Del saber y de la alteración de las formas intelectuales concretas
La sabiduría tiene un camino habitual que consiste en hacer desaparecer el impulso de la necedad mental. La necedad aquí se concibe como un obstáculo para la aprehensión de la profundidad de la totalidad o de la realidad a secas. La búsqueda de la sabiduría tiene sus peculiaridades. Pretende por un lado adquirir cierta semejanza con lo que podemos llamar simplemente divino y por el otro obtener un entendimiento que, a manera de plexo, soporte un criterio para el punto de partida del presente en el cual todo hombre conoce la realidad de los misterios. Es sensato comprender que son pretenciones esporádicas, atípicas, que no siempre terminan de urdirse dentro de la cotidianidad viviente humana, que no germinan del todo en formaciones ya definidas y conocidas por el impersonal de la moda, el gobierno, la industria y otras tantas casas de conceptos.
El mundo está lleno de eventos que se comparten, que se padecen en compañía de personas que acaso son queridas o de gente que acaso reclama apersonarse. No todos los eventos son compartidos en un sentido amplio pero todos los eventos son compartidos en un sentido reducido, aunque primigenio. La dimensión fundamental del discurso es la menos importante de todos los niveles discursivos para la mayoría de las personas. Aunque en ésta se puede justificar la irreconciliación (posibilidad latente y dañina en una relación entre dos o más que se miran como otros), normalmente son los concilios los que más llaman nuestra atención y consumen nuestro tiempo y aspiraciones, que no son sino esas formaciones que poseen cierta resistencia y que son el sustrato de múltiples pensamientos (y no olvidemos que todos los pensamientos son verdaderos) y que han llegado a funcionar en una situación interpersonal que les da cierto grado de justificación primaria. La centralidad de los concilios para la conciencia del individuo se debe a que los concilios no son una posibilidad dañina (el daño es una puerta al principio del dolor), es una posibilidad que se presupone verosímil, aceptada, parte del mundo; implica un compuesto de elementos dados para generar estructuras de pensamiento que permite ulteriores usos y vivencias intensionales con los otros.
La mayoría de las personas atiende a los prejuicios y a los objetos del mundo dado ya naturalizado, y su poder (por medio de la razón monológico-geométrica) tiene los suficientes alcances para hacer que los marginados grupos atentos a los niveles de más elevada universalidad-abstracción pero de más inferior particularidad-concretud vean mermada su potencia de existencia (una libertad). Tan sólo hablar de las mayorías y ceder terreno a la razón geométrica es una consideración (un acto libre) manifiesta a los individuos que no están interesados en el discurso fundamental y una reducción de las posibilidades de los individuos que sí lo están, pero al menos estos últimos pueden llegar a saber tarde o temprano por qué lo hacen, porque viven y comparten una muy singular negación de sí, y entonces pueden entender que sacrifican con verdadera dignidad.
Dicho lo cual, vamos a no hablar de los principios y a sí hablar de las cosas más claras y naturalizadas. Dos puntos:
Primero, que uno de los eventos de nuestro presente es que estamos dentro de una circunstancia con determinables características a la que podemos denominar era informática digital. Se trata de una era virtualmente inagotable de producción y reproducción de datos. Lo cual implica en términos prácticos que no es posible controlar en un sentido clásico la creación ni la transmisión de datos digitales que reproducen, a través de determinadas terminales, fenómenos visuales o auditivos. Esto es un cambio importante en la condición material de las formas intelectuales objeto (es decir, cosas concretas de algún carácter intelectual, ideal, razonado o imaginado) dentro de la vida de los hombres. Desde hace solamente unos veinte años se ha ido volviendo común, mejor dicho, cotidiano, copiar información digital (datos conectados de modo numérico aritmético).
Ya antes el hombre copiaba datos, los más antiguos escribas intentaron por ejemplo copiar las palabras o la vida de su rey, los copistas y traductores en cambio quisieron copiar lo que otrora fuera copia del verbo, el mundo moderno imprimió libros con tinta, tipos y grandes máquinas. Se quería copiar no sólo la oralidad, también el color, vemos que las pinturas rupestres implicaron un esfuerzo por conseguir determinados materiales. Igual se quizo copiar la comida, primero tal vez con el cultivo, después no sólo eso, sino la cocina, y salieron las recetas. Me aventuro a pensar que nada que hubiese sido llamado del mismo modo que otra cosa podría haber sido nombrado sin intelecto ni discriminación. Ciencia y filosofía nacieron tratando de procurar la copia, la repetición, del mundo que se desea (o se imagina): el estado de antigua naturalidad de saciedad.
Y claro, como los esquemas siempre tienden a multiplicarse (como los textos a alargarse cuando no hay tiempo para la buena edición), el mundo podría ser dividido en dos grandes valores: lo que el hombre oye (audio) y lo que el hombre ve (video). Valores que, definitivamente, hemos querido como especie copiar, porque satisfacen. Para copiar el sonido, los ingenieros humanos idearon sistemas de esparcimiento de ondas que podían más tarde recapturar modulándolas en aparatos concretos que repetían (copiaban) finalmente el sonido. Sistemas diferentes pero igualmente comunes fueron los del teléfono, el gramófono o fonógrafo. Más complejo pero posible y también hecho de todos los días fue reproducir la imagen: el cine y la televisión tuvieron lugar. Pero ninguna de estas técnicas tenía la potencia del dato digital sobre la materialidad, potencia que se hizo notoria tan pronto como los procesadores de magnitudes discretas o dígitos comenzaron a ganar velocidad y capacidad de almacenamiento. La velocidad hizo que las máquinas se insertaran con mayor profundidad en nuestras vidas, mientras que la capacidad se utilizó para engendrar procesos más complejos que nos requieren siempre mayor potencia, mayor velocidad, siempre más, y nos empuja hacía la figura fantástica (y ahora bastante real) del ciborg, en donde la máquina y el hombre forman un mismo ser y usar o no la máquina ya no es una opción humana.
En cuanto a capacidad se refiere, podemos superar en producción de texto escrito todo lo que la historia ha almacenado para nosotros en libros sin preocuparnos por el costo de producción ni por la materia prima, excepto por el tiempo que nos tomaría elaborar esa cantidad de datos. Un policarbonato de pocos cm de diámetro marcado con la tecnología Blue-ray puede almacenar lo equivalente a un departamento de libros; es decir que en una caja de huevos puedo llevar lo equivalente a 2k hogares modestos repletos de libros. Las computadoras personales ya logran procesar terabytes de información, cuando con unos cuantos gigas es factible reproducir satisfactoriamente el movimiento natural de un bosque caducifolio entero en otoño, o tener todas las películas de un director famoso de cine en buena calidad. Las comunidades de Internet como Facebook requieren servidores tan potentes y procesos tan eficientes que necesitan calcular sus operaciones en varios petabytes. Esta condición material no tiene precedentes, y subraya nuestra atención más que nada en el tiempo, podría decirse que el concepto clave básico del espacio queda reducido a capacidad en bytes.
Los procesos complejos en aumento siempre estarán siendo frenados por el avance tecnológico, pero los usuarios ya disponemos de más capacidad de la que podemos aprovechar inteligentemente. Por eso, aunque la producción sea virtualmente infinita gracias a que podemos guardar, copiar, repetir a un costo muy bajo de energía lo que hacemos, la gran mayoría de lo que ofrecemos en complicidad por el medio informático contemporáneo es basura, un desperdicio según algunos observadores enamorados de la época tradicional no informática. Así, vemos divertimentos, producciones de baja calidad, textos que no citan, que mienten, que plagian, que ya ni buscan persuadir. Y con todo, hay textos exquisitos, que ilustran, que ayudan, que comparten, incluso algunos que uno necesita.
Lo mejor de todo es que la relación entre los datos que ofrece la condición informática y el usuario no tiene que ser, por necesidad, de autoría, mucho menos de consumidor-vendedor. Uno accede por diversos motivos, por placer, por obligación, por trabajo, por extorsión, por morbo, por aprendizaje, por la familia, por la enfermedad, por amor al arte, o al dinero, no importa. Las cosas están dadas y pueden ser compartidas digitalmente. Los dígitos no sólo ayudan a confirmar que la Naturaleza está escrita en caracteres matemáticos, también ayudan a reproducir copias fieles, a transferir esquemas claros y distintos.
La segunda cosa que quería señalar es la relación que tiene el hecho de que vivimos en la era digital con el hecho de que vivimos en la era de los sueños de gente que hace mucho que ha muerto. La era de los sueños de los fallecidos es básicamente la condición antropológica de la tradición. Y nuestra tradición de occidente está cargada económica, política y socialmente con el valor de la propiedad, y sea correcto o no, atribuimos propiedad a la inteligencia puesta (o robada) en las cosas. La relación de los usuarios con la Internet, como medio masivo de transmisión y copia de datos, no es algo que deba tomarse a la ligera por la tradición de las patentes y los derechos de autor.
Es un hecho fundamental el que la Internet permita compartir. La generalidad de las personas, al negar el entendimiento profundo de la realidad como un interés primario de su febril vida, está mostrando nuestra propensión natural o típica en la especie para compatir, nuestra necesidad de conciliar con otro que hay, efectivamente, un determinado estado de cosas y que con ese estado o configuración hay que jugar en lo sucesivo.
La propiedad de nuestra tradición se vigoriza, según entiende mi ignorante cabeza, con el movimiento moderno que John Locke representa muy bien al hablar del derecho natural de la propiedad, lo que es decir, en un modo más próximo a nuestros días, que por definición o, a priori, el hombre es dueño de algo, y ese dominio que tenemos sobre algo, debe ser respetado y protegido. Claro, ya en nuestro tiempo el respeto es lo de menos, lo que importa es pagarle al que tiene el derecho de propiedad cuando las reglas así lo señalen.
Por razones que otros pueden exponer mucho mejor que yo, me tiene preocupado el que los derechos intelectuales no se modifiquen actualmente, al parecer, hacia su disolución total o casi total. Me atemoriza el profundo ego que además fortalece esta tendencia proteccionista del derecho por el amor a los autores, a la vanagloria, al éxito. Pocos o nadie desea que todo andar triunfante se reduzca a las obras prácticas y no a las intelectuales. Por eso ya se ve venir que los libros tradicionales mueran (la publicación de calidad, llena de alta cultura y selección) pero no que muera la idea del libro, se seguirá publicando su forma impresa, y seguirá siendo un negocio, uno más satisfactorio para la economía en turno.
No entiendo, si somos libres de reproducir sonido e imagen a niveles incalculados, por qué las formas intelectuales objeto permanecen bajo la custodia del mercado y la sanción. Podríamos compartir tantas cosas si nadie se sintiera dueño de ellas. Claro, esto nos lleva a discutir otros aspectos, pero dudo que tengan una solución práctica, ese campo se encuentra plagado de fugas y de poca conciliación, pese a que se fundamenta en puros concilios de grado natural normal.
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