido. Sistemas diferentes pero igualmente comunes fueron los del teléfono, el gramófono o fonógrafo. Más complejo pero posible y también hecho de todos los días fue reproducir la imagen: el cine y la televisión tuvieron lugar. Pero ninguna de estas técnicas tenía la potencia del dato digital sobre la materialidad, potencia que se hizo notoria tan pronto como los procesadores de magnitudes discretas o dígitos comenzaron a ganar velocidad y capacidad de almacenamiento. La velocidad hizo que las máquinas se insertaran con mayor profundidad en nuestras vidas, mientras que la capacidad se utilizó para engendrar procesos más complejos que nos requieren siempre mayor potencia, mayor velocidad, siempre más, y nos empuja hacía la figura fantástica (y ahora bastante real) del ciborg, en donde la máquina y el hombre forman un mismo ser y usar o no la máquina ya no es una opción humana.
En cuanto a capacidad se refiere, podemos superar en producción de texto escrito todo lo que la historia ha almacenado para nosotros en libros sin preocuparnos por el costo de producción ni por la materia prima, excepto por el tiempo que nos tomaría elaborar esa cantidad de datos. Un policarbonato de pocos cm de diámetro marcado con la tecnología Blue-ray puede almacenar lo equivalente a un departamento de libros; es decir que en una caja de huevos puedo llevar lo equivalente a 2k hogares modestos repletos de libros. Las computadoras personales ya logran procesar terabytes de información, cuando con unos cuantos gigas es factible reproducir satisfactoriamente el movimiento natural de un bosque caducifolio entero en otoño, o tener todas las películas de un director famoso de cine en buena calidad. Las comunidades de Internet como Facebook requieren servidores tan potentes y procesos tan eficientes que necesitan calcular sus operaciones en varios petabytes. Esta condición material no tiene precedentes, y subraya nuestra atención más que nada en el tiempo, podría decirse que el concepto clave básico del espacio queda reducido a capacidad en bytes.
Los procesos complejos en aumento siempre estarán siendo frenados por el avance tecnológico, pero los usuarios ya disponemos de más capacidad de la que podemos aprovechar inteligentemente. Por eso, aunque la producción sea virtualmente infinita gracias a que podemos guardar, copiar, repetir a un costo muy bajo de energía lo que hacemos, la gran mayoría de lo que ofrecemos en complicidad por el medio informático contemporáneo es basura, un desperdicio según algunos observadores enamorados de la época tradicional no informática. Así, vemos divertimentos, producciones de baja calidad, textos que no citan, que mienten, que plagian, que ya ni buscan persuadir. Y con todo, hay textos exquisitos, que ilustran, que ayudan, que comparten, incluso algunos que uno necesita.
Lo mejor de todo es que la relación entre los datos que ofrece la condición informática y el usuario no tiene que ser, por necesidad, de autoría, mucho menos de consumidor-vendedor. Uno accede por diversos motivos, por placer, por obligación, por trabajo, por extorsión, por morbo, por aprendizaje, por la familia, por la enfermedad, por amor al arte, o al dinero, no importa. Las cosas están dadas y pueden ser compartidas digitalmente. Los dígitos no sólo ayudan a confirmar que la Naturaleza está escrita en caracteres matemáticos, también ayudan a reproducir copias fieles, a transferir esquemas claros y distintos.
La segunda cosa que quería señalar es la relación que tiene el hecho de que vivimos en la era digital con el hecho de que vivimos en la era de los sueños de gente que hace mucho que ha muerto. La era de los sueños de los fallecidos es básicamente la condición antropológica de la tradición. Y nuestra tradición de occidente está cargada económica, política y socialmente con el valor de la propiedad, y sea correcto o no, atribuimos propiedad a la inteligencia puesta (o robada) en las cosas. La relación de los usuarios con la Internet, como medio masivo de transmisión y copia de datos, no es algo que deba tomarse a la ligera por la tradición de las patentes y los derechos de autor.
Es un hecho fundamental el que la Internet permita compartir. La generalidad de las personas, al negar el entendimiento profundo de la realidad como un interés primario de su febril vida, está mostrando nuestra propensión natural o típica en la especie para compatir, nuestra necesidad de conciliar con otro que hay, efectivamente, un determinado estado de cosas y que con ese estado o configuración hay que jugar en lo sucesivo.
La propiedad de nuestra tradición se vigoriza, según entiende mi ignorante cabeza, con el movimiento moderno que John Locke representa muy bien al hablar del derecho natural de la propiedad, lo que es decir, en un modo más próximo a nuestros días, que por definición o, a priori, el hombre es dueño de algo, y ese dominio que tenemos sobre algo, debe ser respetado y protegido. Claro, ya en nuestro tiempo el respeto es lo de menos, lo que importa es pagarle al que tiene el derecho de propiedad cuando las reglas así lo señalen.
Por razones que otros pueden exponer mucho mejor que yo, me tiene preocupado el que los derechos intelectuales no se modifiquen actualmente, al parecer, hacia su disolución total o casi total. Me atemoriza el profundo ego que además fortalece esta tendencia proteccionista del derecho por el amor a los autores, a la vanagloria, al éxito. Pocos o nadie desea que todo andar triunfante se reduzca a las obras prácticas y no a las intelectuales. Por eso ya se ve venir que los libros tradicionales mueran (la publicación de calidad, llena de alta cultura y selección) pero no que muera la idea del libro, se seguirá publicando su forma impresa, y seguirá siendo un negocio, uno más satisfactorio para la economía en turno.
No entiendo, si somos libres de reproducir sonido e imagen a niveles incalculados, por qué las formas intelectuales objeto permanecen bajo la custodia del mercado y la sanción. Podríamos compartir tantas cosas si nadie se sintiera dueño de ellas. Claro, esto nos lleva a discutir otros aspectos, pero dudo que tengan una solución práctica, ese campo se encuentra plagado de fugas y de poca conciliación, pese a que se fundamenta en puros concilios de grado natural normal.
La sabiduría tiene un camino habitual que consiste en hacer desaparecer el impulso de la necedad mental. La necedad aquí se concibe como un obstáculo para la aprehensión de la profundidad de la totalidad o de la realidad a secas. La búsqueda de la sabiduría tiene sus peculiaridades. Pretende por un lado adquirir cierta semejanza con lo que podemos llamar simplemente divino y por el otro obtener un entendimiento que, a manera de plexo, soporte un criterio para el punto de partida del presente en el cual todo hombre conoce la realidad de los misterios. Es sensato comprender que son pretenciones esporádicas, atípicas, que no siempre terminan de urdirse dentro de la cotidianidad viviente humana, que no germinan del todo en formaciones ya definidas y conocidas por el impersonal de la moda, el gobierno, la industria y otras tantas casas de conceptos.
El mundo está lleno de eventos que se comparten, que se padecen en compañía de personas que acaso son queridas o de gente que acaso reclama apersonarse. No todos los eventos son compartidos en un sentido amplio pero todos los eventos son compartidos en un sentido reducido, aunque primigenio. La dimensión fundamental del discurso es la menos importante de todos los niveles discursivos para la mayoría de las personas. Aunque en ésta se puede justificar la irreconciliación (posibilidad latente y dañina en una relación entre dos o más que se miran como otros), normalmente son los concilios los que más llaman nuestra atención y consumen nuestro tiempo y aspiraciones, que no son sino esas formaciones que poseen cierta resistencia y que son el sustrato de múltiples pensamientos (y no olvidemos que todos los pensamientos son verdaderos) y que han llegado a funcionar en una situación interpersonal que les da cierto grado de justificación primaria. La centralidad de los concilios para la conciencia del individuo se debe a que los concilios no son una posibilidad dañina (el daño es una puerta al principio del dolor), es una posibilidad que se presupone verosímil, aceptada, parte del mundo; implica un compuesto de elementos dados para generar estructuras de pensamiento que permite ulteriores usos y vivencias intensionales con los otros.
La mayoría de las personas atiende a los prejuicios y a los objetos del mundo dado ya naturalizado, y su poder (por medio de la razón monológico-geométrica) tiene los suficientes alcances para hacer que los marginados grupos atentos a los niveles de más elevada universalidad-abstracción pero de más inferior particularidad-concretud vean mermada su potencia de existencia (una libertad). Tan sólo hablar de las mayorías y ceder terreno a la razón geométrica es una consideración (un acto libre) manifiesta a los individuos que no están interesados en el discurso fundamental y una reducción de las posibilidades de los individuos que sí lo están, pero al menos estos últimos pueden llegar a saber tarde o temprano por qué lo hacen, porque viven y comparten una muy singular negación de sí, y entonces pueden entender que sacrifican con verdadera dignidad.
Dicho lo cual, vamos a no hablar de los principios y a sí hablar de las cosas más claras y naturalizadas. Dos puntos:
Primero, que uno de los eventos de nuestro presente es que estamos dentro de una circunstancia con determinables características a la que podemos denominar era informática digital. Se trata de una era virtualmente inagotable de producción y reproducción de datos. Lo cual implica en términos prácticos que no es posible controlar en un sentido clásico la creación ni la transmisión de datos digitales que reproducen, a través de determinadas terminales, fenómenos visuales o auditivos. Esto es un cambio importante en la condición material de las formas intelectuales objeto (es decir, cosas concretas de algún carácter intelectual, ideal, razonado o imaginado) dentro de la vida de los hombres. Desde hace solamente unos veinte años se ha ido volviendo común, mejor dicho, cotidiano, copiar información digital (datos conectados de modo numérico aritmético).
Ya antes el hombre copiaba datos, los más antiguos escribas intentaron por ejemplo copiar las palabras o la vida de su rey, los copistas y traductores en cambio quisieron copiar lo que otrora fuera copia del verbo, el mundo moderno imprimió libros con tinta, tipos y grandes máquinas. Se quería copiar no sólo la oralidad, también el color, vemos que las pinturas rupestres implicaron un esfuerzo por conseguir determinados materiales. Igual se quizo copiar la comida, primero tal vez con el cultivo, después no sólo eso, sino la cocina, y salieron las recetas. Me aventuro a pensar que nada que hubiese sido llamado del mismo modo que otra cosa podría haber sido nombrado sin intelecto ni discriminación. Ciencia y filosofía nacieron tratando de procurar la copia, la repetición, del mundo que se desea (o se imagina): el estado de antigua naturalidad de saciedad.
Y claro, como los esquemas siempre tienden a multiplicarse (como los textos a alargarse cuando no hay tiempo para la buena edición), el mundo podría ser dividido en dos grandes valores: lo que el hombre oye (audio) y lo que el hombre ve (video). Valores que, definitivamente, hemos querido como especie copiar, porque satisfacen. Para copiar el sonido, los ingenieros humanos idearon sistemas de esparcimiento de ondas que podían más tarde recapturar modulándolas en aparatos concretos que repetían (copiaban) finalmente el sonido. Sistemas diferentes pero igualmente comunes fueron los del teléfono, el gramófono o fonógrafo. Más complejo pero posible y también hecho de todos los días fue reproducir la imagen: el cine y la televisión tuvieron lugar. Pero ninguna de estas técnicas tenía la potencia del dato digital sobre la materialidad, potencia que se hizo notoria tan pronto como los procesadores de magnitudes discretas o dígitos comenzaron a ganar velocidad y capacidad de almacenamiento. La velocidad hizo que las máquinas se insertaran con mayor profundidad en nuestras vidas, mientras que la capacidad se utilizó para engendrar procesos más complejos que nos requieren siempre mayor potencia, mayor velocidad, siempre más, y nos empuja hacía la figura fantástica (y ahora bastante real) del ciborg, en donde la máquina y el hombre forman un mismo ser y usar o no la máquina ya no es una opción humana.
En cuanto a capacidad se refiere, podemos superar en producción de texto escrito todo lo que la historia ha almacenado para nosotros en libros sin preocuparnos por el costo de producción ni por la materia prima, excepto por el tiempo que nos tomaría elaborar esa cantidad de datos. Un policarbonato de pocos cm de diámetro marcado con la tecnología Blue-ray puede almacenar lo equivalente a un departamento de libros; es decir que en una caja de huevos puedo llevar lo equivalente a 2k hogares modestos repletos de libros. Las computadoras personales ya logran procesar terabytes de información, cuando con unos cuantos gigas es factible reproducir satisfactoriamente el movimiento natural de un bosque caducifolio entero en otoño, o tener todas las películas de un director famoso de cine en buena calidad. Las comunidades de Internet como Facebook requieren servidores tan potentes y procesos tan eficientes que necesitan calcular sus operaciones en varios petabytes. Esta condición material no tiene precedentes, y subraya nuestra atención más que nada en el tiempo, podría decirse que el concepto clave básico del espacio queda reducido a capacidad en bytes.
Los procesos complejos en aumento siempre estarán siendo frenados por el avance tecnológico, pero los usuarios ya disponemos de más capacidad de la que podemos aprovechar inteligentemente. Por eso, aunque la producción sea virtualmente infinita gracias a que podemos guardar, copiar, repetir a un costo muy bajo de energía lo que hacemos, la gran mayoría de lo que ofrecemos en complicidad por el medio informático contemporáneo es basura, un desperdicio según algunos observadores enamorados de la época tradicional no informática. Así, vemos divertimentos, producciones de baja calidad, textos que no citan, que mienten, que plagian, que ya ni buscan persuadir. Y con todo, hay textos exquisitos, que ilustran, que ayudan, que comparten, incluso algunos que uno necesita.
Lo mejor de todo es que la relación entre los datos que ofrece la condición informática y el usuario no tiene que ser, por necesidad, de autoría, mucho menos de consumidor-vendedor. Uno accede por diversos motivos, por placer, por obligación, por trabajo, por extorsión, por morbo, por aprendizaje, por la familia, por la enfermedad, por amor al arte, o al dinero, no importa. Las cosas están dadas y pueden ser compartidas digitalmente. Los dígitos no sólo ayudan a confirmar que la Naturaleza está escrita en caracteres matemáticos, también ayudan a reproducir copias fieles, a transferir esquemas claros y distintos.
La segunda cosa que quería señalar es la relación que tiene el hecho de que vivimos en la era digital con el hecho de que vivimos en la era de los sueños de gente que hace mucho que ha muerto. La era de los sueños de los fallecidos es básicamente la condición antropológica de la tradición. Y nuestra tradición de occidente está cargada económica, política y socialmente con el valor de la propiedad, y sea correcto o no, atribuimos propiedad a la inteligencia puesta (o robada) en las cosas. La relación de los usuarios con la Internet, como medio masivo de transmisión y copia de datos, no es algo que deba tomarse a la ligera por la tradición de las patentes y los derechos de autor.
Es un hecho fundamental el que la Internet permita compartir. La generalidad de las personas, al negar el entendimiento profundo de la realidad como un interés primario de su febril vida, está mostrando nuestra propensión natural o típica en la especie para compatir, nuestra necesidad de conciliar con otro que hay, efectivamente, un determinado estado de cosas y que con ese estado o configuración hay que jugar en lo sucesivo.
La propiedad de nuestra tradición se vigoriza, según entiende mi ignorante cabeza, con el movimiento moderno que John Locke representa muy bien al hablar del derecho natural de la propiedad, lo que es decir, en un modo más próximo a nuestros días, que por definición o, a priori, el hombre es dueño de algo, y ese dominio que tenemos sobre algo, debe ser respetado y protegido. Claro, ya en nuestro tiempo el respeto es lo de menos, lo que importa es pagarle al que tiene el derecho de propiedad cuando las reglas así lo señalen.
Por razones que otros pueden exponer mucho mejor que yo, me tiene preocupado el que los derechos intelectuales no se modifiquen actualmente, al parecer, hacia su disolución total o casi total. Me atemoriza el profundo ego que además fortalece esta tendencia proteccionista del derecho por el amor a los autores, a la vanagloria, al éxito. Pocos o nadie desea que todo andar triunfante se reduzca a las obras prácticas y no a las intelectuales. Por eso ya se ve venir que los libros tradicionales mueran (la publicación de calidad, llena de alta cultura y selección) pero no que muera la idea del libro, se seguirá publicando su forma impresa, y seguirá siendo un negocio, uno más satisfactorio para la economía en turno.
No entiendo, si somos libres de reproducir sonido e imagen a niveles incalculados, por qué las formas intelectuales objeto permanecen bajo la custodia del mercado y la sanción. Podríamos compartir tantas cosas si nadie se sintiera dueño de ellas. Claro, esto nos lleva a discutir otros aspectos, pero dudo que tengan una solución práctica, ese campo se encuentra plagado de fugas y de poca conciliación, pese a que se fundamenta en puros concilios de grado natural normal.
Palabras para las palabras
Sigo en recuperación. Y pienso. Pienso que he sido un tonto. No recuerdo desde cuándo he tenido esta idea absurda de que sólo las palabras tienen que ser fortalecidas en mi camino, que ese es el sendero único de mi destino: hacer de la palabra un mejor servir al género humano, algo más pertinente, más preciso, más resuelto, más determinado. Pensé que podía colaborar en su perfeccionamiento, pensé que las palabras así lo querían, que su posibilidad no lo negaba, sino que lo solicitaba. Creí en un error, he luchado por una falsa formulación, pero no he luchado en vano. Ahora entiendo a los viejos lingüistas, filólogos, matemáticos, filósofos y psicólogos que buscaban perfeccionar la lengua. Leí cientos de veces que fracasaron en sus propósitos pero no escuchaba al fondo que habla a través del silencio, a ese viejo espíritu atado innecesariamente a la palabra. Creía torpe que antes que ente, era hombre, le había dado razón a los existencialistas y a los hermeneutas, a los egos circulares, no comprendía que no partía de su supuesto del sujeto cognoscente que se sabe conciente, un intentum y nada más. No, somos momentos de algo mayor, precedente, trascendente. No buscaré más intimismos que quiebren el silencio por necesidad. El mundo de la verdad no está en la enunciación, tampoco en la experiencia normal, está en la unidad última inconfirmable e inhumana, en lo divino puro. El tigre de fuego impreso en mi corazón me muestra el camino de mi finitud insaciable y me revela que las palabras no son el punto de partida, que la razón no puede, bajo ninguna circunstancia, engendrar la espontánea transmutación, el estado básico del asombro, de la separación, del distanciamiento, de la expulsión. No es la razón ni la palabra la que juega, crea y establece las casuales condiciones de participación de los infinitos en la existencia. El logos no es el principio, eso es lo que no había entendido; es un don, una condición más, una tradición; no el principio de todo, sino la eterna afirmación de que uno hombre, mortal y usuario de la lengua, puede prever y olvidar, que conocerá y afirmará siempre sin conocer ni afirmar. Tender hacia lo vacío cuando lo vacío está bastante lleno, ese es el principal error; pensar que hay carencia, que debemos movernos, que no hay suficiente tiempo, que en nosotros está el potencial de determinar las condiciones de participación de los diversos infinitos. Abran pues más cosmos hermanos humanos y noten cómo se quedan más solos (inaccesibles).
Sigo en recuperación. Y pienso. Pienso que he sido un tonto. No recuerdo desde cuándo he tenido esta idea absurda de que sólo las palabras tienen que ser fortalecidas en mi camino, que ese es el sendero único de mi destino: hacer de la palabra un mejor servir al género humano, algo más pertinente, más preciso, más resuelto, más determinado. Pensé que podía colaborar en su perfeccionamiento, pensé que las palabras así lo querían, que su posibilidad no lo negaba, sino que lo solicitaba. Creí en un error, he luchado por una falsa formulación, pero no he luchado en vano. Ahora entiendo a los viejos lingüistas, filólogos, matemáticos, filósofos y psicólogos que buscaban perfeccionar la lengua. Leí cientos de veces que fracasaron en sus propósitos pero no escuchaba al fondo que habla a través del silencio, a ese viejo espíritu atado innecesariamente a la palabra. Creía torpe que antes que ente, era hombre, le había dado razón a los existencialistas y a los hermeneutas, a los egos circulares, no comprendía que no partía de su supuesto del sujeto cognoscente que se sabe conciente, un intentum y nada más. No, somos momentos de algo mayor, precedente, trascendente. No buscaré más intimismos que quiebren el silencio por necesidad. El mundo de la verdad no está en la enunciación, tampoco en la experiencia normal, está en la unidad última inconfirmable e inhumana, en lo divino puro. El tigre de fuego impreso en mi corazón me muestra el camino de mi finitud insaciable y me revela que las palabras no son el punto de partida, que la razón no puede, bajo ninguna circunstancia, engendrar la espontánea transmutación, el estado básico del asombro, de la separación, del distanciamiento, de la expulsión. No es la razón ni la palabra la que juega, crea y establece las casuales condiciones de participación de los infinitos en la existencia. El logos no es el principio, eso es lo que no había entendido; es un don, una condición más, una tradición; no el principio de todo, sino la eterna afirmación de que uno hombre, mortal y usuario de la lengua, puede prever y olvidar, que conocerá y afirmará siempre sin conocer ni afirmar. Tender hacia lo vacío cuando lo vacío está bastante lleno, ese es el principal error; pensar que hay carencia, que debemos movernos, que no hay suficiente tiempo, que en nosotros está el potencial de determinar las condiciones de participación de los diversos infinitos. Abran pues más cosmos hermanos humanos y noten cómo se quedan más solos (inaccesibles).
sábado, 25 de abril de 2009
Condiciones
Me siento fatal, molido por malas noches. Creo que mis entrañas y mis articulaciones están inflamadas, que me deshidrato y que todo empieza por tanto a complicarse. No puedo estar mucho tiempo concentrado. Al menos no hay fiebre. Ya van dos días así, aunque ayer fue en general más gacho. Siendo que la situación mejora, supondré que mañana estaré sano, espero estarlo, pues me dejaré deleitar con buena compañía, amigos.
Toda esta situación me recuerda a los viejos físicos, a la alquimia y a la astrología. Una metafísica que no parta del cuerpo es una metafísica ciega, dudo mucho que alguna metafísica no haya partido del cuerpo..... En lo que fallan algunas, pienso, es en derivarse integralmente de nuestra condición material. Muchas olvidan las tripas, la enfermedad. Por eso debo regresar a muchos maestros de la antigüedad. Yo me he cruzado con Maimónides, el médico, debo profundizar mejor en sus postulados de hermenéutica general. Los modernos no lo valoraron lo suficiente... o yo no tengo los libros en donde lo hicieron... como que esto último es lo más acertado.
Ay... duele... Que la ciencia busque aplacar el dolor, o que busque eludir la muerte, eso la hace de aplicación clara... mas no sé todavía si pueda ser en un sentido último, por eso, buena.
Me siento fatal, molido por malas noches. Creo que mis entrañas y mis articulaciones están inflamadas, que me deshidrato y que todo empieza por tanto a complicarse. No puedo estar mucho tiempo concentrado. Al menos no hay fiebre. Ya van dos días así, aunque ayer fue en general más gacho. Siendo que la situación mejora, supondré que mañana estaré sano, espero estarlo, pues me dejaré deleitar con buena compañía, amigos.
Toda esta situación me recuerda a los viejos físicos, a la alquimia y a la astrología. Una metafísica que no parta del cuerpo es una metafísica ciega, dudo mucho que alguna metafísica no haya partido del cuerpo..... En lo que fallan algunas, pienso, es en derivarse integralmente de nuestra condición material. Muchas olvidan las tripas, la enfermedad. Por eso debo regresar a muchos maestros de la antigüedad. Yo me he cruzado con Maimónides, el médico, debo profundizar mejor en sus postulados de hermenéutica general. Los modernos no lo valoraron lo suficiente... o yo no tengo los libros en donde lo hicieron... como que esto último es lo más acertado.
Ay... duele... Que la ciencia busque aplacar el dolor, o que busque eludir la muerte, eso la hace de aplicación clara... mas no sé todavía si pueda ser en un sentido último, por eso, buena.
jueves, 23 de abril de 2009
Repara los atajos
Así, las imágenes psíquicas tienen la capacidad de satisfacer, y cuando lo hacen, la conciencia complacida que lo obtuvo, hace uso de él, y aprovecha su misterioso poder. El poder que una conciencia aplica o pone en marcha es a su vez un evento que puede ser imaginado, reducido, a otra forma, la forma de la posesión, y ocurre entonces que el poder que en un principio nació de una imagen, germina en la ficción (grupo de imágenes) de que es un poder de esta conciencia que lo ejecuta, entonces se dice que esta conciencia se ha empoderado de una parte del infinito. Y la satisfacción crece, y con ella, viene un entusiasmo que anhela siempre más fantasía... y la máquina deseante ya está ahí.
Siempre algo del infinito vívido se escapa. Se escapa de las ideas y se escapa de las letras. Los atajos son básicamente formas que prometen un poder de ahorro, los empoderados sabedores de atajos ofrecen, en general, un ahorro de tiempo. Entrados en este juego de poder, el proceso del habitar y presenciar el infinito pierde de vista su origen modesto, entonces se olvida a los tontos dedos que cubrían las muchas estrellas que no se contaban ni se veían, se olvida la poca capacidad que tiene una mano para retener por sí sola a los flujos de moléculas diminutas que son incapaces de conservar una forma resistente. Entonces lo que se experimenta ya no es una comprensión de la finitud y de la infinitud, sino una serie sucesiva de satisfacciones y atajos para nuevas y más exigentes satisfacciones. Son movimientos vertiginosos en la medida que se participa de la amplitud de conciencia. Una persona verdaderamente encarcelada ya es un niño que tiene muchas corcholatas y las aprisiona a todas y cada una de ellas en un bote o en un bolso y cree tener, en efecto, ahí en sus manos, todas las corcholatas de su colección.
Los atajos generan procesos concéntricos y excéntricos y catapultan, golpean y devastan. Sus adalides son la potencia, la fuerza, la velocidad, la ambición, formas arcaicas, todas ellas, de terminación, de cierre, acorralamiento, tragedia y dramática fatalidad. La civilización es una inmensa colección de atajos que no podemos evitar haber heredado en uno u otro modo. Todos los problemas humanos que padecemos los hombres no son sino la consecuencia de ese anhelo, de ese entusiasmo que nos mueve hacia ficciones más complejas, mientras seguimos temiendo el fin de nuestra finitud: la muerte. Pienso que nos tomará más tiempo del que nos hemos ahorrado entender, como especie, qué hemos pasado por alto al andar tan presurosos.
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