miércoles, 1 de julio de 2009

Dos profundas fuentes filosóficas de la situación hermenéutica de nuestro tiempo: la dialéctica y el diálogo ideal

¿Por qué la hermenéutica y no otra cosa? La hermenéutica es la escuela de moda, la tendencia de nuestro tiempo, el non plus ultra de las humanidades. ¿Qué ocurre? ¿A qué atiende esta presencia desmesurada? ¿Para qué nos sirve hoy? ¿Cómo se justifica su instalación en la academia? El arte de la interpretación no es una ciencia nueva, entonces ¿por qué su auge? ¿Cómo la filosofía de occidente está tan centrada en ella?
La hermenéutica se ha ocupado desde siempre de la dificultad básica de la interpretación, y esta dificultad no es ajena a uno de los elementos fundamentales de la civilización, el fenómeno de la escritura. Por medio de ella, los hombres han trascendido la condición finita de la emisión de una idea, han logrado el desarrollo de discursos que piensan la realidad y construyen mundo, territorios concebidos en términos prácticos e ideales para la libertad del hombre. No obstante, se han tenido que enfrentar al problema del distanciamiento, de la pérdida del contexto de la emisión así como de las condiciones que mantenía el diálogo generador del sentido enunciado. Esta complejidad es la que pretendo esbozar aquí.

El espíritu dialéctico del hombre. El ser humano es una realidad que se manifiesta a través del lenguaje. Lo cual quiere decir que genera distinciones y signos desde una continuidad, digamos la espacio-temporal, y acerca de esta misma continuidad. Es decir que es racional; predica actos y establece cualidades en las cosas. Esto último es muy burdamente lo que durante muchos siglos en la historia explicó la filosofía acerca del estado de cosas y la condición humana.
La cuestión nos aproxima a lo que llamamos metafísica, al compuesto, siguiendo la explicación aristotélica, entre la materia y la forma; a la dilucidación del ente y del papel del ejercicio humano de la razón. Es una discusión en la que la propia perspectiva hermenéutica, en algunas de sus instancias, ha querido entrar de lleno, para presentarse como punto de vista radical, y tiene muy buenos argumentos a su favor. Pero discutirlo no es la intención de esta exposición, sino mostrar, a manera de contribución, dos elementos de la historia que son imprescindibles para llegar a la conciencia de la condición histórica y ligüística del hombre.
Que el hombre sea racional quiere decir que es capaz, en alguna forma de realizar operaciones de alguna naturaleza distinta o modo diferente al resto de todo lo que acontece en el mundo. Supone la intelección, la estructuración u ordenamiento de objetos y/o definiciones. Supone además, muy especialmente, la capacidad de significar; la racionalidad humana no se opone a su comunicabilidad, ambas se autoimplican. El hombre se comunica sirviéndose de signos. Y así entendida la razón, como un juego de contrapesos entre presencias y ausencias, entendimientos y malentendidos, proposiciones y negaciones, el examen de la racionalidad revela a la dialéctica como medio por excelencia de ascensión al conocimiento de aquello que las palabras están idealmente representando.
La filosofía, antigua y moderna, se ha dedicado a la actividad dialéctica, pero ha llegado a una suerte de límite o agotamiento y no puede mantener, sin importantes alteraciones, la lógica interna que movía su impulso dialéctico productor del saber. La actividad dialéctica clásica es especulativa, esto es, monológica y monofónica. Oculta sin embargo su origen simple y finito en el manto de la noción de espíritu y de la historia. Emplea entonces, por medio de las tecnologías de los signos (y hay que prestar especial atención aquí a la escritura), formas de otras lógicas y de otras voces, enriqueciendo así su lógica líneal de dominación, pero manteniendo intacto su núcleo intencional. Semejante a un signo, una dialéctica de este orden clásico pone en lugar de sí misma los elementos de alguna alteridad ordinariamente reconocida, mas en el fondo, se mantiene idéntica, inalterada, y el sí mismo que rige el camino dialéctico no llega a ser rigurosamente otro.
El idealismo alemán mostró justamente esto en la historia, que hay una multiplicidad de intencionalidades desde las que podemos pensar en una soledad radical de las distintas conciencias. Que nuestra racionalidad no logra capturar la totalidad de las particularidades humanas y que hay una lógica de dominación detrás de todo orden positivo del mundo y que no puede determinarse racionalmente y en este sentido monológico y último, sobre el orden moral, estético y volitivo sin condenar posibilidades de ser o proyecciones deseables de la alteridad, y a esta última se le reconoce cierta autoridad por encima de la individualidad sola.

El hombre dialogante. Por diversas razones políticas, históricas y sociales (formas de cultura) el hombre contemporáneo se sabe radicalmente solo, aunque admite a la vez que no puede existir en el mundo sin los demás, que lo constituye un lenguaje y que este lenguaje tiene orígenes (y misterios) tanto individuales como colectivos. Este sentimiento de aislamiento ha derivado en distintos tipos de relativismo, desde el más sensato y razonable hasta el más inconsciente y oportunista. Pero también, ante la ausencia de poderosos edificios simbólicos que den fundamento a la realidad total, o a la secularización de las masas de estos edificios, y de que ya no haya un sentido universal de la vida humana, los individuos están presionados constantemente a construirse una proyección de sí mismos, a ir montando su propia subjetividad y cuidar de su sola persona. La actitud ordinaria del hombre, pese a que no sea conciente de toda esta situación, se mantiene, en general, dentro de una pesquisa por la identidad de su persona, y tiene que lidiar mientras lo hace con la diferencia aunque no haga conciencia de ella debido a cierta irreflexión.
La búsqueda de elementos para la propia subjetividad inclina al hombre contemporáneo a buscar su diálogo ideal particular. Este diálogo no tiene por qué estar encaminado hacia la consecución del conocimiento como la filosofía nos ha querido hacer pensar de todo diálogo y tampoco tiene que ser ajeno a un esquema de representación clásica en donde el mundo tiene que ser justo como se lo ordena. De lo que se trata es de individuos buscando un diálogo que no tiene contenidos o presupuestos obligatorios y que así de diverso y plural como se presenta posee muchas dificultades e impedimentos para su realización.
Si la racionalidad que presupone el acto de dialogar ya no se entiende como búsqueda del fundamento último de la realidad, si no se lo supedita a la dialéctica y se posibilita que se desarrolle libremente en cada individuo en su circunstancia de saber específica, entonces el fin del diálogo es comunicar. La gente pretende comunicarse y sabe, que porque está sola, no lo hará perfectamente, sólo en parte.
Esto encaja con la afirmación de la intrasmisibilidad de la experiencia y con la importancia del discurso o del lenguaje como acontecimiento, de la suficiencia del hecho de hablar y escuchar.
El individuo aspira a un diálogo que satisfaga su intencionalidad, e introducirá al otro a sus exigencias por lo mismo. Si el contexto y el código es lo suficientemente común, el intercambio dialógico puede aparentar suficiencia, hay un diálogo en efecto, pero es altamente probable que, considerando los distintos modelos de pensamiento o conciencias individuales, sea un diálogo falso, una re-presentación más del mundo.
No obstante sus deficiencias, el diálogo es el instrumento a la mano del hombre. Corrijo, es verdad que el lenguaje constituye al sujeto, pero al ser inherente a él, no puede quedarle fuera de alcance, de aprovechamiento.
La hermenéutica explica la comprensión humana de los signos, en primer lugar aquellos que son generados en nuestra circunstancia histórica.
Los signos del presente son fragmentos del diálogo ideal (el diálogo dialéctico, que produce conocimiento). Las personas se mantienen en la disposición de determinación por vía de la palabra, como una nueva especie de dialogantes.