lunes, 14 de enero de 2008

Modernidad española y propuesta
espiritual del hombre universal

Sólo al hombre, concediéndole la razón y la virtud, dejó frágil, débil, pobre, enfermo, destituido de todos los auxilios, indigente, desnudo e implume, como arrojado de un naufragio; en cuya vida esparció miserias, puesto que, desde el momento de su nacimiento, nada más puede que llorar la condición de su fragilidad y recordarla con llantos, según aquello de Job: repleto de muchas miserias, y al que sólo resta dejar pasar los males, como dijo el poeta.

Francisco de Vitoria, De la potestad civil

El ser humano es prospectivo. Su antiguo asombro por lo lleno y salvaje constituía su experiencia estética a la que somos hoy profanos y distantes. Y su estimación, aunque un misterio, tenía ya insuflado el porvenir y plantado el pasado. ¿Qué es lo que pasa cuando dejamos de ser errantes y echamos raíces en una mujer o cuando prometemos volver? Por más espeluznante que sea el viaje de ida o regreso, ya no hay radicalmente desamparo. No si se tiene la confianza, la empatía, de seguir el imperativo que revela a los semejantes: “no me mates” (proyección del caritas). Aquel que escucha el llamado de otro no pretenderá el mal. Pero, en serio, ¿cuál es el destino de ese “otro”?, ¿hay certidumbre de que no lo matará el yo? Un niño, el paradigma de ingenuidad, cuando juega nervioso y libre con los animales también suele matar. Y es que, ¿quién nace conociendo la fragilidad de las aves? No es muy distinta la relación entre humanos. El hombre es, en principio, vulnerable. Y al igual que el infante, desconocemos muchas de las consecuencias de nuestros actos, las afecciones que producimos con nuestras manos. Sea o no un ser querido, aquella persona que no se quiere matar puede ser herida por nuestra causa, a veces involuntariamente otras de modo inconsciente, sobre todo si la ciencia conocida de nosotros mismos es escasa.

Hacemos el mal así como lo hemos estado haciendo en repetidas ocasiones en la historia. No podemos resolver esto. Algunos ya han incluso configurado un lenguaje para sostener argumentativamente que el Mal existe, y que tiene su carácter ontológico. ¿Pero no estamos con esto atrapando en fórmulas racionales lo más fascinante del hombre, su destino? Qué pregunta tan sensata esta que dice: “¿está la filosofía preparada para ser responsable por sus ideas dinamita?” Especifico dos de estas ideas: 1) que las acciones humanas pueden ser reducidas a las racionalizaciones ética y moral; 2) que el universo es un todo homogéneo asequible en su estructura profunda por la divina Razón de los hombres.

Así como la imaginación, la razón no perdona, arrastra hacia quimeras y ficciones, engendros de los poderosos que cultivaron las ideas de virtud (areté) y ciencia (tejné). En sus relaciones de dominio, lo eficiente siempre fue la verdad, lo que aplicaba y hacia ver en regla a la Naturaleza; mientras que la ciencia fue y seguirá siendo aptitud de unos pocos destinados a mandar. El maestro de la individualidad y hacedor de la síntesis entre observación y teoría, Aristóteles, es el paradigma de Occidente: dado que todos somos desiguales y unos son superiores ora en el cuerpo, ora en el alma, los primeros obedecen y los segundos son directores o guías[1].

El camino de la civilización europea se dirigía tanto hacia la masacre como a la belleza. Pero el judaísmo, el cristianismo y el Islam reconfiguraron el orden de lo moral al mezclarse con la filosofía de Occidente. Vemos uno de los “renacimientos” híbridos ocurridos por la unión de la fe y la razón en la colonización de las indias.

El s. XVI es el siglo de oro español. El ascenso de los reyes católicos viene acompañado por el descubrimiento de otra tierra habitada por hombres, mientras que surgía, a un ritmo más pausado, un renacimiento intelectual en la Escuela de Salamanca, uno de los principales centros culturales de Europa de su tiempo, que pretende ser escolástico, científico y riguroso. Como pocos lugares en la historia, era un verdadero espacio donde se enseñaba a pensar. He hicieron lo que les correspondía, pensar su presente, ser guardianes de las ideas espirituales y humanistas. Era la época de un choque de civilizaciones, donde el europeo sabía que millones de salvajes estaban tras el mar, y que la consideración católica no era otra que la de evangelizarlos y hacerlos súbditos del Rey, y no por mera dominación, sino por un sentido normativo y utópico profundo: hay que salvar al “otro”, y en el proceso, salvarse a uno mismo. Proteger al prójimo es más que una intervención y un sincretismo, es también una oportunidad de hacer el bien.

Fueron años crueles, o como dice Kuri Camacho, épicos[2]. Pero la magnitud de la catástrofe no tenía que esperarse ver para que Europa (con España muy al frente) discutiera lo más primordial: ¿son los naturales en realidad prójimos del ciudadano?, ¿tienen alma y derechos? Dos actitudes eran bien conocidas, la oficialista y la contestataria. La primera, aristotélica y compleja, encabezada por Juan Ginés de Sepúlveda, y la segunda, alborotadora y apologética, dirigida por Bartolomé de las Casas. Ambas posiciones discutieron sobre la naturaleza de los naturales de indias en la conocida Junta de Valladolid, y los resultados de su discusión condicionaron a la Corona española en sus políticas siguientes: no habría más Requerimiento y la protección o tutelaje de España era obligatoria. El haber llegado a esta resolución es inexplicable sin considerar el trabajo de Francisco de Vitoria, el pionero del derecho internacional y desarrollador de las tesis sobre el derecho del doctor de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino[3]. Hugo Grocio sería el promotor al interior de Europa de los estudios salmantinos de Vitoria.

Fray Vitoria era un ilustrado de aquella modernidad española rechazada y olvidada[4]. Nutrió la cultura desde el frente de la economía y del derecho. En la ciencia de las leyes, renovó el derecho de gentes, propuso ideas innovadoras sobre la ciudadanía y la autodeterminación estableciendo una conciencia democrática a través de esgrimir con pericia el derecho natural con fundamento en una ontología y epistemología tomistas. Influyó notablemente sobre la obra de Suárez.

¿Cómo pensar a España en América de modo neutral? No atendiendo a la perspectiva de Sepúlveda (doctor de otro aparato crítico conceptual, pero sobre todo, de otras premisas culturales) pero tampoco a la del obispo de Chiapas, Bartolomé, que claramente había idealizado a los naturales. En lo que respecta a Vitoria, el pecado es universal, y la conciencia de unos como la de otros no queda exenta del pecado. En su obra, Francisco de Vitoria establece cuatro líneas reivindicativas para: 1) los inocentes de la agresión, 2) la libertad de conciencia, 3) la soberanía popular y 4) la protección de la corona. La premisa fundamental para abordar estos puntos es la ley natural, entendida como el problema del bien y del mal, del discernimiento. De ahí deriva una segunda creencia de Vitoria: que el hombre tiende al bien; pues como indica Santo Tomás, la jerarquía al interior del hombre es razón, conciencia, voluntad y libertad; donde las primeras, en ese orden, condicionan a las últimas. Y no bastaría lo anterior para distinguir el bien del mal, sino que además, las cosas están ordenadas de buen modo, para que así pueda la razón juzgar sin error; además de que Dios revela sus alcances en la naturaleza de sus criaturas y es naturaleza de hombre discernir lo bueno de lo malo y optar –no sólo conocer– por el bien.

En De potestad civil, Vitoria afirma que la sociedad es natural a los hombres, y está de acuerdo con aquellos que dicen que los hombres que se bastan a sí mismos, más que hombres, son bestias (razonamiento atribuido a San Agustín y al propio Aristóteles). Pero lejos de la utilidad de vivir en sociedad el fraile dominico tiene la sensibilidad estética de anotar a Cicerón cuando dice “Y si alguno se subiese a los cielos y estudiase la naturaleza del mundo y la hermosura de los astros, no le sería dulce esa contemplación sin un amigo”[5]. Y sostiene también que lo natural a los hombres ha de ser beneficiado, procurando así el bien a las personas, por lo que lo propio es perseguir el bien común, finalidad misma de la sociedad, más allá de cualquier bien particular.

Pero más importante aún, fundamenta un derecho que sería exigido a toda nación, el de gentes, en el derecho natural, que aunque se encuentra emparentado con el derecho divino, puede propugnarse con éxito independientemente de la teología. Esto porque el derecho natural se funda en la sola razón; es necesario y universal a cada hombre. Y es universal el discernimiento de lo bueno y lo malo, lo conveniente de lo inconveniente. En este sentido, la diferencia entre indios y españoles no es por naturaleza, sino por costumbres. Que a los primeros convenga un tutorado de la Corona es lícito mientras se encuentren en condición de retraso[6], afirmará como uno de los títulos lícitos de la pertinencia de España en América.

Y es que distinguir entre los títulos lícitos y los ilícitos no es trivial. La duda de si los nativos eran o no amentes estaba sólidamente fundada en las diferencias de valores, pero sobre todo, en la insólita y convenida costumbre entre indios de matar y devorar inocentes. Existía pues la posibilidad de que la negociación y el razonamiento pacífico fuera imposible, o en palabras de Vitoria, “de ignorancia invencible”[7] e inevitables consecuencias bélicas.

Frente al Requerimiento de Palacios Rubios, absurda exigencia según la cual los naturales de indias debían rendir sus tierras, servir a la Corona y al Papa, abandonando sus dioses y soberanía, a cambio de no sufrir guerra justa, Francisco de Vitoria revisa cada título supuesto en el documento y comienza a desmontarlo. Así, vela por los derechos naturales y concluye: los indios sí son dueños de sus bienes en tanto hombres, e iguales por tanto a los españoles, aunque diferentes por su educación fuera del estado de gracia. También comprende que los indios tienen conciencia, pues a todos los hombres Dios dotó de razón, el elemento más perfecto de la interioridad, de lo que se desprende que puedan consentir y elegir el tipo de legislación que les conviene junto con los españoles.

Observa de paso, cuáles son las falsas o imprecisas creencias detrás de la trata de naturales. El Requerimiento, en primer lugar, supone que el Emperador es señor del mundo, lo cual no es verdad por ser su potestad civil y condicionada a lo temporal, y ocurre lo contrario con el Papa, cuya autoridad no tiene potestad temporal. Rechaza algún derecho por “descubrimiento”, al igual que la obstinación a recibir la fe de Cristo como causa de guerra justa, así como por los pecados que cometen los infieles. Lo mismo para el uso de la fuerza en la conversión de los indios, o la encomienda de Dios de evangelizar a toda costa. En el fondo, no puede haber una ignorancia invencible de Dios, pues a ésta se le puede responder con la predicación[8]; a menos que haya ingratitud en sentido fuerte y los malvados pequen contra el espíritu santo o unión de la humanidad.

Y con gran valor para nosotros los contemporáneos del discurso posmoderno o multiculturalista, frecuentemente antecediendo lo singular antes que lo universal, haciendo uso de razón señala el fraile Vitoria que es de derecho natural vivir en sociedad y comunicación social. Y ello consiste en poder recorrer provincias extranjeras sin recibir daño; a tratar bien al peregrino y ser bien trato como tal; a tener una ley común a naturales y extranjeros; a la amistad y consorcio entre hombres y al amor al prójimo. También son parte del gran título legítimo primero el comercio, el tener leyes justas, poder ser ciudadano de cualquier ciudad donde se nazca y defenderse de la fuerza con la fuerza. Muchas son las razones que aduce Francisco de Vitoria en sus títulos, y consideradoras de la casuística.

También fue un sobresaliente expositor en el tema de las causas de una guerra justa. Colocando como única causa de guerra justa la injuria grave. Además de que es elección de un soberano que ha de agotar todas las salidas pacíficas posibles con el fin de lograr el bien común de la comunidad o sociedad. Su desarrollo se encuentra en De los indios, relección primera y especialmente en la relección segunda.

Y lo esencial de su obra radica en esa capacidad de avanzar con razones pero cobijado por motivos revelados y divinos. Y esto es ontológica y teológicamente visible cuando afirma respecto a los pecados contra naturaleza como el sacrificio humano que:

“No es obstáculo el que todos los bárbaros consientan en tales leyes y sacrificios y no quieran que los españoles los libren de semejantes costumbres. Pues no son en esto dueños de sí mismos, ni alcanzan sus derechos a entregarse ellos a la muerte ni a entregar a sus hijos.”[9]

Sus pasos son firmes, cree en el derecho natural porque es racional, pero también porque es un don de Dios. Nunca un mero acto libre. Puede que un derecho positivo se equivoque, que sea inicuo o injusto, pero no pasará esto con un derecho natural, pues no puede fallar a lo divino. Categóricamente se sostiene, por su derivación, que al derecho natural no se le puede abolir, aunque así lo pretenda un derecho positivo. Tratar de negar un derecho natural no obliga a dar un salto del mundo de las cosas hacia lo eterno, y nos tenemos que enfrentar a un estado pretérito a las cosas, a la ontologización. La apuesta cristiana no tiene, según parece a muchos, esta alternativa. Otras se espera que puedan acceder a respuestas muy semejantes a las ya dominantes dentro de la nomenclatura de los DD. HH. Al menos no debe negarse la razón en los demás, que implica el privilegio de la palabra y de la conversación.

Y esta materia es bien importante, pues si no se tiene la palabra, no se puede ser libre sujeto de derecho, en tanto que sólo el otro que habla, define al “otro” como “otro-yo”; mientras que el “otro-otro” sólo traslada la propia conciencia a un centro de poder, responsabilizándolo por lo que es uno. No obstante, tomará mucho tiempo desde los tiempos de Francisco de Vitoria, para que la razón sea comprendida de esta manera por los adoradores de la Razón, que hicieron de su certidumbre un ídolo que no escucha, ni escuchará a los hombres de carne que sufren frente a su Mente divina. Tan sólo después de la muerte de Vitoria en 1542, sus alumnos utilizaron sus tesis para negar en la Junta de Valladolid a Juan Ginés de Sepúlveda desde la posición contestataria de un realismo mágico[10], que hacía a los indios objetos de derecho, incapaces de ejercer su libertad propiamente. Cuando la perspectiva de Vitoria era mucho más perceptiva de la conciencia en los indios y de la necesidad de hacerles libres de ejercer sus propios juicios; esto es, tener la palabra, razón en acto, no sólo en teoría y sin aproximación a ellos para verificarlo.

Quien sí fue un seguidor de los estudios salamantinos fue Juan de Zapata y Sandoval, el testigo de América, del sufrimiento de los indios, que declaró ante la Corona que ella misma no estaba administrando una protección, sino una expoliación. Inicia un ejercicio de memoria donde participa el corazón y piensa a los otros sin distancias. Es un ejemplo legítimo de hibridación, de unión entre el blanco y el indio bajo el puente del mestizaje y del horizonte de salvación. Kuri comenta del lamentado Zapata y Sandoval:

“Esos sufrientes y muertos nos incumben; nos piden que rindamos cuentas y nos acusan, obligándonos al ejercicio de la memoria; son nuestras oraciones y lamentos las que los sacan de la nada.”[11]

Donde la memoria no es la toma de segmentos del pasado para la consecución de uno de tantos fines de un sujeto trascendental, como una historia que justifique su estructura de poder, sino que se trata de una empatía y enraizamiento que hacen exégesis cerca del otro:

“Ese ejercicio de la memoria entonces, no es el ejercicio de una memoria selectiva; no es una instancia calma, exenta de peligros; exige considerar todo el pasado para proyectar su luz sobre el presente, sin eludir la opinión polémica. Porque de lo que se trata es de no faltar a la cita del presente.”[12]

En estas circunstancias es que nace, a principios del s. XVII, un nuevo proyecto civilizatorio para América, de ideas de libre autodeterminación todavía no maduras pero rindiendo ya frutos de Francisco de Vitoria. Así nace una conciencia de una nueva nación, la Nueva España, cuyo esplendor será cortado de tajo por una decadente España en 1767 y la llegada de los mormones ilustrados, extranjeros de mente para la Nueva España.



[1] Cfr. Aristóteles, Política y Metafísica, L I 1-2.

[2] Ramón Kuri Camacho, “Juan de Zapata y Sandoval testigo de América”.

[3] Cfr. Francisco de Vitoria, Comentarios a la “Secunda Secundae” de Santo Tomás. Tomo III: De iustitia.

[4] A la luz de la Razón del sujeto de la modernidad francesa, y luego, de los ilustrados y también de los idealistas alemanes, España quedó fuera del proyecto civilizatorio europeo de la Modernidad; fue considerada una nación atrasada por la religión y carente de una competencia y actitud científica y económica supuestamente universal, postulada por la Europa del norte que era guiada por la Razón pura.

[5] Francisco de Vitoria, De la potestad civil, 262, en Reelecciones teológicas.

[6] Acaso sea esta la única gran equivocación práctica de Vitoria en materia de derecho, pues a los indios en la historia no se les concedió verdaderamente la palabra, una que fuera escuchada y tuviera resonancias. Pero en absoluto se opone a lo consecuente en todo hombre, enseñar/dar al otro aquello de que carece y es vital, en este caso, el camino a la salvación. El horizonte de salvación es importantísimo para comprender esta utopía que emprendió España en sus “colonias”.

[7] Francisco de Vitoria, De los indios, relección primera, en Reelecciones teológicas.

[8] Cfr. Ibídem, epístola a los Romanos: “¿Cómo creerán, sin haber oído de Él? Y ¿cómo oirán, sin haber quien les predique?”, 385.

[9] Ibíd. 422.

[10] Cfr. Kuri Camacho, “Juan de Zapata y Sandoval testigo de América”.

[11] Ibíd.

[12] Ibíd.

sábado, 12 de enero de 2008

Esbozo de los principios y alteraciones al concepto de Naturaleza por causa del pensamiento filosófico antiguo

Que el Dios nos salve de consideraciones absurdas e incoherentes

y nos sugiera opiniones probables.

Platón. Timeo

Si alguien sabe qué es la naturaleza ese alguien es un monstruo; quiero decir, aquél que se atreva a decir que conoce la esencia de la naturaleza, debería quedarse callado y no venir a contárnoslo, no así como los demás vienen y nos hablan de las cosas del mundo, afirmando por igual cosas útiles, sandeces o hermosas palabras. Por algún acuerdo implícito, sabemos que la naturaleza se trata, entre otras muchas quimeras, de una construcción humana, específicamente cuando se trata de concebirla en un concepto y no como un elemento vivo que respira dentro de una ontología. Hay algo de terrible en nuestros actos de pensar.

I

Desde la racionalidad occidental y frente a la filosofía más soberbia –la autoafirmada única o legítima–, la naturaleza es una cuestión satelital en la vida. Según esto, el filosofar es necesariamente antropocéntrico, una apoteosis del hombre, y un avatar de la civilización. Pero antes de que se racionalizara nuestra condición prospectiva y de que fuésemos de la estirpe de la Razón, el mundo natural y material no era sino nuestro propio rostro, un espíritu asombroso de la misma calidad que cualquier alma humana. Entonces nadie podía sentirse privilegiado frente a las demás cosas en la existencia.

Puede que ahora creamos que la naturaleza no es superior o igual a nosotros, pero no hemos dejado de percibir que, de alguna manera, necesitamos de la naturaleza para existir, que es una condición para la vida y nuestra posibilidad de desenvolvernos en el mundo. No podemos prescindir de ella para ser, y no podemos decir que somos la misma cosa, al menos no sin un mínimo esfuerzo de profundización espiritual. Este escrito pretende dar algunas respuestas a la conciencia de la decadencia del mundo natural por la causa del mundo del hombre moderno, respuestas en torno al origen de nuestro objeto radicalmente otro-no-yo.

II

Nunca estoy preparado para tratar satisfactoriamente este tema, pero no puedo soltarlo. Nuestra relación con la naturaleza ha sufrido tantas metamorfosis y se ha resistido a dejar tantas de sus figuras del pasado, que podría dedicarle varias vidas a resolver dificultades de su estudio. En esta ocasión pretendo responder a una pregunta compleja, y hacer por tanto un mal ejercicio filosófico. La pregunta es: ¿el pensamiento humano es naturaleza? No pretendo hacer un conato de contestación, aunque creo que mis conclusiones se identificarán irremediablemente con ello. Para intentar eludir esa suerte, trataré de determinar qué quiero decir con la pregunta y para qué me lo pregunto.

El “pensamiento humano” es una actividad propia de nuestros semejantes que consiste en la producción indeterminada de inferencias guiadas por un sentido y entendimiento a un tiempo y por medio de un código o lenguaje común entre dos o más individuos. Ciertamente no es una definición exhaustiva, pero tampoco es vaga y libre de ideologías. Implica la existencia de una comunidad que entiende el significado o propósito de esta producción, que tiene una linealidad –aspecto mensurable– y también una indeterminación o incompletud. Normalmente, se atribuye a la maquinaria productora del pensamiento el nombre de mente o alma. En lo que a mí concierne, no se requiere de un autor de la producción para que exista efectivamente el pensamiento, la forma del pensamiento se satisface si existe un grupo, y no un individuo solo, que reconozca la producción; el origen de esta creación es accidental.

La “naturaleza” es un algo que casi siempre me tiene insatisfecho cuando trato de delimitarlo. Tiene sobre todo dos sentidos. “el modo de ser de algo”, o bien “el conjunto de seres no creados por el hombre”. En el primer sentido entiendo que el pensamiento sí es una naturaleza, en tanto que el pensar, o el estar produciendo pensamientos, es uno de los modos de ser del hombre, le es natural. En cuanto al segundo sentido, el pensamiento también es naturaleza puesto que si el hombre fuera la causa del pensamiento, bastaría uno solo hombre para producirlo. Si embargo no es tan clara la distinción entre “dos o más individuos” y “el hombre”. Es decir, ¿puede haber, en realidad, un solo hombre?

Pero ¿para qué responder la pregunta? En realidad la respuesta no es importante, lo importante son las disquisiciones que genera tratar de aclarar el sentido de un problema tan complejo. Si logramos responder extensamente por qué nuestro pensamiento es naturaleza, habremos recorrido los problemas más inextricables de la filosofía, y quizá encontrado algunos compromisos ontológicos que defender. Esto es verdad, porque la naturaleza, en tanto aquello que el hombre no hace, genera grandes conflictos gnoseológicos. Por un lado, la racionalidad ha sido la espina dorsal de nuestro mundo de ficción, moderno y elevado, pero se funda en una lógica de la identidad que no puede concordar, por fuerza, con los acontecimientos naturales, aquellos que el hombre no genera. El hombre racional descubre principios, no engendra cosas. Los orígenes señalan a los misterios del mundo natural, no a la razón. Toda esta problemática es la que me hace aproximarme a la genealogía del segundo sentido de naturaleza, el que se emplea sobre todo cuando expresamos “Naturaleza”. Trataré que mi pretexto guía sea la noción de la distancia entre ella y nosotros.

III

El ser humano conocido padece constantemente de insatisfacción. Es de lo más natural encontrarnos frente a sujetos siempre deseosos de algo, acaso por ser insaciables o quizás por incompetentes. Se requiere no obstante de un estado de conciencia, de una actividad mental resoluta, para afirmar que esta condición la sufre uno mismo. Esto, en principio, porque la racionalidad humana nos condena a ciertas exigencias de la razón. Estamos atados a buscar las concreciones de nuestro interior; desde la obvia búsqueda por atender concientemente nuestras necesidades fisiológicas hasta los anhelos estéticos e ideales más sublimes, la racionalidad nos acompaña, indicando una especie de camino por delante, camino que al tratar de cubrir, muestra que todavía le resta.

Hoy parece sencillo identificar a este acompañante como nuestra conciencia o nuestra alma. Pero hubo un tiempo en que la interioridad en general no era tan clara, tan libre de aprovecharse, o bien, tan íntima y propia de nuestra existencia. Si se le pregunta a un hombre si el alma existe, es muy posible que éste no sepa contestar o no lo haga satisfactoriamente; pero es altamente improbable que una persona a la que se le hace esta pregunta no tenga la menor idea de lo que trató de preguntársele. Alfred Edward Taylor asevera que el alma, entendida como aquella parte que contiene nuestra personalidad, y que incluso es nuestra identidad, es una invención de Sócrates[1]. Si esto es así, Platón es el principal responsable de haber introducido en el pensamiento filosófico occidental, que inicia con el legendario Tales de Mileto, la noción de interioridad. Lo cual no significa que la antigua cultura griega en su conjunto no haya tenido la brillante intuición de que el hombre es un microcosmos. Ejemplos claros de esta idea los hallamos en los pitagóricos, en Demócrito o en el paradigmático Protágoras y su atribuida frase: “el hombre es la medida de todas las cosas.”[2]

La reflexión filosófica no es antropocéntrica por casualidad. Los primeros intentos de la filosofía griega por ofrecer una explicación del mundo fueron explícitamente sobre cuestiones materiales para satisfacer problemas estéticos; se trataba de pergeñar entre los límites de un mundo, el cual se presentaba fascinante y heterónomo, tanto en sus rasgos cotidianos –de un asombro no tan frecuente– como en las propuestas de sus orígenes. Digamos, por el momento, que la filosofía nació de una reflexión en torno a la naturaleza, pero detengámonos aquí, dado que se trata de un concepto altamente equívoco. Lo expresa magistralmente el siguiente fragmento:

…El concepto de naturaleza (...) ha aparecido en la literatura filosófica respondiendo habitualmente a necesidades conceptuales surgidas del discurso en turno (de aquí la abundancia de sus valores semánticos), lo cual ha vuelto improbable también que se afiance en una sola acepción rigurosamente definida[3]

Cuando se intenta resolver un problema, en el fondo siempre está la cuestión del hombre y su entorno, y, todavía más oculto, el tema de su concomitancia. Los intentos más perspicaces de mostrar esta situación han recorrido caminos diversos: metafísicos especulativos, místicos, religiosos, científicos o mágicos, y en mi opinión, no han podido más que llegar a la afirmación de una relación triple, una triada que podemos llamar Dios, Hombre y Mundo. Reducir estos elementos a uno solo es disociar con un golpe de gracia al entendimiento, acaso sea la mayor injuria contra el lenguaje y nuestra comunicación[4]. Las culturas primitivas suelen tener bien claro que forman parte de una comunidad, asumen los tres elementos y por ello es congruente que sean holistas e integrales, porque son concientes de su comunión con la realidad. La reducción a un único ser, por otro lado, no parece tener la suerte de ser respaldada por poblaciones enteras. Pero la reducción no es el único destino posible para esta triple distinción; también se puede omitir u olvidar alguno de sus elementos. Esta fue la fortuna del pensamiento hegemónico de Occidente, que en repetidas ocasiones afirma los tres componentes metafísicos reparando concientemente sólo en uno o dos de ellos. Un error que podemos cometer siendo parte de Occidente es atender únicamente a la división entre el hombre y la naturaleza. Si queremos actuar del modo sensato, hay que leer entre líneas y observar la presencia de lo divino, en tanto potencia de sentido, entre el hombre y el mundo, en cómo observamos a la naturaleza.

Lo filósofos de la antigua Grecia no eran muy diferentes de otras culturas primitivas, compartían elementos culturas tales como dioses y ritos en lo religioso, y habitualmente comerciaban con otras civilizaciones mediterráneas y de oriente[5], conocían no sólo del mundo heleno, también las ideas, los propósitos y algunas de las experiencias de los bárbaros. Lo más natural es que consideraran al mundo como un todo ordenado, más bien orgánico, como un ser viviente, y que se relacionaran con el cosmos por medio de ritos y misterios[6]. No obstante, a diferencia de otras civilizaciones, los griegos desarrollaron un asombro por la palabra sin precedentes. De acuerdo con la historia tradicional, las explicaciones mitológicas sobre el origen de la fysis (la naturaleza para los perifiseos) no satisficieron a los pensadores en su sólo ejercicio de la razón (la mera palabra coherente). Sus frecuentes contradicciones no se comparaban a los esfuerzos racionales por encontrar un principio independiente (arjé), que una vez descubierto permitiera tener un dominio sobre los límites del espacio natural[7]. El poder de convencimiento y de universalidad de la razón llegó a tener suficiente atención como para que se predicara de ella divinidad; es decir, belleza, fuerza, autonomía y eternidad[8]. Y, siendo la razón (logos) divina y la materia ordenada según cierto principio vislumbrado, se atribuyó a la Naturaleza una especie de mente o de inteligencia[9].

Las profundas ideas místicas y religiosas de un cosmos armónico y unido en el que el hombre se encuentra indistintamente integrado[10] coexistieron con la nueva idea de que la Naturaleza tiene un orden racional o una gramática. La una era un continuo proceso de generación material y sensible[11], cuando la otra era una estructura construida regida por una ley[12]. Si la Naturaleza se rige por el logos, entonces nosotros podemos conocer su orden, puesto que el lenguaje de la naturaleza no es otro que el de la palabra humana[13]. Si captamos esto, no sorprende en absoluto que Aristóteles en su Organon presentara una lógica ontológica, y que su sistema metafísico declarara por medio de la sustancia y la causa, los componentes de la realidad y su explicación.

Por diversos factores políticos, la figura de Sócrates apareció en escena con una innovación importante. No se preguntaba por el principio de la materia, sino por la eficacia para lograr algo, hacer bien lo que se tiene que hacer, especialmente su propio ser hombre. Si el estudio de la fysis antes de Sócrates se preguntaba por el devenir, el problema para Sócrates era hacer de su vida una vida buena, y marcó con ello un nuevo paradigma, el de la teleología A partir de él, se formula la pregunta racional y moral siguiente: ¿cuál es la areté del hombre?, a saber, ¿cómo debo actuar para hacer lo que me es propio hacer?[14] Las teleologías racionales que devinieron a partir de este ‘giro antropológico’ fueron los sistemas de Platón y Aristóteles. Estos significaron el establecimiento de una filosofía hegemónica derivada del planteamiento de Parménides, la conceptualización del ser unívoco e inmutable, lo realmente divino. Esta filosofía dominante impulsó la lógica de la identidad planteada por la teoría del Ser –irónicamente vertida en el poema ontológico– y coadyuvó a la fundación de la radical separación entre el hombre y la naturaleza. La mítica quedó desplazada y la razón fue el principal objeto de cultivo de los sabios.

La hegemonía de la lógica de la identidad corresponde a que ésta se dedicó a la consecución del conocimiento, no de la armonía cósmica. Su gran valía era la de proporcionar nueva técnica, para lo cual se requiere un gran esfuerzo de observación, abstracción y reflexión. Todo esto, no sólo incluye una práctica del ensimismamiento y de la jerarquización, también implica la expectativa de controlar los resultados y ejercer el poder del conocimiento a voluntad, la cual, según la teleología, desea el bien al cultivar lo que es en sí mismo un fin[15].

Las teleologías son compañeras del pensamiento racional. Proyectan a la persona en una dimensión que sigue una lógica determinada, y pueden ubicar la condición actual dentro de un proceso de sentido extrasensitivo. Cuando esto pasa, se dice que el hombre se dirige hacia un ente metafísico, en el sentido de ultraterreno; por lo que la confrontación entre el hombre y la naturaleza y mundo que deviene pierde relevancia.

Más tarde los estoicos, concibieron que el logos era inherente a la fysis, y que lo correcto era no ir en contra de ella, no metamorfosearla. Al diferenciar entre los animales racionales y los irracionales abismáticamente, minimizaron en su ética la incidencia del humano en el mundo natural. Irónicamente, aunque proponían vivir conforme dictaba la ley divina de la naturaleza, la distancia entre el hombre y la Naturaleza se agudizó más. Los epicúreos por su parte, disminuyeron la dignidad del individuo aristotélico al negar que la Naturaleza tuviera un telos o finalidad[16]. En su atomismo se predicaba que la causa de la generación era azarosa, tanto fuera como dentro de la interioridad, y que el hombre no fuera más que el producto de la casualidad y el mundo el producto de un evento fortuito, conservó una vez más, la distancia entre hombre y naturaleza.

Por estas circunstancias también aparece la división entre lo natural y lo artificial. La Naturaleza, sin un rostro intervenido por la técnica, es ajena al hombre libre, ensimismado en su orden. Se la percibe como es, distante y probablemente hostil, salvaje en tanto impredecible y fuera de norma. La idea de que somos divinos por nuestra razón nos permite embellecer a la naturaleza modificándola para procurarnos una vida mejor, donde ejercemos el poder. En tanto que creamos ideas, podemos considerarnos aprendices del Demiurgo. Depositada la confianza en la ciencia, los espacios y tiempos sagrados se colapsan y los misterios pasan a la trastienda, al lugar que no requiere arreglo ni ser recordado para muchos. Sin misterio, lo único que queda por verse es lo que el hombre hace, ha hecho y está por hacer y la única relación con la naturaleza ocurre en virtud de la tecnología. Hay que observar que el valor de la técnica, radica en los resultados, no por ser técnica.

IV

La visión matemática del universo fue posibilitada y gestionada desde el período clásico, por una parte, la concepción de la Naturaleza como una estructura a manos del pitagorismo y la filosofía platónica de las ideas perfectas dejaron la impresión de que los números expresaban las formas de la realidad, su gramática o lenguaje. Y por otro lado, el atomismo antiguo de Demócrito y Leucipo (donde la fysis es el resultado de la necesidad y del azar) dieron las bases para que se gestara el mecanicismo de la Modernidad, luego de que se concibiera la metáfora del mundo como máquina. Aristóteles contribuyó con su parte al unir la observación sensible con la teoría. El período medieval, en cambio, constituyó un modelo de control racional y moral que evitó que las ideas matemáticas del universo quebraran su cosmología.

El cristianismo atenuó las exigencias racionales, pero no vino en absoluto a nivelar la separación entre la mente y la naturaleza. Terminó con la concepción cósmica y se enfocó en la figura de Dios, el alma y la salvación, entidades trascendentales que no nos confrontan con el devenir de la Naturaleza, le roban su espíritu y su interés.

Siglos más tarde, ya en el Renacimiento, la naturaleza evocaba los aspectos de la interioridad de los hombres, pero no tenía de ninguna manera la preponderancia que gozaban las obras y reflexiones de los doctos. Nicolás de Cusa, ya contaba en su tiempo con la certeza de los presupuestos matemáticos y tenía toda la libertad, en relación a su distancia entre su alma y la naturaleza, para especular y aseverar que Dios es centro y circunferencia. A él debemos que se la esfera sublunar y supralunar hayan sido coordinadas bajo las mismas leyes naturales, leyes matematizadas, desde luego. Las insipientes aportaciones científicas no tuvieron efectos superfluos en los siglos consecuentes. El método experimental no se hubiera logrado sin las aportaciones racionales de Telezio, Patrizi y otros renacentistas. La naturaleza estaba ahí, se la sentía, pero siempre desde una distancia, desde una idealización que apenas comenzaba su ascenso para verse a sí misma parada sobre pies de barro.

V

Sin importar los modelos que gobiernen nuestra visión de la Naturaleza y del orden que pensemos que la divinidad ha planeado que sigamos, nosotros no podemos más que construir ‘decires’ que satisfagan las exigencias racionales y morales de la presentación del mundo. El Bruno, Descartes, Newton, Spinoza, Leibniz y Kant. Estaban obligados a ofrecer una respuesta desde su vocación filosófica. Cada uno, desde su circunstancia aportó su concepto, hizo su crítica y dejó su legado para pensar, una vez más, nuestra separación supuesta con la Naturaleza.

El problema fundamental desde los inicios de la filosofía hasta el s. XIX es el espacio, desplazado aparente y actualmente por el problema de la temporalidad interior. En todo caso, el espacio es nuestra aproximación a lo radicalmente otro, en primer lugar, como una envoltura, un límite que se distribuye y extiende frente a nuestros sentidos. Hablar del espacio es hablar de parte de la naturaleza. El cómo las cosas se encuentran en él es de completa relevancia. La Modernidad estableció desde el comienzo una nueva percepción de las cosas. Frente a toda la religión e ideas mágicas que subyacían a ellos, las cosas fueron objetos inertes, carentes de un ciclo que los animara y ligara a nosotros. Si algo fue investigado en ese período, fue sujeto de las disposiciones más extrañas de nuestra imaginación tal como consideró el Nolano al pensar en el universo simulacro, el espacio extendido al infinito y continente de innumerables mundos finitos.

Lo que faltó en la Modernidad o lo que falta hoy, fue el ancla que detuviera los caminos del pensamiento; un paradigma que indique qué es sano al entendimiento y qué una impía consideración.


[1] En mi opinión, la tesis principal en A. E. Taylor, El pensamiento de Sócrates, FCE, México, 1961.

[2] Teresa Kwiatkowska, Jorge Issa y Fco. Piñón, Mundo antiguo y naturaleza, Plaza y Valdés, México, 2001, p. 107.

[3] Ibíd. 46.

[4] No profundizaré sobre el tema de la triada metafísica. Baste pensar como ejemplos de los problemas de violentar estas ideas, al negarle a alguna campo de acción o reducirles su semántica o autonomía, el pensamiento de Friedrich W. Nietzsche, algunos pasajes de Edmund Husserl o de Jacques Derrida.

[5] Un brevísimo esbozo del entorno cultural de la Grecia de entonces, así como referencias a fuentes más detalladas, puede encontrarse en ibídem pp. 21-32.

[6] Tales como las fiestas y celebraciones dedicadas a Dionisos o bien los misterios eleusinos.

[7] Esta es la interpretación que doy al tradicional “paso del mito al logos” que da origen a la filosofía.

[8] Cfr. con la clara exposición que hace W. K. C. Guthrie del sentido del término theos en Los filósofos griegos, FCE, México, 1994, pp. 17-18.

[9] Ejemplos son el logos de Heráclito y el nous de Anaxágoras.

[10] Al parecer, la supuesta frase de Tales “todo está habitado por dioses” era una creencia común en el pensamiento griego.

[11] La dimensión estética en las preocupaciones griegas es fundamental; el griego estaba“inmerso en una naturaleza en la cual todo era misterio, y por tanto, encanto”, Teresa Kwiatkowska, et. al., Mundo antiguo y naturaleza, p. 110.

[12] En opinión de Kwiatkowska y compañía, el siglo donde había esta dualidad de concepción fue el VI a. e. c.

[13] Este es el principio de la Razón, el ídolo de la Modernidad.

[14] La areté es entendida aquí según la propuesta de Guthrie, en op. cit. pp. 15-17; como la tarea del hombre bueno.

[15] Para no extenderme en cómo la teleología racional separa al hombre de la naturaleza por la incidencia de la voluntad del gobierno correcto de las cosas por el alma que conoce la verdad, remito a Kwiatkowska, Issa y Piñón, Mundo antiguo y naturaleza, pp. 46-94.

[16] En el caso específico del grecorromano Lucrecio, el hombre sale engrandecido y a la vez admirado por la naturaleza pese a que ésta no tiene ninguna finalidad concreta. Cfr. Tito Lucrecio Caro, De rerum natura.

jueves, 10 de enero de 2008

Materia y pensamiento: especies y augurios

Yo he sido en otro tiempo muchacho y muchacha, planta, pájaro y pez viviente

Empédocles

Hace ya varias lunas que conversaba con un amigo sobre el intrigante tema de la inteligencia artificial, que no pocas veces lleva a pensar en las utopías (o en las antiutopías) de la ciencia ficción. Bordeando los límites de nuestro mundo, nos preguntábamos por asuntos tan importantes como el origen del sentido, la sustancia del pensamiento o las dimensiones que surgirían en la vida si la compartiéramos con sujetos pensantes fabricados artificialmente. Lo hacíamos desde una perplejidad tan grande que no veíamos cómo conservar integrado el mapa conceptual que poseíamos. Había un problema de especial interés en el diálogo, acaso el eje de aquella disertación que rayaba en mera divagación y ociosidad. ¿Podía surgir de un conjunto de signos definidos una diversidad de usos lingüísticos virtualmente infinita? Más exactamente, nos asaltaba la duda de si podía un conjunto de algoritmos genéticos –operaciones ordenadas y finitas que llegan a alguna conclusión tras permitir la entrada de alguna casuística o información aleatoria– engendrar nuevos algoritmos, cada vez más complejos y entreverados, hasta llegar a constituir verdaderos campos de significado inextricables e indisociables, al menos sin una pérdida significativa de sentido. Lo que queríamos saber, en menos y más simples palabras, era si es fácticamente posible poner en marcha un mecanismo capaz de ser un usuario de cierto lenguaje semejante al del ser humano, configurado por experiencias y formas adquiridas en un determinado comportamiento equiparable al de la vida conocida por nosotros.

Revisión al argumento del cuarto chino

Uno de los más destacados filósofos del lenguaje y de la mente se encuentra en la Universidad de California Berkeley, John Searle. Este hombre publicó en 1990 un artículo intitulado “Is the Brain’s Mind a Computer Program?”[1] <“¿La mente del cerebro es un programa de computadora?”>, en él rebatía las respuestas de científicos y filósofos a un argumento que había expuesto diez años atrás que causó gran polémica[2]. Este argumento, conocido como Chinese room[3], aparentemente desde su publicación ha generado tanta discusión que aún no deja de darle renombre al filósofo. ¿Qué tiene de atractivo el argumento del cuarto chino? Queda bastante claro después de tantos años de aclaraciones y matices, al menos se sabe cuál es su origen y objetivo. Según el autor, el argumento del cuarto chino demuestra que el computacionalismo yerra al creer que la mente consiste en un programa[4]. Por lo tanto, Searle no hace más que poner en entredicho a una de las corrientes más representativas dentro de la historia de la inteligencia artificial. Antes de aproximarnos al argumento, conviene entender qué tesis son las que está desacreditando, según algunos con mucho tino, pero para otros sólo siendo excesivamente condescendientes.

El computacionalismo pretendía explicar en aquel entonces el funcionamiento de la mente afirmando que los estados mentales eran simples estados computacionales[5]. De acuerdo a esta corriente, un programa de computadora que fuera capaz de satisfacer las siguientes dos condiciones estaría, de hecho, pensando. Primero, pasar la prueba de Turing (Turing Test, TT), un examen que evalúa si el comportamiento de un programa en cuestión en determinada tarea es indistinto, a juicio de un observador, al de una persona que desempeña el mismo papel. Segunda condición, que el programa pueda operar en completa normalidad independientemente del hardware en el que esté en marcha.

Searle está en desacuerdo, no concibe cómo puede la mente reducirse a un mero programa computacional como postula la inteligencia artificial fuerte (nombre que atribuye al computacionalismo). De ahí que formule el argumento del cuarto chino, que consiste básicamente en mostrar en una analogía que la TT es insuficiente para determinar el entendimiento de un proceso computacional; esto es, que la supuesta primer condición que debe superar un programa para pensar en realidad o bien no significa ningún logro o bien no es una condición aprobable por ningún programa de computadora.

En el argumento del cuarto chino, se supone a un hombre oculto dentro de una habitación que es en realidad un programa computacional que supera la TT. Dicha prueba consiste en entender chino. Hay hombres afuera que introducen preguntas en chino y el cuarto contesta satisfactoriamente. En su interior, se encuentran todos los pasos necesarios para transformar los signos de la escritura china en otros símbolos chinos de acuerdo a su forma, no su significado. Lo único que se requiere para que la maquinaria responda correctamente frente al juez es un operador –parte fundamental del proceso– que siga al pie de la letra la rutina determinada en el interior del cuarto. Digamos que el hombre dentro de la habitación no entiende nada de chino, sólo sigue las instrucciones. ¿Cómo puede atribuírsele a él, el manipulador de los signos dentro del cuarto, entendimiento del chino?

El argumento no ilustra gran cosa si no se comprende al entendimiento como algo más que un proceso algorítmico (nada muy difícil de alcanzar desde la comprensión coloquial de pensamiento). Según Searle, se atribuye mente a un dominio de contenidos semánticos, algo que la manipulación de meros signos cerrados no hace; o sea, que un programa computacional en este sentido –o si se prefiere, en estas sencillas condiciones– no puede pensar, pues es incapaz de manejar una semántica. Sólo una mente o conciencia es capaz de realizar un proceso de asignación de significados. Todo proceso mental –continúa Searle– tiene contenidos semánticos donde ocurre una adhesión de significado a los símbolos y éste proceso no puede equipararse al desempeño de un programa de computadora[6].

A todos nos fascina el hecho de que el desarrollo tecnocientífico llegue a hacer de un montón de materia inanimada, pensamiento. Mas ¿es este monstruoso evento imposible? Si se pudiera generar pensamiento de unos cuantos chips o microprocesadores, ¿cualquiera de mis mascotas podría ganarse una mente luego de unos implantes?

De si la mente puede o no surgir de la sintaxis

En opinión de algunos[7], cuando John Searle en Is the Brain’s Mind a Computer Program?” afirma que “los programas de computadora son sólo formales”[8] , a saber, mera sintaxis, está diciendo que todo programa de computadora posible es exclusivamente sintaxis. De acuerdo a mi apreciación, esto es exagerado. Es un dejo o fantasma del logicismo y sus exigencias de formalización de cualquier enunciado relevante, en este caso un axioma, como si de ello dependiera el justo entendimiento de las cosas. Frente al mundo de las posibilidades inconmensurables o irracionalizables –por no decir infinitas–, proyección de una mente contemplativa, las afirmaciones rara vez –a menos que se trate de discursos especiales– pretenden predicar algo absolutamente. Este es el caso de Searle en las aseveraciones escritas en su artículo, sus axiomas y conclusiones. Él no quiere decir que los programas computacionales sean incapaces de pensar, lo que dice es que los programas de computadora que sólo manipulan signos, como los propuestos por el computacionalismo, no están pensando aunque pasen la TT. Y va más allá, niega que los programas de computadora existentes, es decir, los técnicamente posibles en 1990, puedan ser suficientes imitadores de lo esencial en el hombre: el pensar.

Searle no negó la posibilidad de que hubiera programas que fueran sintácticos y semánticos, es decir, que pudieran pensar en algún momento las máquinas, de hecho afirma que es trivial preguntárselo al comienzo del artículo:

“…If by “machine" one means a physical system capable of performing certain functions (and what else can one mean?), then humans are machines of a special biological kind, and humans can think, and so of course machines can think. And, for all we know, it might be possible to produce a thinking machine out of different materials altogether -say, out of silicon chips or vacuum tubes. Maybe it will turn out to be impossible, but we certainly do not know that yet.[9][10]

Is the Brain’s Mind a Computer Program?” es más que un argumento del cuarto chino ‘remasterizado’ y fortalecido, es también una negación completa del computacionalismo. Si recordamos bien, pasar la TT no es condición suficiente para que el programa piense; es sólo una de dos condiciones necesarias según las tesis del computacionalismo. Hace falta que el programa en cuestión sea independiente del hardware y que se aplique en una amplio espectro de materiales unidos con alguna técnica mínima. Pues bien, en esto también yerran, en opinión de Searle. Él distingue entre modelo y duplicado, y reduce al programa de computadora a un modelo de la mente, negando que se trate de una mente que en realidad esté pensando como es propio. De ahí que, casi al concluir su artículo, indique que los programas de computadora son una simulación de los procesos mentales:

“…How could we get into this mess? How could anyone have supposed that a computer simulation of a mental process must be the real thing? After all, the whole point of models is that they contain only certain features of the modeled domain and leave out the rest.”[11][12]

La distinción de Searle entre modelo y duplicado lo que revela es un desacuerdo ontológico, él contempla los avances de la neurofisiología, y está convencido que ningún programa aplicable a una amplia variedad de hardware sería un duplicado de la mente humana, pues la ciencia lo que indica es la existencia de una inmensa cantidad de condicionantes en los procesos electroquímicos en un estado de conciencia determinado. De ahí que diga que un programa de computadora del que se diga que tiene mente requiere tener, cuando menos, la capacidad causal equivalente a la de un cerebro humano, con todas sus implicaciones funcionales neurofisiológicas para generar el proceso del entendimiento y asignación de significado, de manejar al fin, cierto contenido semántico.

Con esto, Searle deja abierta la posibilidad de que la inteligencia artificial pueda llegar a aproximarse a la constitución de la mente humana, a su naturaleza. Pero no por los criterios del computacionalismo, que contra su gran ambición, se satisface con poca cosa. Sólo después de haber avanzado más allá del horizonte de esta corriente, habría mayor exactitud al predicar pensamiento a un programa de computadora. En este sentido, las manipulaciones de signos podrían ser una especie de rasgo o característica de la mente en tanto simulación de ésta, rasgos muy probablemente necesarios, pero no suficientes para hablar de una conciencia y un entendimiento en sentido estricto.[13]

El impacto en la axiomática

Los problemas de fondo son simples, ¿no es el cerebro como una computadora?, o más bien, ¿no se diseñan los programas de computadora como simulaciones de un cerebro humano?, ¿no es entonces, natural, luego de múltiples experimentaciones, que en algún momento los programas de computadora manejen algo equivalente a los contenidos mentales?

Hay un problema subyacente en las tesis del computacionalismo. Se ha tomado, al menos a como nos la presenta Searle, muy en serio el modelo de la máquina de Turing y la TT. Con su confianza depositada en logros contingentemente apreciados dentro del ámbito de cierta inteligencia artificial[14], pensaban los seguidores de esta corriente que, en teoría, con el programa correcto y el tiempo suficiente, se puede computar cualquier función de input-output gobernada por reglas, incluso las operaciones más complejas como las del cerebro. El garante es la TT, que “engaña” a una persona bien capacitada para atribuir entendimiento en alguna tarea. La dificultad planteada al computacionalismo es que afirma que una vez alcanzado “el programa correcto”, toda computadora que corriera dicho programa estaría pensando efectivamente. Lo grave, es que suponen que pasar la prueba de Turing es suficiente para determinar que el programa es el correcto, pues prácticamente todos los programas que sólo manipulan signos y que están diseñados con microprocesadores cumplen la condición segunda (la independencia de hardware), y en teoría, la mera manipulación de símbolos o el uso exclusivo de la sintaxis, pueden satisfacer la prueba de Turing. La ingenua pregunta ¿puede una máquina pensar? cambia entonces a ¿es la máquina conciente sólo aplicando un programa?

Debajo de toda la parafernalia de la técnica y la programación, la prueba de Turing es altamente cuestionable, existe en ella un dualismo clásico de sujeto cognoscente y objeto cognitivo. No voy a negar su validez aquí, pero señalaré los espacios visibles en donde encuentra insuficiencia crítica. En primer lugar, la prueba asume que si se presenta un comportamiento tal, como si hubiera un proceso mental detrás, entonces, dicho proceso mental existe. Aquí radica la fuerza del argumento del cuarto chino en contra del computacionalismo, sólo se incluye en un caso hipotético a un objeto que tiene una capacidad ontológica de entendimiento dentro de un proceso de manipulación simbólica, que, por hacer sólo una manipulación de signos, no entiende. Cuando por fuera, el juez de la prueba determina que el proceso sí entiende. Se ha ocultado un objeto al observador y juez de la prueba que es claramente un objeto pensante (una persona), relevantísimo al observador para determinar el juicio. El problema es desde luego, cuál es la sustancia pensante. Las observaciones no pueden por sí solas clarificar en dónde hay pensamiento. En esto consiste el criticado conductivismo de la TT, pues el observador de una conducta supone que ese comportamiento es resultado de un estado mental o abstracto específico, pero en realidad no es capaz de controlar y repetir el fenómeno un número de veces muy grande para verificar una hipótesis, y por otro lado, la mente, el pensamiento o el entendimiento, no es un objeto concreto ni universalmente definido. Si bien usualmente sólo se atribuye a los seres humanos el ser portadores de una mente, no queda claro que la única mente posible sea la humana[15]. Se cae en un mero criticismo. El que yo programe a mi máquina para que imprima “te quiero” cada vez que me acerco, no puede significar que la máquina me quiere, insinúa Searle al final de “Is the Brain’s Mind a Computer Program?” [16]

La prueba de Turing es desde luego extensible a una multiplicidad de procesos observables satisfactorios, incluso a la mayoría de estos procesos de la vida cotidiana. Pero su origen no es otro que la división entre sujeto y el objeto modernos. A propósito de este asunto, recuerdo las palabras de Stevan Harnand cuando aborda la TT en su artículo dedicado al argumento del cuarto chino:

“Could the Chinese Room Argument be resurrected to debunk a TT-passing robot? Certainly not. For Searle’s argument depended crucially on the hardware-independence of computation. That was what allowed Searle to “become” the candidate and then report back to us (truthfully) that we were mistaken if we thought he understood Chinese. But we cannot become the TT-passing robot, to check whether it really understands, any more than we can become another person. It is this parity (between other people and other robots) that is at the heart of the TT.”[17][18]

La ontología es fundamental para afirmar la posibilidad de crear una mente a partir de materia inerte. El dualismo, abierto con completa claridad por Descartes, genera una serie de problemas y disputas en torno a la inteligencia artificial. Se critica fuertemente, por ejemplo, la puesta del escenario que requería la certeza de un Sujeto Trascendental, o bien la absoluta potencia de la Razón, ideas que resultaron cobijadas y muy queridas, pero que convirtieron la co-existencia humana en una guerra malvada, donde la era nuclear nos revela que en efecto somos libres, pero sobre todo, de hacer el mal antes que el bien, mal que se perfila hacia la autodestrucción, no a un simple cultivo de nuestros vicios. Luego de la Ilustración, y del imperialismo sobre la tierra y los pensamientos, el Mal se presenta ahora con una carga ontológica clara. Llegar a una resolución ontológica, sea por la vía del dualismo o por la vía del monismo implicaría, con toda seguridad, un cambio en la cosmovisión y actitud de la humanidad y sus comunidades científicas. La mentalidad actual, en general, no permite llegar a acuerdos por diversos factores, la mayoría ocultos, pero con toda seguridad algunos son ideales.

¿Cómo serán las relaciones entre el Hombre, la Naturaleza y Dios?

Epílogo

La potencia de la técnica tiene sus límites tan distantes a nuestras expectativas, que cada vez parece más evidente la ilusoria división entre lo artificial y lo natural. Pretender que sabemos cuáles son las consecuencias del empleo de la técnica, que conocemos las virtudes de las cosas, nunca fue más peligroso.

La técnica continúa su desarrollo desmedido, modificando nuestra vida permitiéndonos adquirir nuevas comodidades y proyectar nuevas ambiciones. Cada vez que se registra un avance, los guardianes humanistas y demás personas sensibles a la existencia espiritual logran vislumbrar que nos acercamos en conjunto al cumplimiento de los caprichos más oscuros de la humanidad. ¿Llegaremos a comprender con menos desdén la intemperie o descobijamiento de la ciencia conforme más potencia encontremos en los inventos? Si no nos detenemos por nuestro propio acuerdo nos parará la realidad. La esperanza de que llegue alguna moderación no se detiene; no mientras la destrucción de nuestro propio ambiente y condición natural para la vida libre no se torne ineludible o cruelmente deseable por los poderosos y tomadores de grandes decisiones geopolíticas.

No cabe la menor duda de los beneficios que trae la técnica a la vida cotidiana. Inmersos en ella sabemos más o menos con suficiencia cuáles son las eficacias o virtudes de las cosas empleadas y manipuladas; lo que quizá no comprendemos usualmente son las consecuencias que traen al orden de nuestra vida. Y así, creyendo que podemos volar libremente por los aires a voluntad, nos estamos lanzando a un abismo en el que no parece que encontremos a Dios; por el contrario, aparecen los deleites efímeros y las promesas vanas, los constantes desacuerdos y la confusión simbólica. Muchos hemos olvidado el sentido del don y de la caridad, no somos capaces ya de ver naturalmente un rostro en el otro que impele a pensar en la ley sagrada o la empatía más básica entre inermes. Tomamos las cosas como si fueran nuestras sin ruborizarnos. Poco queda de una arcaica, mítica pero deseable edad de oro, donde el estado de guerra o discordia entre los existentes no reinaba.

Al menos una cosa nos han legado los antiguos del mal con que obraron, hoy somos más concientes que nunca en la historia de la decadencia del mundo natural, del estandarte de la muerte con la que blandimos nuestra supuesta supremacía, libertad y razón.

9 de enero de 2008


[1] Searle, John R., “Is the Brain’s Mind a Computer Program?” en Scientific American, vol. 262, enero de 1990. pp 26-31.

[2] Searle, John R., “Brains, Minds, and Programs” en Behavioral and Brain Sciences, vol. 3, No. 3, 1980. pp. 417-458.

[3] Esta aportación se conoce en castellano con el nombre de argumento de la habitación china o de la sala china. Yo prefiero usar “cuarto chino” por breve frente a habitación, y por su aproximación semántica a un espacio cerrado, en el que conciste el argumento, que no posee el vocablo “sala”.

[4] Aquí refiero a las propias palabras de John Searle en su artículo “Philosophy in a New Century”, de Philosophy in America in the Turn of the Century, en la sección dedicada al problema de la mente y el cuerpo.

[5] Borchert, Donald (ed), Encyclopedia of Philosophy, Macmillan Reference, New York, 2003, vol. 2, pág. 239.

[6] Searle, “Is the Brain’s Mind a Computer Program?”, p. 27.

[7] Tales como la posición de Juan Camarena presentada en la ponencia del 17 octubre de 2006 en el aula Librado Basilio dentro del marco del Taller de Introducción a la Discusión Filosófica y a la Argumentación de la Facultad de Filosofía de la Universidad Veracruzana. Camarena afirmaba que Searle se equivocaba en una cosa, en que las máquinas son sólo sintaxis, puesto que sí pueden manejar grupos semánticos.

[8] Ibídem.

[9] “…Si por “máquina” entiendo un sistema físico capaz de realizar ciertas funciones (¿y qué más quisiera decir?), entonces los humanos son máquinas de una clase biológica especial, y los humanos pueden pensar, y desde luego que entonces las máquinas pueden pensar. Y, por todo los que sabemos, puede ser posible producir una máquina pensante a partir de materiales diferentes juntados –digamos, a partir de chips de silicón o tubos de vacío. Quizá descubramos que es imposible, pero en verdad todavía no lo sabemos.” (Traducción libre.)

[10] Op. cit. pág. 26.

[11] “… ¿Cómo nos metimos en este aprieto? ¿Cómo puede alguien haber supuesto que una simulación de computadora de un proceso mental tiene que ser como lo verdadero? Después de todo, la finalidad última de los modelos es que contengan sólo ciertos rasgos del campo modelado y dejar fuera lo que resta.” (Traducción libre.)

[12] Op. cit. pág. 31.

[13] Este el sentido concreto de sus tres axiomas y su primera conclusión. Formalizarlos según los estatutos de la lógica clásica, aplicando las categorías universal y particular, sólo confundiría la lectura llevándola a conclusiones desorbitadas y fuera de contexto. Este fue el error de Camarena. No debió generalizar el enunciado “los programas de computadora son sólo formales”, pues se trata de una cuestión de lo técnicamente posible presentado por el computacionalismo. Por otro lado, también se equivoca al hacer una inferencia que pasa de “el cerebro causa la mente” a “toda mente es causada por el cerebro”.

[14] Cfr. en Paul M. Churland y Patricia S. Churland, “Could a Machine Think?”, en Scientific American, vol. 262, enero de 1990, pp 32-37, los dos antecedentes del computacionalismo son la tesis de Church sobre la función computable efectiva y recursivamente computable y la máquina de Turing, según la cual una función recursiva computable puede ser computada en un tiempo finito por una máquina manipuladora de símbolos.

[15] Tan sólo está el problema teológico y filosófico de si Dios es una mente o de si la Naturaleza piensa, ni que decir tiene cuestionarse si mi perro o cualquier otro ser vivo, o bien cualquier objeto inanimado, digamos una habitación que traduce chino, tiene alguna conciencia.

[16] Loc. cit. pág. 31.

[17] “¿Puede el argumento del cuarto chino resurgir para desacreditar a un robot que pasa la prueba de Turing? Ciertamente no. Porque el argumento de Searle depende crucialmente de la independencia de hardware de la computación. Eso es lo que permitía a Searle convertirse en el candidato [de la prueba] y reportarnos (con verdad) que estábamos equivocados si pensábamos que entendía chino. Pero no podemos convertirnos en el robot que pasa la prueba de Turing, para verificar si en verdad entiende, más de lo que podemos convertirnos en otra persona. Esta es la paridad (entre otra gente y otros robots) que está en el corazón de la prueba de Turing”. (Traducción libre.)

[18] Borchert, Donald (ed), Encyclopedia of Philosophy, vol. 2, pág. 241.