lunes, 21 de abril de 2008

Motivos dialogizantes: una carrera hacia la visión general de nuestra fragmentación

Dos propósitos tienen estas palabras proferidas a un pequeño grupo de compañeros estudiantes y a uno todavía más pequeño de amigos: explorar un esquema general del pensamiento filosófico contemporáneo y contribuir a la resignificación de la historia y el tiempo interior, conciencia o entendimiento en el ser humano.

Del método y la ausencia de citas y autoridades

La mayor parte de las tesis no serán desarrolladas con profundidad por razones de formato, así como ignorancia del autor. Él se abstuvo de citar personalidades que dieran solidez a sus afirmaciones por los mismos motivos. Afortunadamente no necesitamos dar referencias de este tipo para llevar a cabo esta actividad; estas ideas son antes que nada un síntoma de nuestro período y no el resultado de un trabajo de investigación minucioso y bien cuidado. Lo anterior desde luego no implica que la comparación, la analogía o la mera conmemoración de autores conocidos estén vetadas; nada más disparatado podría surgir de una intentona de discusión como ésta.

De que la historia, la aportadora de nuestros contenidos, es un relato

La filosofía fue y ha sido la fuerza ideal detrás de las grandes civilizaciones que hoy quedan instauradas en relatos que soportan actualmente nuestra identidad. Estos relatos son llamados historias, y cuando logran ser amplios, abarcantes y filosóficos, pueden constituir una historia general. La historia general hace a los pueblos, pero una historia modesta ofrece explicación a entidades más concretas, en muchos casos irrelevantes, otras veces justifica individuos y personas.

De que el hombre es ante todo equívoco

Prestemos atención a una historia en particular: la historia de la filosofía general. Al contrario de lo que una historia general normalmente procura, la historia de la filosofía contemporánea no suscita la unidad de sentido de un conjunto de eventos presentes. Por el contrario, la historia de la filosofía general induce al equívoco a sus lectores y reproductores. La academia cobijada en la Universidad configura el espacio óptimo para contemplar sentidos múltiples e inestables y tomar distancia de las afirmaciones universales. Somos nosotros mismos aquellos que no propiciamos una tendencia hacia la unidad del pensamiento. En lugar de que esto nos sea deseable, como lo fuera en otros tiempos, esta idea nos parece, además de inverosímil, abominable. Aterrorizados por el suelo fijo de la unión nos cuidamos de compartirnos, preferimos tener cada uno nuestro tiempo para la comunicación, nuestro tiempo para el capricho, nuestro tiempo para el placer, nuestro tiempo para la obligación. Hoy estamos de pie ante todo en el eje de la voluntad y poco o nada queda en nuestra mentalidad que sea su par; se le permite en este sentido a la voluntad sola constituir la libertad del hombre o modo de ser específicamente humano, de tal modo que parece ser la única responsable de nuestros actos en última instancia. Desde luego que existen múltiples narrativas que desrresponsabilizan la voluntad y trasladan la gravedad de conciencia a terceros o a ideas. Nuestra confianza en las pequeñas historias justifica hasta tal grado nuestra individualidad que inclusive las historias parciales alcanzan a tener la cualidad de la imparcialidad, casi tenemos la certeza de que éstas derivan de un observador neutral, clásico y universal. Así podemos trasladar la responsabilidad de nuestros actos en función de la participación de nuestra época, de nuestro pasado familiar, de nuestro historial médico, de la censura de los medios, de los malos gobernantes, del sistema económico. Todo parece justificar nuestros desvaríos, divertimentos y vejaciones.

La incomunicabilidad parte del desconocimiento de la identidad del interlocutor

¿No contribuye nuestra condición contemporánea de la fragmentación a la consecución de nuestros mayores males? Ahora que la llamada Naturaleza está dominada, que no tememos grandemente a las bestias, ni a las tempestades, al frío del invierno, al hambre, a la caza, ¿a qué dirigimos nuestra atención sino a nosotros mismos? Ya no nos importa que el dios lluvia llegué y llene los estanques para el alivio de la sed de la población y el cultivo. Preferimos desear que la lluvia no interfiera con nuestros propósitos del día; de la lluvia nos preocupa que no se moje nuestro traje, que no se nos haga tarde, que no nos sea difícil tomar el taxi, que no nos enfermemos. Ya la naturaleza ha quedado en segundo término, orientada desde nuestra temprana formación tecnocéntrica a ser nuestro objeto y cosa, y no nuestro origen ni condición de ontologización. Nuestro tiempo se ha destinado cada vez más hacia propósitos individualizantes. Buscamos así complacer nuestros deseos mientras pretendemos en el mundo del mercado ganar más y más comodidades; nos comportamos como si fuéramos plenos consiguiendo cosas que satisfacen nuestras atenciones, nuestro hinchado interior. Hoy podemos decir que seremos felices en la medida que nuestra conciencia o intencionalidad se vea distendida hacia donde guste nuestra voluntad. Luego, nos afianzamos en la fragmentación.

Fútil será por tanto tratar de convencer al lector atento de que la naturaleza del hombre –y la suya propia, desde luego– es otra y también otro su propósito. Necio yo si quiero cambiar al necio. E independientemente de que el otro esté en un acierto en su necedad, yo seguiré en un error si creo que puedo entrar a la cuestión del ser y la conversación efectiva sin considerar la identidad general del hombre de nuestro tiempo propuesta en las breves historias del hombre contemporáneo.

Los mitos son tanto de ayer como de hoy

El mito contemporáneo en la filosofía actual nos habla de una crisis de la Modernidad, período éste en que se definieron grandes proyectos culturales, económicos, políticos, científicos y antropológicos. Ante la caída aparente del proyecto civilizatorio de la Modernidad y la aparición de diversas tendencias posmodernistas, el problema filosófico no es otro más que la falta de un paradigma que supla efectivamente el mito moderno y confiera a nuestro tiempo unidad. La constante de la Modernidad, según se dice, es la propugnación de la cultura universal regida por la Razón humana y el progreso de la ciencia. El seguimiento de las leyes universales nos llevaría, en este sentido, a la práctica de la libertad, que es naturalmente deseable una vez que alcanza cierto grado de madurez en tanto que es racional y universalista. El portador de las ideas que madurarían a los distintos pueblos humanos según la idea de Modernidad sería desde luego Europa occidental, representada mayormente por Inglaterra, Francia y Alemania. La historia de estos pueblos fue y sigue siendo en cierto modo lo suficientemente verídica y efectiva en la aplicación del poder tecnológico como para ganar credibilidad y hacer ceder otras historias e identidades humanas –como fue el caso de España y de gran parte de Europa del Este.

Ciertamente hay motivos para creer que la Modernidad ha fracasado. La guerra mediatizada, el sistema económico y político paradójicamente autodestructivo, la desvirtuación de las palabras, la abundancia de procesos individualizantes, la creciente incomunicabilidad, todo esto al parecer proviene de una confianza depositada en las leyes universales que forzosamente chocan contra el campo de lo imprevisto en el devenir. Sin embargo, también podemos poner en tela de juicio la crisis de la Modernidad y afirmar que ésta nunca fue verdaderamente universal y por tanto que nunca tuvo un estado de plenitud del que hayamos salido. Aquel que revise la historia con cuidado notará que siempre hubo un lugar para la disidencia y que hay vestigios de los perdedores en los procesos de decisión política humanos; había un Demócrito entonces para un Platón; un Motolinía para un Bartolomé de Las Casas; un Pascal para un Descartes; un Wolff para un Kant. Si los mitos tuvieran estados de esplendor en que la cohesión humana fuera efectiva, más probablemente no habría rastros de historias destruidas durante esos períodos, pues no hubiera sido necesaria la supresión de los opositores en tanto que éstos no hubieran sido. Más provechoso es descreer que existan reinados de ciertas identidades en que la vida de los hombres se rige conforme se presenta idealmente su historia en el poder. La circunstancia de un discurso dominante se presenta en una hegemonía que necesita invariablemente de sus resistencias. Por lo que los hechos pasados son como los presentes: procesos de violencia y movilización de estructuras de poder de los hombres.

La filosofía continental apostará después del s. XIX por la fenomenología y la genealogía, nociones ligadas a una percepción de hombre dinámico, de una sustancia impura, que al pensarse contempla el devenir a través del pseudo concepto vida. El barroco primero y el romanticismo después nos hicieron voltear la mirada hacia el advenimiento del misterio, y trataron de desplazar la luz como único pilar que soporta la existencia humana. Conviene aquí hablar de lo que es el hombre para el pensamiento conciente de la vida.

La identidad del hombre contemporáneo

Como soy un hombre de muchas ineptitudes, no podré exponer sucintamente la antropología humana general y vigente, pero en mi conato de definición daré pie a consideraciones mínimas que apoyan los propósitos de este escrito.

En primer lugar están las grandes perogrulladas que apelan a valores de entendimiento cuestionables, y estas son: que el hombre es racional, social y espacio-temporal. Las tres afirmaciones son problemáticas, pero hablan fundamentalmente de que el hombre es un compuesto, un sistema o una tensión entre su unidad y su inserción entre distinciones. Posee por tanto el hombre dos aspectos o dimensiones. Podemos pensar por un lado que el hombre consiste en ser una intermitencia entre la alteridad y su propio ser; esto es, que el hombre está inserto en lo que difiere de sí y en sí mismo. Si está en un aspecto, estado o reino en un momento determinado y en el segundo en otro tiempo, eso no podemos considerarlo todavía. Pero quizá nos interese saber si es o no el paso de un estado a otro un salto intenso, doloroso, relevante, indeseable, significativo sin más a la conciencia; quizá la intermitencia es un movimiento brusco, y eso hace al hombre un contorsionista, pero podría ser que el paso no sea siquiera perceptible, por lo que la torsión humana no vendría acompañada necesariamente de la conciencia de la torsión. Pero por otro lado es verosímil que el hombre no sea una intermitencia, sino un simbionte, un ser integrado en la compleja relación de dos seres en diferenciación, al menos en tanto haya evidencia de sus dos dimensiones.

¿Mas a qué corresponde distinguir necesariamente dos partes en el hombre? ¿Está en la estructura del lenguaje?, ¿en la naturaleza misma del ser humano?, ¿en el dualismo cartesiano epistemológico clásico?, ¿en la unicidad que transcurre en el tiempo?, ¿en la discriminación necesaria de seres? El hombre es siempre entendimiento, es la fuerza o capacidad de poner en cuestión. Podemos preguntar por el origen de la respuesta que demos hacia el infinito y concluir como se suele concluir: no hay nada que pueda ser dicho de una vez por todas sobre este asunto; las condiciones a las que nos arroja el resultado de nuestra primera respuesta, nos posibilita y a la vez nos impulsa a volver a preguntar. No todo tiene sentido para el entendimiento cuestionante, y esto es una necesidad.

El hombre estructura idealmente condiciones de existencia desde su entendimiento cuestionante para terminar la saturación originaria. Distingue aspectos del ser, establece condiciones para conocer, se relaciona con objetos, sustancias, esencias o cosas de origen intelectivo. Toda idea está relacionada con el intelecto y toda cosa pensada es ideada. Aquella movilidad o manifestación de sentido dentro de los sistemas de estructura o función es lo que se denomina entendimiento. Subsiste en la delimitación y distinción de elementos en que pueda ser este libre. No hay adentro o afuera de estos sistemas de estructura o función, sólo hay entendimiento o conciencia.

El entendimiento es un padecimiento del hombre, no una facultad, cualidad o propiedad de una sustancia o esencia que preceda a su propio pensamiento. El hombre padece el pensar y el entender. Su constante es el sentido. No decide dejar de entender, porque entender no significa que no se puede no estar entendiendo algo dentro de sus sistemas de estructura o función. El entendimiento no es un derivado de sus distinciones ideales, si bien lo piensa idealmente. Es una de las saturaciones del padecimiento humano, aquella en que puede vivir ficciones infinitas, como por ejemplo, que nada padece más que su propio entendimiento.

Otras saturaciones padece no obstante el hombre, salvo que crea que nada hay más allá de sus pensamientos. Los padecimientos están asociados a la trascendencia, entendida ésta como exterioridad del hombre o como lo ausente del mundo compuesto entre interioridad y exterioridad. Algunas nociones del entendimiento o ideas están asociadas a estas realidades de un nivel ontológico semejante al del entendimiento, como el sentido, la vida, la metafísica, el amor, la armonía, la divinidad, el devenir, el límite. Su significado desea ir más allá de las delimitaciones que dan forma al entendimiento del hombre.

Así como el hombre padece trascendencia, posee intrascendencias: los elementos de sus lenguajes o lógicas. La cuna de nuestra cultura es la intrascendencia. La limitación de lo pensado y afirmado conocido, aprendido, dominado. Esto trae el problema de la parcialidad del que hablaba momentos atrás.

La parcialidad dentro de la comunión

El ser humano al ser social por definición se dedica a la trata de personas. Es amigo de hombres, sí, pero también su mercader, su lobo o coyote. Su vida es historia de acuerdos y violencias entre sus semejantes. El hombre contemporáneo es, parado sobre su voluntad, fragmentario, parcialista. Se encarga de recordar y desconocer en uno y otro momento, y ante todo, atender a sus propias urgencias. Esta condición, sumada a la abundancia de procesos individualizantes en medio de la vida de mediaciones, masificaciones y anonimatos hacen de la memoria, el sustento de los sistemas de estructura o función del entendimiento, mucho más lábil e inestable, pero sobre todo, no necesitado de semejanzas con los pensamientos de los demás. Nuestra mayor virtud reside en la diversidad de valores, lógicas y pensamientos. El rechazo a ser comunes nos hace ser divergentes y poseer unidad en rigor exclusivamente con nosotros mismos. Hemos desmoronado el mundo clásico y hecho fertilizante para nuestra extravagante identidad. La conciencia de comunidad se reproduce sólo desde la primigenia afirmación de que uno no tiene que ser igual a nadie.

Lo común es no tener aspectos comunes. Esa es la evaluación del observador que no puede dejar de padecer entendimiento. Pero sus valoraciones arrojan otro dato: que la ausencia de un pilar que una al entendimiento de los individuos hacia la trascendencia desemboca en la falta de acuerdos interpersonales, acuerdos que tienen que ver con valoraciones esenciales en la discusión de tópicos sobre el saber. Pocos referentes culturales quedan bajo la figura de los mitos; los nuevos metarrelatos son, en su novedad y unicidad, ‘irreferenciantes’. En el hombre contemporáneo la falta de referencia no sólo inhibe la comprensión, también el interés de lo que el otro habla. El peso está sobre nuestro tiempo interior, no sobre nuestra vida en comunidad. Hoy parecemos despuntar en los malentendidos antes que en la libertad, pues comunicamos menos, aprehendemos menos.

La naturaleza de este escrito es tal, porque asumió precisamente que sus lectores no comparten en su mayoría referencias específicas que el autor pudo haber elegido desarrollar, y de ahí que se empeñara en mantenerse en el marco de la generalidad y quedara expuesto a una dispersión de dudas y cuestionamientos ajenos. Este lenguaje general y no técnico, equívoco por antonomasia, es de mayor fiabilidad gnoseológica que los lenguajes privados y especiales si el propósito es comunicar algo a alguien común, encontrado entre el público.

Los divisionismos en las ideas abren siempre campo al entendimiento, y enajenan a la voluntad, madre de nuestros diversos amores; mientras que la resistencia a la fragmentación es ardua y dolorosa. Y sin embargo, la constante distinción de elementos cierra las puertas a la conciencia del padecimiento, la instancia de la trascendencia en nosotros. No hay ojos para ver dioses ni demonios para nosotros, que observamos categorías y estructuras, cosas mentadas, mundo para el puro pensamiento, para el ser hombre en la duración de sí. Y así, se puede escindir la descripción de la prescripción, la ontología de la gnoseología y la axiología, el cuerpo del alma, la naturaleza del hombre. Y también puede unir la justicia del hombre a la de otros animales, las razas en una sola especie, la política a la economía, la metafísica al filosofar especulativo moderno. Nos creemos aptos a hacer estas suscripciones a las ideas porque nos convencen nuestros modos de pensamiento, pero pocos realmente producen conocimiento desde una comunidad epistémica definida. ¿Es que ya no nacemos para comunicarnos?

Trascendencia

¿A qué responde la afirmación de la trascendencia? ¿Por qué no cabe reducirla a las ideas del pensamiento? Su evidencia se encuentra en la espontaneidad del pensamiento; en su generación y regeneración. Las ideas caen bajo su propio peso de intrascendencia. No son capaces de advertir toda emergencia del acontecer. Cuando un sistema de estructura o función es complejo y arroja predicción y control, sirve y se reproduce, pues es deseable al ejercicio de la voluntad del hombre contemporáneo. Pero todo sistema de pensamiento tiene límites, no es infinito en sus formas, sólo en su apelación al sentido y su origen, que es trascendencia y no un sistema particular. Los límites de las estructuras o funciones ideadas corresponden con la desavenencia o inaplicación de su naturaleza o promesa frente al devenir. Los sistemas son incompletos, perfectibles según algunos, y esto los hace requerir de otros sistemas que puedan darle soporte al que ha encontrado su límite, o bien, ceder a lo infinito.

En la vida nos movemos en ordenanza de nuestras ideas y esquemas fijados voluntaria o involuntariamente. Y así podemos perder todo lo que pensamos tener o esperamos alcanzar. Si un hombre pierde sus cosas, lo único que tiene es lo infinitamente ‘tenible’ o ‘no arrebatable’. Job lo pierde todo, menos a Dios, el varón de la trascendencia; nosotros perdemos la juventud, pero no el alma, la sustancia de trascendencia humana; perdemos los placeres, nunca la experiencia estética; perdemos la memoria, no así el sentido. Eso que queda es lo que nutre, lo que nos permite situarnos y radicar el mundo. La trascendencia es antes que nada: poder, afirmación. Otorga y toma el control, habla sin pensar, escucha sin hablar. El valor en ella es idéntico al ser, su eterna disposición le da, además, verdad. Los muros de la filosofía se resquebrajan en su acontecer impronunciable.

El hombre es valorativo en tanto participa de la trascendencia, de lo no pensado. Por ser valorativo es que proyecta y se esfuerza. Su proyección es adecuadamente una universalidad, no una parcialidad. La trascendencia unívoca genera en las intenciones humanas la voluntad de univocidad: de un sistema de estructura y función verídico y funcional: el pensamiento es universalista, y la universalidad cobra sentido desde la proyectividad.

Consideración final

La comunicación sí es posible entre las personas. No queda evidente si esto es gracias a que los componentes de nuestras ficciones ideales sean compartidos o porque nuestra voluntad prefiere pensar que esto de hecho ocurre. La cuestión que veo más problemática aquí es definir al hombre contemporáneo, desde su diversidad y ausencia. Con nombre y apellido alguien parece ser cognoscible, pero la idea que una a todas las sociedades humanas sí que escapa a nuestras convicciones individuales en donde cada quien es libre de hacer y pensar lo que guste si tener con esto que dañar a otro ente libre. Si logra ser definido este hombre, hay esperanzas de hacerle entender algunas cosas en relación a grandes proyectos que benefician a grandes conjuntos poblacionales; de otro modo, lo único sensato es atender a los hombres presentes y tratar de conocer a los más allegados, reproduciendo los modos individualizantes de ser y haciendo menos probable la posibilidad de comunicar proyectos.

7 de abril de 2008