jueves, 11 de diciembre de 2008
He estado escribiendo sobre el mundo que sé existe en algún modo no muy claro. Los hombres que saben cosas deben escribirlas, como lo escrito dura más que las palabras o los pensamientos, es más probable que algún día las ideas vertidas en el texto tengan algún valor para los hombres dotados de un fuerte espíritu y con la capacidad de transformar para bien esta cosa que llamamos mundo.
Es costoso escribir tanto, explicarse y revisarse. Ahora mismo mi cabeza palpita. Ya tenía algunos días sin escribir, qué bien se siente hacerlo, aunque tengo que admitir que pocas veces vale tanto la pena como hoy. No haciendo esto, claro, pues esto es un mero descanso. Estaba escribiendo debido a una fuerte duda que tengo sobre mí y mis aparentes exigencias a los demás. No tengo idea de lo que otros creen que quiero de ellos, creen que algo quiero de ellos, porque si pensaran que no deseo nada de su parte no serían cuidadosos conmigo. Probablemente ven los colmillos de un monstruo, o tal vez una simple mente retorcida, enferma y contagiosa. Pero en mi duplicación implícita en esta pregunta por lo que el otro se pregunta o cree de mí, veo una convicción, una fe en una empresa importantísima. Estoy clavado al Ser, un amigo mío lo diría con estas palabras: que estoy enculado. Esto parece irrelevante, pero la noticia es desagradable. Significa que me tomo las cosas muy en serio y que mientras más importante sea la empresa en mi vida, más catastrófico es su fracaso. Por eso algunas de mis penas se han tomado sus años, o se los toman. Pero al mismo tiempo, la seriedad del asunto me fuerza a no ser simplemente patético o ineficaz en la obra; estoy obligado a mantener la compostura y mostrar fortaleza, como si el error fuera poca cosa comparado con la voluntad, lo cual es, para los ojos internos enamorados del Ser, una pequeña traición al verdadero valor de la finalidad.
Esta condición es asfixiante. Quizás lo más sano es la fuga. Pero el valor de la empresa demanda más, siempre más, menos descanso de ser preciso. Suena a una muerte prematura. Típico de los solitarios inmoderados. Por supuesto no soy mi enemigo, no ahora, sólo soy mi propio tirano.
sábado, 30 de agosto de 2008
Escribir aquí para mí desde el principio ha sido como hacerlo en un escritorio de trabajo. Los textos que he publicado en él han tenido la intención específica de generar un público reducido y flotante, que se recicle y no deje de reaccionar siempre a su modo singular y actual, sobre todo en contra de mis ideas vagamente establecidas.
He buscado cierta animadversión como respuesta a mis escritos, no escribo para agradarle a nadie, ni siquiera a mí. La razón de mayor peso es la imprecisión y la incompletud de mis palabras. Lo que pretendo es proyectar que todos los textos, no sólo los míos, son entecos. Sí, ridículos. Una manera tendrán de no serlo. Ser El Texto. Pero ya no estamos propiamente en una era de libros sagrados, una era que necesitaba, entre otras cosas, de pocos lectores.
Claro que mis limitaciones como escritor -que nunca lo seré con rigor-
hacen la tarea particularmente difícil. He cometido muchos errores y herido suceptibilidades que pensé no herir. Se creerá por eso que mi blog es como mi bar personal, ahí donde curo mis penas y trato de no recordar más, pero no lo veo así, tengo una buena razón para hablar tanto de mí, hasta la imprudencia. Sobre la propiedad terapéutica de la escritura hablaré en otra ocasión y sobre el olvido de terapearse sólo puedo mostrar mi inconformidad. No es así, por el contrario, recuerdo qué he hecho y asumo la responsabilidad de ser el veneno de aquello que me importa. La imagen que tengo de mí no es por tanto positiva y la ataco constantemente, es así una fuente exquisita en cuanto a la producción de textos para este escritorio y su figura Zeyrus Kuilg.
viernes, 22 de agosto de 2008
Lo he estado pensando ya durante más de diez años. Confronté las ideas que expresan la dignidad humana, su belleza, su bondad, su potencial, su saber; me figuré cómo sería un héroe, un protagonista, un personaje, una persona, un actor, un agente, un hombre, un niño, una mujer, un viejo. Subí y descendí con las ideas y sin ellas. Tuve y perdí normalidad, sentido común y amor. Aprendí y enseñé cosas y habilidades diversas; también tuve ocasión de olvidar y engañar. Pero ya, ya estoy claro. El humanismo es una locura y lo rechazo en cierto momento del pensar: el principal. No queda espacio ni tiempo absolutos para la emancipación, ni para el perdón, nada hay así para la empatía ni para el compromiso. Sobre todas las posibilidades de ser, somos una locura, una desmesura, un eclipse en la vida ajena; los humanos somos lodo y caos, barro, tierra y cal, un grupúsculo que imaginamos alguna vez como maiz, verdad y necesidad, alimento para el espíritu. Pero en el fondo los mitos nos recuerdan cómo fuimos (somos) antes de creer en la ilusión (es decir, ahora): unos monos, titanes, gigantes, salvajes, idólatras, ignorantes, enemigos; somo un torrente de males, de información incapturable, fútil, pero arrogantemente hecha positiva. ¿Para qué darle voz a los que callan pacientes y no esperan ni la paz ni la guerra? ¿Para qué dar la paz a los malnacidos hundidos en la miseria? ¿Para qué dar amor a los complacidos?
lunes, 14 de julio de 2008
Aunque no lo parezca, tú no te tragas mi rencor. Por el contrario, yo te guardo un culto especial, silencioso e inadvertido, del cual no habrá una sola foto para el recuerdo o alguna página escrita dedicada a la posteridad. Bien sabes que tienes el control, que gozas de los privilegios del triunfo; se tomó el camino que tú quisiste y toda resistencia que le continuó fue sofocada, se redujo a un acto irrelevante ante tu mirada engordecida, antipática.
Todo tú eres antipatía. No es posible que recibas rencor alguno. Tus puertas y ventanas están sellados a mis pasiones. No espero reconocimiento tuyo de esto mío mientras el blanco de tu intelecto sea cruelmente correcto, constructor siempre tuyo del sentido, de tu propia imaginación y de tu historia. Bienaventurado seas en tu destino. A veces parece que vivirás feliz. Es una gran probabilidad dadas tus oportunidades a favor. Al menos veo que cuando se oculta el sol y llueve, no lo hace sobre cada tejado, hay siempre algunos hogares libres del terrible cambio que precipita, son hogares en donde no cabe la angustia porque no pueden ver su hudimiento inminente ni su miseria. ¿Acaso no es esa la primera diferencia entre nosotros?
El mundo natural ofrece sus bondades a los hombres por igual, sean nobles o villanos. Mas no lo veo así; tengo familia corrupta. ¿Cómo me alimentará el rencor? ¿Cómo me sacará de estos estados malsanos? No lo hará. Necesito del pan, de algo de masa que me llene, que me haga sentir que también los miserables comemos, y ulteriormente, que sobreviviremos.
miércoles, 9 de julio de 2008
¿Podemos poner a la naturaleza en cuestión? ¿Es perfectamente plausible desde un horizonte fenomenológico? ¿Qué supondría un horizonte de esta naturaleza? Y antes, ¿cómo la naturaleza se vuelve un problema?
La filosofía, que ha visto nacer a la fenomenología, a la conciencia y a los horizontes, que se ha preguntado además por los principios del mundo, posee en sus manos el descubrimiento del logos. La identidad y el aparente candado o inferencias necesarias de las cuales se deriva la lógica es la herramienta con la que fundamentamos, preguntamos y constituimos conocimiento.
El logos tiene una ventaja de especial interés. No tiene un principio. Su particular modo de ser es lineal e interminable. Sólo basta decir que no hay punto final y que no hay tampoco suficiente introducción para que el discurso, la corriente de los signos del lenguaje, sea infinitamente limitado en lo que dice. Aquí es en donde cobra particular importancia la autorreferencia. Ella es lo que fertiliza el discurso.
Afirmar que A = A es referir un signo único del caudal hacia otro signo único del caudal para afirmar que son idénticos. Que dos signos dados en dos espacios o tiempos distintos sean llamados idénticos hace desaparecer la referencia aludida y emerge la autorreferencia. La autorreferencia es, además de una creación de la afirmación, un olvido. Se olvida o se omite una singularidad, un ser su caso, porque es irrelevante con respecto a su identidad, que se puede hipostasiar y volverse autónoma. La relación que surge de los dos entes corrientes va más allá de los dos entes corrientes. Pierde espacio y tiempo conforme gana su muy particular contenido: la forma.
En el discurso de las autorreferencias, lo que hay de nuevo con respecto a un discurso no autorrreferente, esto es, que no posee identidades universales en tanto que no remite cuando menos a dos o más entes o cosas, es, como decía más arriba, la fertilidad. La fertilidad aquí implica todo un trabajo que rinde frutos. Allí donde se cosecha hay fertilidad, y en donde hay fertilidad pudo haber la autorreferencia, pues ella es suficiente motivo para esperar resultados. ¿Cómo pasa esto en el discurso? Por medio del poder o gravedad que supone la afirmación, que interviene en lo que cabe esperar en el discurso, y así lo que sigue ya no es cualquier cosa, sino que pierde posibilidades de ser, por ser éstas incoherentes con afirmaciones pasadas.
Las afirmaciones asumidas son a la vez ampliación y delimitación. La cosa aludida extiende sus alcances más allá de su instancia concreta una vez identificada con otra cosa de distinto origen, pero esta ganancia se da por compromiso, el compromiso de ser idéntica a la otra cosa. Mas el compromiso lo que implica es que la libertad de ser –infinidad de posibilidades– de la cosa se ve reducida, acotada. Tiene que comportarse de un modo en particular, sin limitarle todos los otros modos posibles, pero sí algunos: los que se identifican con no ser la otra cosa a la que tiene que ser idéntica.
El gran conjunto de afirmaciones que coexisten entre sí radica en el intelecto de los conocedores de los códigos que establecen las condiciones de posibilidad de la autorreferencia. Ellos son los que tienen el poder de cultivar sus afirmaciones. Sin embargo, no todos los compromisos o identificaciones están presentes a la conciencia de los entes que tienen el poder de cultivar. En eso consiste el cultivo, es trabajoso porque ocurren antinomias, violaciones a las reglas que estipulan tácitamente las distintas identidades. Esto es lo que se conoce normalmente como la exigencia de coherencia de la racionalidad.
Pero el cultivar acontece como un arte que se domina o adquiere. Las antinomias que no son tratadas no siempre generan problemas graves. Las violaciones a las reglas racionales son, en la mayoría de los casos, problemas que no repercuten o que si lo hacen, causan malestares de rápido alivio. Acaso esto sea un indicio de la contingencia con la que se elaboran las afirmaciones. No obstante, existen algunas identificaciones que están plenamente justificadas en el poder que evitan, eluden, domeñan, emplazan. Su principal agente de distinción radica en que si se desconocen estas identificaciones, uno padece consecuencias relevantes y esto de modo semejante a como aquél que sí las conoce y no las obedece. Su conocimiento es vital, urgente; establece una disposición estética, sensorial o perceptual importante, principal a la hora de cultivar.
Esto ya supone una situación que vale la pena observar. Significa que las reglas racionales no sólo son coercitivas con lo que está aledaño en el discurso, sino que también con lo que nos es a nosotros valioso: no sufrir consecuencias graves. La clave racional es simple: respetar la lógica con la que se habla. En esta acción no sólo está la comprensión –que es uno de los frutos más básicos del cultivo del logos– también la actitud o disposición de seguridad. La fe o creencia que no perturba nuestro cuerpo –nuestro complejo organismo al que todo él somos idénticos– es cosa muy valiosa. Apreciamos el trabajo de cultivo bien elaborado. Por eso hay quienes quieren adquirir el arte de cultivar. Los hombres lo llaman conocer. Aquí lo llamo atención del discurso.
Este ir más allá del discurso y obtener frutos ajenos o de naturaleza distinta al discurso es lo que me hace pensar en la realidad trascendente. Aquello que llamamos poderes son sinónimos de la trascendencia. El poder es el otro nombre de dios. El temor y la paz son una espontaneidad nuestra que nos habla de él. Es noumeno o región no cognoscible. Su naturaleza es distinta a la del discurso. Su modo de ser es otro. Es, a mi percepción, el primer modo de ser. El que se revela distinto. Su modo de ser es ser modo de ser. En este sentido es que su naturaleza es la natural. Y sea lo que sea aquello que no puede ser restringido pero sí relacionado por el logos eso es la cosa natural.
Pero esto último es un problema serio para la razón. Pues explicita una relación que no debió ser: identificar a la cosa natural con elementos del discurso. Una manera sensata de solucionar el problema es negar que verdaderamente algo haya sido dicho de la cosa natural. ¿Pero acaso si no ha sido dicho ya no es racional? ¿Qué acaso no ha quedado claro que no hay en el discurso un punto final ni introducción suficiente.
¿Es esto un horizonte fenomenológico? Sí, al menos en el sentido de que lo que acontece es un signo, y que no se da sólo, sino que me relaciono con él a través de códigos, algunos implícitos y otros no, concientes y no concientes. El punto es que mis prejuicios no me impidan llegar a las cosas mismas, es que pueda mantenerme lo más coherente que pueda con mis propios compromisos, mi propia estrategia de cultivo.
La naturaleza es una expresión vaga, sumamente desgastada por las interminables discusiones filosóficas en torno a ella. Desde los físicos griegos a los científicos modernos, y de éstos a los metafísicos especulativos, la naturaleza simplemente es lo que no acaba de decirse, realidad.
¿Pero qué especies vale la pena conectar? Esta es la pregunta de todo artista del logos ¿Es que no son mis códigos o claves también signos que pueden ser puestos en cuestión? Los filósofos expresan con gran pericia múltiples perspectivas y muchas veces muy ricas, pero a cada uno le puede corresponder una actitud escéptica. ¿En qué momento nos tocará la disposición estética del repudio?, ¿en qué momento la del principio de la evidencia, el acuerdo o el concilio? Lo racional es lo que puede ser depurado, corregido, ¿pero con qué fin? ¿Acaso aproximarse al poder? No lo sé, pero lo decido todo el tiempo, muchas veces sólo lo confirmo. Eso es el sentido de lo natural, el sentido de los modos.
domingo, 6 de julio de 2008
La mujer quiere seguridad. La hicieron en sus múltiples formas e ideas, de tal modo, que requiere ser protegida. Su principal instrumento para obtener su anhelada seguridad es el hombre, la persona práctica que goza de certidumbres. Y pues, ganando lo que ella quiere, pierde parte de lo que ella es -vulnerabilidad- y no se da cuenta. Una mujer segura es una mujer que ha perdido ciertas preocupaciones: las necesarias según el mundo. Lo bueno de desentenderse de los asuntos vitales -de los cuáles otro se encarga y resuelve- es que se obtiene mucho ocio. Y el tiempo libre es la clave para generar estructuras de dominio y control. La primer graciosada que hace la mujer segura es, aprovechando la cuadratura masculina, prever lo que hará el hombre. Así es como, al final, ella siempre manda. Pero sabemos que las ideas impersonales tienen una gravedad infame, y las reincidencias son parte de la vida. La mujer no puede dejar de querer seguridad, y si no tiene preocupaciones, se las busca. El modo más lógico de salir de los nuevos problemas es buscarse otro hombre, uno que resuelva los nuevos asuntos. Pero el hombre también ha hecho sus propias graciosadas, como la monogamia de la mujer -soy de la idea de que sólo con este invento el hombre pudo afirmar su paternidad en un primer momento de la cultura-, así que la mujer requiere encontrar otros medios para satisfacer la urgencia de su desprotección.
Son cosas muy raras las mujeres, están condenadas a no ser dueñas de sí. Pero en su modo de ser, siempre vertidas a las demás cosas y no estrictamente sobre sí mismas, son capaces de enseñar sobre muchos temas de interés. También ellas tienen sus propios continentes o dominios. También ellas son multiplicables.
Imagino que por todo esto es que no me soportan. El escéptico no es particularmente un hombre práctico. Pero quizá puedan aprovecharme por otras vías, unas no muy femeninas, como por ejemplo a través de la idealización. Pero si soy honesto no veo otras opciones. Qué pena que entre mi escaso repertorio de habilidades esté la de destruir ideales. Algo sacaremos los que como yo tienen repelente contra estos seres construidos. Me parece que incluso esta condición antimujer es aprovechable de alguna manera.
domingo, 29 de junio de 2008
Teoricemos para luego ponderar qué es lo que hay que hacer.
Nuestra relación con la ciencia y la técnica, esto es, con nuestros saberes y herramientas, es, ante todo, una relación de poder y control; de incidencia en y desde el mundo. Supone un orden temporal, un representarse a sí sin el poder en un primer momento y un representarse a sí con ese poder en un segundo momento. Es un empoderamiento y a la vez un amor irrenunciable. ¿Pero no es acaso un amor ciego todo amor irrenunciable?
Miremos a los regios, que son como todos los hombres. Su pasado es la infancia, la vulnerabilidad e ignorancia, y su futuro son las máquinas y grandes construcciones, ese manto de modernidad y desarrollo, el porvenir es esa fuerza. ¿Será que deseamos que la niñez quede en el pasado o sólo que la propia, la debilidad de uno solo y de nadie más, sea la que quede en el pasado? Claro que es lo segundo. Y si hay que conservar el equilibrio del orden temporal, preguntamos: ¿cómo habrá más pasado si el yo-vulnerable tiende a la desaparición? Pues con otros niños, niños que no son uno mismo, que son más frágiles que uno que ya no es niño. Gracias a que luego del empoderamiento hallamos alteritas más débiles es que anhelamos saber, no hay poder perfecto si no sirve para controlar, para domeñar o poseer. Y hay siempre otros-niño porque hay enamoramientos, porque hay amorosos, pero son amadores no ciegos, son amantes de otro cosmos; son torpes que abandonan el régimen del poder, del saber por saber, que se apartan de la imperiosa orden de los ciegos: saber siempre más que tú.
lunes, 21 de abril de 2008
Motivos dialogizantes: una carrera hacia la visión general de nuestra fragmentación
Dos propósitos tienen estas palabras proferidas a un pequeño grupo de compañeros estudiantes y a uno todavía más pequeño de amigos: explorar un esquema general del pensamiento filosófico contemporáneo y contribuir a la resignificación de la historia y el tiempo interior, conciencia o entendimiento en el ser humano.
Del método y la ausencia de citas y autoridades
La mayor parte de las tesis no serán desarrolladas con profundidad por razones de formato, así como ignorancia del autor. Él se abstuvo de citar personalidades que dieran solidez a sus afirmaciones por los mismos motivos. Afortunadamente no necesitamos dar referencias de este tipo para llevar a cabo esta actividad; estas ideas son antes que nada un síntoma de nuestro período y no el resultado de un trabajo de investigación minucioso y bien cuidado. Lo anterior desde luego no implica que la comparación, la analogía o la mera conmemoración de autores conocidos estén vetadas; nada más disparatado podría surgir de una intentona de discusión como ésta.
De que la historia, la aportadora de nuestros contenidos, es un relato
La filosofía fue y ha sido la fuerza ideal detrás de las grandes civilizaciones que hoy quedan instauradas en relatos que soportan actualmente nuestra identidad. Estos relatos son llamados historias, y cuando logran ser amplios, abarcantes y filosóficos, pueden constituir una historia general. La historia general hace a los pueblos, pero una historia modesta ofrece explicación a entidades más concretas, en muchos casos irrelevantes, otras veces justifica individuos y personas.
De que el hombre es ante todo equívoco
Prestemos atención a una historia en particular: la historia de la filosofía general. Al contrario de lo que una historia general normalmente procura, la historia de la filosofía contemporánea no suscita la unidad de sentido de un conjunto de eventos presentes. Por el contrario, la historia de la filosofía general induce al equívoco a sus lectores y reproductores. La academia cobijada en la Universidad configura el espacio óptimo para contemplar sentidos múltiples e inestables y tomar distancia de las afirmaciones universales. Somos nosotros mismos aquellos que no propiciamos una tendencia hacia la unidad del pensamiento. En lugar de que esto nos sea deseable, como lo fuera en otros tiempos, esta idea nos parece, además de inverosímil, abominable. Aterrorizados por el suelo fijo de la unión nos cuidamos de compartirnos, preferimos tener cada uno nuestro tiempo para la comunicación, nuestro tiempo para el capricho, nuestro tiempo para el placer, nuestro tiempo para la obligación. Hoy estamos de pie ante todo en el eje de la voluntad y poco o nada queda en nuestra mentalidad que sea su par; se le permite en este sentido a la voluntad sola constituir la libertad del hombre o modo de ser específicamente humano, de tal modo que parece ser la única responsable de nuestros actos en última instancia. Desde luego que existen múltiples narrativas que desrresponsabilizan la voluntad y trasladan la gravedad de conciencia a terceros o a ideas. Nuestra confianza en las pequeñas historias justifica hasta tal grado nuestra individualidad que inclusive las historias parciales alcanzan a tener la cualidad de la imparcialidad, casi tenemos la certeza de que éstas derivan de un observador neutral, clásico y universal. Así podemos trasladar la responsabilidad de nuestros actos en función de la participación de nuestra época, de nuestro pasado familiar, de nuestro historial médico, de la censura de los medios, de los malos gobernantes, del sistema económico. Todo parece justificar nuestros desvaríos, divertimentos y vejaciones.
La incomunicabilidad parte del desconocimiento de la identidad del interlocutor
¿No contribuye nuestra condición contemporánea de la fragmentación a la consecución de nuestros mayores males? Ahora que la llamada Naturaleza está dominada, que no tememos grandemente a las bestias, ni a las tempestades, al frío del invierno, al hambre, a la caza, ¿a qué dirigimos nuestra atención sino a nosotros mismos? Ya no nos importa que el dios lluvia llegué y llene los estanques para el alivio de la sed de la población y el cultivo. Preferimos desear que la lluvia no interfiera con nuestros propósitos del día; de la lluvia nos preocupa que no se moje nuestro traje, que no se nos haga tarde, que no nos sea difícil tomar el taxi, que no nos enfermemos. Ya la naturaleza ha quedado en segundo término, orientada desde nuestra temprana formación tecnocéntrica a ser nuestro objeto y cosa, y no nuestro origen ni condición de ontologización. Nuestro tiempo se ha destinado cada vez más hacia propósitos individualizantes. Buscamos así complacer nuestros deseos mientras pretendemos en el mundo del mercado ganar más y más comodidades; nos comportamos como si fuéramos plenos consiguiendo cosas que satisfacen nuestras atenciones, nuestro hinchado interior. Hoy podemos decir que seremos felices en la medida que nuestra conciencia o intencionalidad se vea distendida hacia donde guste nuestra voluntad. Luego, nos afianzamos en la fragmentación.
Fútil será por tanto tratar de convencer al lector atento de que la naturaleza del hombre –y la suya propia, desde luego– es otra y también otro su propósito. Necio yo si quiero cambiar al necio. E independientemente de que el otro esté en un acierto en su necedad, yo seguiré en un error si creo que puedo entrar a la cuestión del ser y la conversación efectiva sin considerar la identidad general del hombre de nuestro tiempo propuesta en las breves historias del hombre contemporáneo.
Los mitos son tanto de ayer como de hoy
El mito contemporáneo en la filosofía actual nos habla de una crisis de la Modernidad, período éste en que se definieron grandes proyectos culturales, económicos, políticos, científicos y antropológicos. Ante la caída aparente del proyecto civilizatorio de la Modernidad y la aparición de diversas tendencias posmodernistas, el problema filosófico no es otro más que la falta de un paradigma que supla efectivamente el mito moderno y confiera a nuestro tiempo unidad. La constante de la Modernidad, según se dice, es la propugnación de la cultura universal regida por la Razón humana y el progreso de la ciencia. El seguimiento de las leyes universales nos llevaría, en este sentido, a la práctica de la libertad, que es naturalmente deseable una vez que alcanza cierto grado de madurez en tanto que es racional y universalista. El portador de las ideas que madurarían a los distintos pueblos humanos según la idea de Modernidad sería desde luego Europa occidental, representada mayormente por Inglaterra, Francia y Alemania. La historia de estos pueblos fue y sigue siendo en cierto modo lo suficientemente verídica y efectiva en la aplicación del poder tecnológico como para ganar credibilidad y hacer ceder otras historias e identidades humanas –como fue el caso de España y de gran parte de Europa del Este.
Ciertamente hay motivos para creer que la Modernidad ha fracasado. La guerra mediatizada, el sistema económico y político paradójicamente autodestructivo, la desvirtuación de las palabras, la abundancia de procesos individualizantes, la creciente incomunicabilidad, todo esto al parecer proviene de una confianza depositada en las leyes universales que forzosamente chocan contra el campo de lo imprevisto en el devenir. Sin embargo, también podemos poner en tela de juicio la crisis de la Modernidad y afirmar que ésta nunca fue verdaderamente universal y por tanto que nunca tuvo un estado de plenitud del que hayamos salido. Aquel que revise la historia con cuidado notará que siempre hubo un lugar para la disidencia y que hay vestigios de los perdedores en los procesos de decisión política humanos; había un Demócrito entonces para un Platón; un Motolinía para un Bartolomé de Las Casas; un Pascal para un Descartes; un Wolff para un Kant. Si los mitos tuvieran estados de esplendor en que la cohesión humana fuera efectiva, más probablemente no habría rastros de historias destruidas durante esos períodos, pues no hubiera sido necesaria la supresión de los opositores en tanto que éstos no hubieran sido. Más provechoso es descreer que existan reinados de ciertas identidades en que la vida de los hombres se rige conforme se presenta idealmente su historia en el poder. La circunstancia de un discurso dominante se presenta en una hegemonía que necesita invariablemente de sus resistencias. Por lo que los hechos pasados son como los presentes: procesos de violencia y movilización de estructuras de poder de los hombres.
La filosofía continental apostará después del s. XIX por la fenomenología y la genealogía, nociones ligadas a una percepción de hombre dinámico, de una sustancia impura, que al pensarse contempla el devenir a través del pseudo concepto vida. El barroco primero y el romanticismo después nos hicieron voltear la mirada hacia el advenimiento del misterio, y trataron de desplazar la luz como único pilar que soporta la existencia humana. Conviene aquí hablar de lo que es el hombre para el pensamiento conciente de la vida.
La identidad del hombre contemporáneo
Como soy un hombre de muchas ineptitudes, no podré exponer sucintamente la antropología humana general y vigente, pero en mi conato de definición daré pie a consideraciones mínimas que apoyan los propósitos de este escrito.
En primer lugar están las grandes perogrulladas que apelan a valores de entendimiento cuestionables, y estas son: que el hombre es racional, social y espacio-temporal. Las tres afirmaciones son problemáticas, pero hablan fundamentalmente de que el hombre es un compuesto, un sistema o una tensión entre su unidad y su inserción entre distinciones. Posee por tanto el hombre dos aspectos o dimensiones. Podemos pensar por un lado que el hombre consiste en ser una intermitencia entre la alteridad y su propio ser; esto es, que el hombre está inserto en lo que difiere de sí y en sí mismo. Si está en un aspecto, estado o reino en un momento determinado y en el segundo en otro tiempo, eso no podemos considerarlo todavía. Pero quizá nos interese saber si es o no el paso de un estado a otro un salto intenso, doloroso, relevante, indeseable, significativo sin más a la conciencia; quizá la intermitencia es un movimiento brusco, y eso hace al hombre un contorsionista, pero podría ser que el paso no sea siquiera perceptible, por lo que la torsión humana no vendría acompañada necesariamente de la conciencia de la torsión. Pero por otro lado es verosímil que el hombre no sea una intermitencia, sino un simbionte, un ser integrado en la compleja relación de dos seres en diferenciación, al menos en tanto haya evidencia de sus dos dimensiones.
¿Mas a qué corresponde distinguir necesariamente dos partes en el hombre? ¿Está en la estructura del lenguaje?, ¿en la naturaleza misma del ser humano?, ¿en el dualismo cartesiano epistemológico clásico?, ¿en la unicidad que transcurre en el tiempo?, ¿en la discriminación necesaria de seres? El hombre es siempre entendimiento, es la fuerza o capacidad de poner en cuestión. Podemos preguntar por el origen de la respuesta que demos hacia el infinito y concluir como se suele concluir: no hay nada que pueda ser dicho de una vez por todas sobre este asunto; las condiciones a las que nos arroja el resultado de nuestra primera respuesta, nos posibilita y a la vez nos impulsa a volver a preguntar. No todo tiene sentido para el entendimiento cuestionante, y esto es una necesidad.
El hombre estructura idealmente condiciones de existencia desde su entendimiento cuestionante para terminar la saturación originaria. Distingue aspectos del ser, establece condiciones para conocer, se relaciona con objetos, sustancias, esencias o cosas de origen intelectivo. Toda idea está relacionada con el intelecto y toda cosa pensada es ideada. Aquella movilidad o manifestación de sentido dentro de los sistemas de estructura o función es lo que se denomina entendimiento. Subsiste en la delimitación y distinción de elementos en que pueda ser este libre. No hay adentro o afuera de estos sistemas de estructura o función, sólo hay entendimiento o conciencia.
El entendimiento es un padecimiento del hombre, no una facultad, cualidad o propiedad de una sustancia o esencia que preceda a su propio pensamiento. El hombre padece el pensar y el entender. Su constante es el sentido. No decide dejar de entender, porque entender no significa que no se puede no estar entendiendo algo dentro de sus sistemas de estructura o función. El entendimiento no es un derivado de sus distinciones ideales, si bien lo piensa idealmente. Es una de las saturaciones del padecimiento humano, aquella en que puede vivir ficciones infinitas, como por ejemplo, que nada padece más que su propio entendimiento.
Otras saturaciones padece no obstante el hombre, salvo que crea que nada hay más allá de sus pensamientos. Los padecimientos están asociados a la trascendencia, entendida ésta como exterioridad del hombre o como lo ausente del mundo compuesto entre interioridad y exterioridad. Algunas nociones del entendimiento o ideas están asociadas a estas realidades de un nivel ontológico semejante al del entendimiento, como el sentido, la vida, la metafísica, el amor, la armonía, la divinidad, el devenir, el límite. Su significado desea ir más allá de las delimitaciones que dan forma al entendimiento del hombre.
Así como el hombre padece trascendencia, posee intrascendencias: los elementos de sus lenguajes o lógicas. La cuna de nuestra cultura es la intrascendencia. La limitación de lo pensado y afirmado conocido, aprendido, dominado. Esto trae el problema de la parcialidad del que hablaba momentos atrás.
La parcialidad dentro de la comunión
El ser humano al ser social por definición se dedica a la trata de personas. Es amigo de hombres, sí, pero también su mercader, su lobo o coyote. Su vida es historia de acuerdos y violencias entre sus semejantes. El hombre contemporáneo es, parado sobre su voluntad, fragmentario, parcialista. Se encarga de recordar y desconocer en uno y otro momento, y ante todo, atender a sus propias urgencias. Esta condición, sumada a la abundancia de procesos individualizantes en medio de la vida de mediaciones, masificaciones y anonimatos hacen de la memoria, el sustento de los sistemas de estructura o función del entendimiento, mucho más lábil e inestable, pero sobre todo, no necesitado de semejanzas con los pensamientos de los demás. Nuestra mayor virtud reside en la diversidad de valores, lógicas y pensamientos. El rechazo a ser comunes nos hace ser divergentes y poseer unidad en rigor exclusivamente con nosotros mismos. Hemos desmoronado el mundo clásico y hecho fertilizante para nuestra extravagante identidad. La conciencia de comunidad se reproduce sólo desde la primigenia afirmación de que uno no tiene que ser igual a nadie.
Lo común es no tener aspectos comunes. Esa es la evaluación del observador que no puede dejar de padecer entendimiento. Pero sus valoraciones arrojan otro dato: que la ausencia de un pilar que una al entendimiento de los individuos hacia la trascendencia desemboca en la falta de acuerdos interpersonales, acuerdos que tienen que ver con valoraciones esenciales en la discusión de tópicos sobre el saber. Pocos referentes culturales quedan bajo la figura de los mitos; los nuevos metarrelatos son, en su novedad y unicidad, ‘irreferenciantes’. En el hombre contemporáneo la falta de referencia no sólo inhibe la comprensión, también el interés de lo que el otro habla. El peso está sobre nuestro tiempo interior, no sobre nuestra vida en comunidad. Hoy parecemos despuntar en los malentendidos antes que en la libertad, pues comunicamos menos, aprehendemos menos.
La naturaleza de este escrito es tal, porque asumió precisamente que sus lectores no comparten en su mayoría referencias específicas que el autor pudo haber elegido desarrollar, y de ahí que se empeñara en mantenerse en el marco de la generalidad y quedara expuesto a una dispersión de dudas y cuestionamientos ajenos. Este lenguaje general y no técnico, equívoco por antonomasia, es de mayor fiabilidad gnoseológica que los lenguajes privados y especiales si el propósito es comunicar algo a alguien común, encontrado entre el público.
Los divisionismos en las ideas abren siempre campo al entendimiento, y enajenan a la voluntad, madre de nuestros diversos amores; mientras que la resistencia a la fragmentación es ardua y dolorosa. Y sin embargo, la constante distinción de elementos cierra las puertas a la conciencia del padecimiento, la instancia de la trascendencia en nosotros. No hay ojos para ver dioses ni demonios para nosotros, que observamos categorías y estructuras, cosas mentadas, mundo para el puro pensamiento, para el ser hombre en la duración de sí. Y así, se puede escindir la descripción de la prescripción, la ontología de la gnoseología y la axiología, el cuerpo del alma, la naturaleza del hombre. Y también puede unir la justicia del hombre a la de otros animales, las razas en una sola especie, la política a la economía, la metafísica al filosofar especulativo moderno. Nos creemos aptos a hacer estas suscripciones a las ideas porque nos convencen nuestros modos de pensamiento, pero pocos realmente producen conocimiento desde una comunidad epistémica definida. ¿Es que ya no nacemos para comunicarnos?
Trascendencia
¿A qué responde la afirmación de la trascendencia? ¿Por qué no cabe reducirla a las ideas del pensamiento? Su evidencia se encuentra en la espontaneidad del pensamiento; en su generación y regeneración. Las ideas caen bajo su propio peso de intrascendencia. No son capaces de advertir toda emergencia del acontecer. Cuando un sistema de estructura o función es complejo y arroja predicción y control, sirve y se reproduce, pues es deseable al ejercicio de la voluntad del hombre contemporáneo. Pero todo sistema de pensamiento tiene límites, no es infinito en sus formas, sólo en su apelación al sentido y su origen, que es trascendencia y no un sistema particular. Los límites de las estructuras o funciones ideadas corresponden con la desavenencia o inaplicación de su naturaleza o promesa frente al devenir. Los sistemas son incompletos, perfectibles según algunos, y esto los hace requerir de otros sistemas que puedan darle soporte al que ha encontrado su límite, o bien, ceder a lo infinito.
En la vida nos movemos en ordenanza de nuestras ideas y esquemas fijados voluntaria o involuntariamente. Y así podemos perder todo lo que pensamos tener o esperamos alcanzar. Si un hombre pierde sus cosas, lo único que tiene es lo infinitamente ‘tenible’ o ‘no arrebatable’. Job lo pierde todo, menos a Dios, el varón de la trascendencia; nosotros perdemos la juventud, pero no el alma, la sustancia de trascendencia humana; perdemos los placeres, nunca la experiencia estética; perdemos la memoria, no así el sentido. Eso que queda es lo que nutre, lo que nos permite situarnos y radicar el mundo. La trascendencia es antes que nada: poder, afirmación. Otorga y toma el control, habla sin pensar, escucha sin hablar. El valor en ella es idéntico al ser, su eterna disposición le da, además, verdad. Los muros de la filosofía se resquebrajan en su acontecer impronunciable.
El hombre es valorativo en tanto participa de la trascendencia, de lo no pensado. Por ser valorativo es que proyecta y se esfuerza. Su proyección es adecuadamente una universalidad, no una parcialidad. La trascendencia unívoca genera en las intenciones humanas la voluntad de univocidad: de un sistema de estructura y función verídico y funcional: el pensamiento es universalista, y la universalidad cobra sentido desde la proyectividad.
Consideración final
La comunicación sí es posible entre las personas. No queda evidente si esto es gracias a que los componentes de nuestras ficciones ideales sean compartidos o porque nuestra voluntad prefiere pensar que esto de hecho ocurre. La cuestión que veo más problemática aquí es definir al hombre contemporáneo, desde su diversidad y ausencia. Con nombre y apellido alguien parece ser cognoscible, pero la idea que una a todas las sociedades humanas sí que escapa a nuestras convicciones individuales en donde cada quien es libre de hacer y pensar lo que guste si tener con esto que dañar a otro ente libre. Si logra ser definido este hombre, hay esperanzas de hacerle entender algunas cosas en relación a grandes proyectos que benefician a grandes conjuntos poblacionales; de otro modo, lo único sensato es atender a los hombres presentes y tratar de conocer a los más allegados, reproduciendo los modos individualizantes de ser y haciendo menos probable la posibilidad de comunicar proyectos.
7 de abril de 2008lunes, 14 de enero de 2008
Modernidad española y propuesta
espiritual del hombre universal
Sólo al hombre, concediéndole la razón y la virtud, dejó frágil, débil, pobre, enfermo, destituido de todos los auxilios, indigente, desnudo e implume, como arrojado de un naufragio; en cuya vida esparció miserias, puesto que, desde el momento de su nacimiento, nada más puede que llorar la condición de su fragilidad y recordarla con llantos, según aquello de Job: repleto de muchas miserias, y al que sólo resta dejar pasar los males, como dijo el poeta.
Francisco de Vitoria, De la potestad civil
El ser humano es prospectivo. Su antiguo asombro por lo lleno y salvaje constituía su experiencia estética a la que somos hoy profanos y distantes. Y su estimación, aunque un misterio, tenía ya insuflado el porvenir y plantado el pasado. ¿Qué es lo que pasa cuando dejamos de ser errantes y echamos raíces en una mujer o cuando prometemos volver? Por más espeluznante que sea el viaje de ida o regreso, ya no hay radicalmente desamparo. No si se tiene la confianza, la empatía, de seguir el imperativo que revela a los semejantes: “no me mates” (proyección del caritas). Aquel que escucha el llamado de otro no pretenderá el mal. Pero, en serio, ¿cuál es el destino de ese “otro”?, ¿hay certidumbre de que no lo matará el yo? Un niño, el paradigma de ingenuidad, cuando juega nervioso y libre con los animales también suele matar. Y es que, ¿quién nace conociendo la fragilidad de las aves? No es muy distinta la relación entre humanos. El hombre es, en principio, vulnerable. Y al igual que el infante, desconocemos muchas de las consecuencias de nuestros actos, las afecciones que producimos con nuestras manos. Sea o no un ser querido, aquella persona que no se quiere matar puede ser herida por nuestra causa, a veces involuntariamente otras de modo inconsciente, sobre todo si la ciencia conocida de nosotros mismos es escasa.
Hacemos el mal así como lo hemos estado haciendo en repetidas ocasiones en la historia. No podemos resolver esto. Algunos ya han incluso configurado un lenguaje para sostener argumentativamente que el Mal existe, y que tiene su carácter ontológico. ¿Pero no estamos con esto atrapando en fórmulas racionales lo más fascinante del hombre, su destino? Qué pregunta tan sensata esta que dice: “¿está la filosofía preparada para ser responsable por sus ideas dinamita?” Especifico dos de estas ideas: 1) que las acciones humanas pueden ser reducidas a las racionalizaciones ética y moral; 2) que el universo es un todo homogéneo asequible en su estructura profunda por la divina Razón de los hombres.
Así como la imaginación, la razón no perdona, arrastra hacia quimeras y ficciones, engendros de los poderosos que cultivaron las ideas de virtud (areté) y ciencia (tejné). En sus relaciones de dominio, lo eficiente siempre fue la verdad, lo que aplicaba y hacia ver en regla a la Naturaleza; mientras que la ciencia fue y seguirá siendo aptitud de unos pocos destinados a mandar. El maestro de la individualidad y hacedor de la síntesis entre observación y teoría, Aristóteles, es el paradigma de Occidente: dado que todos somos desiguales y unos son superiores ora en el cuerpo, ora en el alma, los primeros obedecen y los segundos son directores o guías[1].
El camino de la civilización europea se dirigía tanto hacia la masacre como a la belleza. Pero el judaísmo, el cristianismo y el Islam reconfiguraron el orden de lo moral al mezclarse con la filosofía de Occidente. Vemos uno de los “renacimientos” híbridos ocurridos por la unión de la fe y la razón en la colonización de las indias.
El s. XVI es el siglo de oro español. El ascenso de los reyes católicos viene acompañado por el descubrimiento de otra tierra habitada por hombres, mientras que surgía, a un ritmo más pausado, un renacimiento intelectual en la Escuela de Salamanca, uno de los principales centros culturales de Europa de su tiempo, que pretende ser escolástico, científico y riguroso. Como pocos lugares en la historia, era un verdadero espacio donde se enseñaba a pensar. He hicieron lo que les correspondía, pensar su presente, ser guardianes de las ideas espirituales y humanistas. Era la época de un choque de civilizaciones, donde el europeo sabía que millones de salvajes estaban tras el mar, y que la consideración católica no era otra que la de evangelizarlos y hacerlos súbditos del Rey, y no por mera dominación, sino por un sentido normativo y utópico profundo: hay que salvar al “otro”, y en el proceso, salvarse a uno mismo. Proteger al prójimo es más que una intervención y un sincretismo, es también una oportunidad de hacer el bien.
Fueron años crueles, o como dice Kuri Camacho, épicos[2]. Pero la magnitud de la catástrofe no tenía que esperarse ver para que Europa (con España muy al frente) discutiera lo más primordial: ¿son los naturales en realidad prójimos del ciudadano?, ¿tienen alma y derechos? Dos actitudes eran bien conocidas, la oficialista y la contestataria. La primera, aristotélica y compleja, encabezada por Juan Ginés de Sepúlveda, y la segunda, alborotadora y apologética, dirigida por Bartolomé de las Casas. Ambas posiciones discutieron sobre la naturaleza de los naturales de indias en la conocida Junta de Valladolid, y los resultados de su discusión condicionaron a la Corona española en sus políticas siguientes: no habría más Requerimiento y la protección o tutelaje de España era obligatoria. El haber llegado a esta resolución es inexplicable sin considerar el trabajo de Francisco de Vitoria, el pionero del derecho internacional y desarrollador de las tesis sobre el derecho del doctor de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino[3]. Hugo Grocio sería el promotor al interior de Europa de los estudios salmantinos de Vitoria.
Fray Vitoria era un ilustrado de aquella modernidad española rechazada y olvidada[4]. Nutrió la cultura desde el frente de la economía y del derecho. En la ciencia de las leyes, renovó el derecho de gentes, propuso ideas innovadoras sobre la ciudadanía y la autodeterminación estableciendo una conciencia democrática a través de esgrimir con pericia el derecho natural con fundamento en una ontología y epistemología tomistas. Influyó notablemente sobre la obra de Suárez.
¿Cómo pensar a España en América de modo neutral? No atendiendo a la perspectiva de Sepúlveda (doctor de otro aparato crítico conceptual, pero sobre todo, de otras premisas culturales) pero tampoco a la del obispo de Chiapas, Bartolomé, que claramente había idealizado a los naturales. En lo que respecta a Vitoria, el pecado es universal, y la conciencia de unos como la de otros no queda exenta del pecado. En su obra, Francisco de Vitoria establece cuatro líneas reivindicativas para: 1) los inocentes de la agresión, 2) la libertad de conciencia, 3) la soberanía popular y 4) la protección de la corona. La premisa fundamental para abordar estos puntos es la ley natural, entendida como el problema del bien y del mal, del discernimiento. De ahí deriva una segunda creencia de Vitoria: que el hombre tiende al bien; pues como indica Santo Tomás, la jerarquía al interior del hombre es razón, conciencia, voluntad y libertad; donde las primeras, en ese orden, condicionan a las últimas. Y no bastaría lo anterior para distinguir el bien del mal, sino que además, las cosas están ordenadas de buen modo, para que así pueda la razón juzgar sin error; además de que Dios revela sus alcances en la naturaleza de sus criaturas y es naturaleza de hombre discernir lo bueno de lo malo y optar –no sólo conocer– por el bien.
En De potestad civil, Vitoria afirma que la sociedad es natural a los hombres, y está de acuerdo con aquellos que dicen que los hombres que se bastan a sí mismos, más que hombres, son bestias (razonamiento atribuido a San Agustín y al propio Aristóteles). Pero lejos de la utilidad de vivir en sociedad el fraile dominico tiene la sensibilidad estética de anotar a Cicerón cuando dice “Y si alguno se subiese a los cielos y estudiase la naturaleza del mundo y la hermosura de los astros, no le sería dulce esa contemplación sin un amigo”[5]. Y sostiene también que lo natural a los hombres ha de ser beneficiado, procurando así el bien a las personas, por lo que lo propio es perseguir el bien común, finalidad misma de la sociedad, más allá de cualquier bien particular.
Pero más importante aún, fundamenta un derecho que sería exigido a toda nación, el de gentes, en el derecho natural, que aunque se encuentra emparentado con el derecho divino, puede propugnarse con éxito independientemente de la teología. Esto porque el derecho natural se funda en la sola razón; es necesario y universal a cada hombre. Y es universal el discernimiento de lo bueno y lo malo, lo conveniente de lo inconveniente. En este sentido, la diferencia entre indios y españoles no es por naturaleza, sino por costumbres. Que a los primeros convenga un tutorado de la Corona es lícito mientras se encuentren en condición de retraso[6], afirmará como uno de los títulos lícitos de la pertinencia de España en América.
Y es que distinguir entre los títulos lícitos y los ilícitos no es trivial. La duda de si los nativos eran o no amentes estaba sólidamente fundada en las diferencias de valores, pero sobre todo, en la insólita y convenida costumbre entre indios de matar y devorar inocentes. Existía pues la posibilidad de que la negociación y el razonamiento pacífico fuera imposible, o en palabras de Vitoria, “de ignorancia invencible”[7] e inevitables consecuencias bélicas.
Frente al Requerimiento de Palacios Rubios, absurda exigencia según la cual los naturales de indias debían rendir sus tierras, servir a la Corona y al Papa, abandonando sus dioses y soberanía, a cambio de no sufrir guerra justa, Francisco de Vitoria revisa cada título supuesto en el documento y comienza a desmontarlo. Así, vela por los derechos naturales y concluye: los indios sí son dueños de sus bienes en tanto hombres, e iguales por tanto a los españoles, aunque diferentes por su educación fuera del estado de gracia. También comprende que los indios tienen conciencia, pues a todos los hombres Dios dotó de razón, el elemento más perfecto de la interioridad, de lo que se desprende que puedan consentir y elegir el tipo de legislación que les conviene junto con los españoles.
Observa de paso, cuáles son las falsas o imprecisas creencias detrás de la trata de naturales. El Requerimiento, en primer lugar, supone que el Emperador es señor del mundo, lo cual no es verdad por ser su potestad civil y condicionada a lo temporal, y ocurre lo contrario con el Papa, cuya autoridad no tiene potestad temporal. Rechaza algún derecho por “descubrimiento”, al igual que la obstinación a recibir la fe de Cristo como causa de guerra justa, así como por los pecados que cometen los infieles. Lo mismo para el uso de la fuerza en la conversión de los indios, o la encomienda de Dios de evangelizar a toda costa. En el fondo, no puede haber una ignorancia invencible de Dios, pues a ésta se le puede responder con la predicación[8]; a menos que haya ingratitud en sentido fuerte y los malvados pequen contra el espíritu santo o unión de la humanidad.
Y con gran valor para nosotros los contemporáneos del discurso posmoderno o multiculturalista, frecuentemente antecediendo lo singular antes que lo universal, haciendo uso de razón señala el fraile Vitoria que es de derecho natural vivir en sociedad y comunicación social. Y ello consiste en poder recorrer provincias extranjeras sin recibir daño; a tratar bien al peregrino y ser bien trato como tal; a tener una ley común a naturales y extranjeros; a la amistad y consorcio entre hombres y al amor al prójimo. También son parte del gran título legítimo primero el comercio, el tener leyes justas, poder ser ciudadano de cualquier ciudad donde se nazca y defenderse de la fuerza con la fuerza. Muchas son las razones que aduce Francisco de Vitoria en sus títulos, y consideradoras de la casuística.
También fue un sobresaliente expositor en el tema de las causas de una guerra justa. Colocando como única causa de guerra justa la injuria grave. Además de que es elección de un soberano que ha de agotar todas las salidas pacíficas posibles con el fin de lograr el bien común de la comunidad o sociedad. Su desarrollo se encuentra en De los indios, relección primera y especialmente en la relección segunda.
Y lo esencial de su obra radica en esa capacidad de avanzar con razones pero cobijado por motivos revelados y divinos. Y esto es ontológica y teológicamente visible cuando afirma respecto a los pecados contra naturaleza como el sacrificio humano que:
“No es obstáculo el que todos los bárbaros consientan en tales leyes y sacrificios y no quieran que los españoles los libren de semejantes costumbres. Pues no son en esto dueños de sí mismos, ni alcanzan sus derechos a entregarse ellos a la muerte ni a entregar a sus hijos.”[9]
Sus pasos son firmes, cree en el derecho natural porque es racional, pero también porque es un don de Dios. Nunca un mero acto libre. Puede que un derecho positivo se equivoque, que sea inicuo o injusto, pero no pasará esto con un derecho natural, pues no puede fallar a lo divino. Categóricamente se sostiene, por su derivación, que al derecho natural no se le puede abolir, aunque así lo pretenda un derecho positivo. Tratar de negar un derecho natural no obliga a dar un salto del mundo de las cosas hacia lo eterno, y nos tenemos que enfrentar a un estado pretérito a las cosas, a la ontologización. La apuesta cristiana no tiene, según parece a muchos, esta alternativa. Otras se espera que puedan acceder a respuestas muy semejantes a las ya dominantes dentro de la nomenclatura de los DD. HH. Al menos no debe negarse la razón en los demás, que implica el privilegio de la palabra y de la conversación.
Y esta materia es bien importante, pues si no se tiene la palabra, no se puede ser libre sujeto de derecho, en tanto que sólo el otro que habla, define al “otro” como “otro-yo”; mientras que el “otro-otro” sólo traslada la propia conciencia a un centro de poder, responsabilizándolo por lo que es uno. No obstante, tomará mucho tiempo desde los tiempos de Francisco de Vitoria, para que la razón sea comprendida de esta manera por los adoradores de la Razón, que hicieron de su certidumbre un ídolo que no escucha, ni escuchará a los hombres de carne que sufren frente a su Mente divina. Tan sólo después de la muerte de Vitoria en 1542, sus alumnos utilizaron sus tesis para negar en la Junta de Valladolid a Juan Ginés de Sepúlveda desde la posición contestataria de un realismo mágico[10], que hacía a los indios objetos de derecho, incapaces de ejercer su libertad propiamente. Cuando la perspectiva de Vitoria era mucho más perceptiva de la conciencia en los indios y de la necesidad de hacerles libres de ejercer sus propios juicios; esto es, tener la palabra, razón en acto, no sólo en teoría y sin aproximación a ellos para verificarlo.
Quien sí fue un seguidor de los estudios salamantinos fue Juan de Zapata y Sandoval, el testigo de América, del sufrimiento de los indios, que declaró ante la Corona que ella misma no estaba administrando una protección, sino una expoliación. Inicia un ejercicio de memoria donde participa el corazón y piensa a los otros sin distancias. Es un ejemplo legítimo de hibridación, de unión entre el blanco y el indio bajo el puente del mestizaje y del horizonte de salvación. Kuri comenta del lamentado Zapata y Sandoval:
“Esos sufrientes y muertos nos incumben; nos piden que rindamos cuentas y nos acusan, obligándonos al ejercicio de la memoria; son nuestras oraciones y lamentos las que los sacan de la nada.”[11]
Donde la memoria no es la toma de segmentos del pasado para la consecución de uno de tantos fines de un sujeto trascendental, como una historia que justifique su estructura de poder, sino que se trata de una empatía y enraizamiento que hacen exégesis cerca del otro:
“Ese ejercicio de la memoria entonces, no es el ejercicio de una memoria selectiva; no es una instancia calma, exenta de peligros; exige considerar todo el pasado para proyectar su luz sobre el presente, sin eludir la opinión polémica. Porque de lo que se trata es de no faltar a la cita del presente.”[12]
En estas circunstancias es que nace, a principios del s. XVII, un nuevo proyecto civilizatorio para América, de ideas de libre autodeterminación todavía no maduras pero rindiendo ya frutos de Francisco de Vitoria. Así nace una conciencia de una nueva nación, la Nueva España, cuyo esplendor será cortado de tajo por una decadente España en 1767 y la llegada de los mormones ilustrados, extranjeros de mente para la Nueva España.
[1] Cfr. Aristóteles, Política y Metafísica, L I 1-2.
[2] Ramón Kuri Camacho, “Juan de Zapata y Sandoval testigo de América”.
[3] Cfr. Francisco de Vitoria, Comentarios a la “Secunda Secundae” de Santo Tomás. Tomo III: De iustitia.
[4] A la luz de la Razón del sujeto de la modernidad francesa, y luego, de los ilustrados y también de los idealistas alemanes, España quedó fuera del proyecto civilizatorio europeo de la Modernidad; fue considerada una nación atrasada por la religión y carente de una competencia y actitud científica y económica supuestamente universal, postulada por la Europa del norte que era guiada por la Razón pura.
[5] Francisco de Vitoria, De la potestad civil, 262, en Reelecciones teológicas.
[6] Acaso sea esta la única gran equivocación práctica de Vitoria en materia de derecho, pues a los indios en la historia no se les concedió verdaderamente la palabra, una que fuera escuchada y tuviera resonancias. Pero en absoluto se opone a lo consecuente en todo hombre, enseñar/dar al otro aquello de que carece y es vital, en este caso, el camino a la salvación. El horizonte de salvación es importantísimo para comprender esta utopía que emprendió España en sus “colonias”.
[7] Francisco de Vitoria, De los indios, relección primera, en Reelecciones teológicas.
[8] Cfr. Ibídem, epístola a los Romanos: “¿Cómo creerán, sin haber oído de Él? Y ¿cómo oirán, sin haber quien les predique?”, 385.
[9] Ibíd. 422.
[10] Cfr. Kuri Camacho, “Juan de Zapata y Sandoval testigo de América”.
[11] Ibíd.
[12] Ibíd.
sábado, 12 de enero de 2008
Esbozo de los principios y alteraciones al concepto de Naturaleza por causa del pensamiento filosófico antiguo
Que el Dios nos salve de consideraciones absurdas e incoherentes
y nos sugiera opiniones probables.
Platón. Timeo
Si alguien sabe qué es la naturaleza ese alguien es un monstruo; quiero decir, aquél que se atreva a decir que conoce la esencia de la naturaleza, debería quedarse callado y no venir a contárnoslo, no así como los demás vienen y nos hablan de las cosas del mundo, afirmando por igual cosas útiles, sandeces o hermosas palabras. Por algún acuerdo implícito, sabemos que la naturaleza se trata, entre otras muchas quimeras, de una construcción humana, específicamente cuando se trata de concebirla en un concepto y no como un elemento vivo que respira dentro de una ontología. Hay algo de terrible en nuestros actos de pensar.
I
Desde la racionalidad occidental y frente a la filosofía más soberbia –la autoafirmada única o legítima–, la naturaleza es una cuestión satelital en la vida. Según esto, el filosofar es necesariamente antropocéntrico, una apoteosis del hombre, y un avatar de la civilización. Pero antes de que se racionalizara nuestra condición prospectiva y de que fuésemos de la estirpe de la Razón, el mundo natural y material no era sino nuestro propio rostro, un espíritu asombroso de la misma calidad que cualquier alma humana. Entonces nadie podía sentirse privilegiado frente a las demás cosas en la existencia.
Puede que ahora creamos que la naturaleza no es superior o igual a nosotros, pero no hemos dejado de percibir que, de alguna manera, necesitamos de la naturaleza para existir, que es una condición para la vida y nuestra posibilidad de desenvolvernos en el mundo. No podemos prescindir de ella para ser, y no podemos decir que somos la misma cosa, al menos no sin un mínimo esfuerzo de profundización espiritual. Este escrito pretende dar algunas respuestas a la conciencia de la decadencia del mundo natural por la causa del mundo del hombre moderno, respuestas en torno al origen de nuestro objeto radicalmente otro-no-yo.
II
Nunca estoy preparado para tratar satisfactoriamente este tema, pero no puedo soltarlo. Nuestra relación con la naturaleza ha sufrido tantas metamorfosis y se ha resistido a dejar tantas de sus figuras del pasado, que podría dedicarle varias vidas a resolver dificultades de su estudio. En esta ocasión pretendo responder a una pregunta compleja, y hacer por tanto un mal ejercicio filosófico. La pregunta es: ¿el pensamiento humano es naturaleza? No pretendo hacer un conato de contestación, aunque creo que mis conclusiones se identificarán irremediablemente con ello. Para intentar eludir esa suerte, trataré de determinar qué quiero decir con la pregunta y para qué me lo pregunto.
El “pensamiento humano” es una actividad propia de nuestros semejantes que consiste en la producción indeterminada de inferencias guiadas por un sentido y entendimiento a un tiempo y por medio de un código o lenguaje común entre dos o más individuos. Ciertamente no es una definición exhaustiva, pero tampoco es vaga y libre de ideologías. Implica la existencia de una comunidad que entiende el significado o propósito de esta producción, que tiene una linealidad –aspecto mensurable– y también una indeterminación o incompletud. Normalmente, se atribuye a la maquinaria productora del pensamiento el nombre de mente o alma. En lo que a mí concierne, no se requiere de un autor de la producción para que exista efectivamente el pensamiento, la forma del pensamiento se satisface si existe un grupo, y no un individuo solo, que reconozca la producción; el origen de esta creación es accidental.
La “naturaleza” es un algo que casi siempre me tiene insatisfecho cuando trato de delimitarlo. Tiene sobre todo dos sentidos. “el modo de ser de algo”, o bien “el conjunto de seres no creados por el hombre”. En el primer sentido entiendo que el pensamiento sí es una naturaleza, en tanto que el pensar, o el estar produciendo pensamientos, es uno de los modos de ser del hombre, le es natural. En cuanto al segundo sentido, el pensamiento también es naturaleza puesto que si el hombre fuera la causa del pensamiento, bastaría uno solo hombre para producirlo. Si embargo no es tan clara la distinción entre “dos o más individuos” y “el hombre”. Es decir, ¿puede haber, en realidad, un solo hombre?
Pero ¿para qué responder la pregunta? En realidad la respuesta no es importante, lo importante son las disquisiciones que genera tratar de aclarar el sentido de un problema tan complejo. Si logramos responder extensamente por qué nuestro pensamiento es naturaleza, habremos recorrido los problemas más inextricables de la filosofía, y quizá encontrado algunos compromisos ontológicos que defender. Esto es verdad, porque la naturaleza, en tanto aquello que el hombre no hace, genera grandes conflictos gnoseológicos. Por un lado, la racionalidad ha sido la espina dorsal de nuestro mundo de ficción, moderno y elevado, pero se funda en una lógica de la identidad que no puede concordar, por fuerza, con los acontecimientos naturales, aquellos que el hombre no genera. El hombre racional descubre principios, no engendra cosas. Los orígenes señalan a los misterios del mundo natural, no a la razón. Toda esta problemática es la que me hace aproximarme a la genealogía del segundo sentido de naturaleza, el que se emplea sobre todo cuando expresamos “Naturaleza”. Trataré que mi pretexto guía sea la noción de la distancia entre ella y nosotros.
III
El ser humano conocido padece constantemente de insatisfacción. Es de lo más natural encontrarnos frente a sujetos siempre deseosos de algo, acaso por ser insaciables o quizás por incompetentes. Se requiere no obstante de un estado de conciencia, de una actividad mental resoluta, para afirmar que esta condición la sufre uno mismo. Esto, en principio, porque la racionalidad humana nos condena a ciertas exigencias de la razón. Estamos atados a buscar las concreciones de nuestro interior; desde la obvia búsqueda por atender concientemente nuestras necesidades fisiológicas hasta los anhelos estéticos e ideales más sublimes, la racionalidad nos acompaña, indicando una especie de camino por delante, camino que al tratar de cubrir, muestra que todavía le resta.
Hoy parece sencillo identificar a este acompañante como nuestra conciencia o nuestra alma. Pero hubo un tiempo en que la interioridad en general no era tan clara, tan libre de aprovecharse, o bien, tan íntima y propia de nuestra existencia. Si se le pregunta a un hombre si el alma existe, es muy posible que éste no sepa contestar o no lo haga satisfactoriamente; pero es altamente improbable que una persona a la que se le hace esta pregunta no tenga la menor idea de lo que trató de preguntársele. Alfred Edward Taylor asevera que el alma, entendida como aquella parte que contiene nuestra personalidad, y que incluso es nuestra identidad, es una invención de Sócrates[1]. Si esto es así, Platón es el principal responsable de haber introducido en el pensamiento filosófico occidental, que inicia con el legendario Tales de Mileto, la noción de interioridad. Lo cual no significa que la antigua cultura griega en su conjunto no haya tenido la brillante intuición de que el hombre es un microcosmos. Ejemplos claros de esta idea los hallamos en los pitagóricos, en Demócrito o en el paradigmático Protágoras y su atribuida frase: “el hombre es la medida de todas las cosas.”[2]
La reflexión filosófica no es antropocéntrica por casualidad. Los primeros intentos de la filosofía griega por ofrecer una explicación del mundo fueron explícitamente sobre cuestiones materiales para satisfacer problemas estéticos; se trataba de pergeñar entre los límites de un mundo, el cual se presentaba fascinante y heterónomo, tanto en sus rasgos cotidianos –de un asombro no tan frecuente– como en las propuestas de sus orígenes. Digamos, por el momento, que la filosofía nació de una reflexión en torno a la naturaleza, pero detengámonos aquí, dado que se trata de un concepto altamente equívoco. Lo expresa magistralmente el siguiente fragmento:
“…El concepto de naturaleza (...) ha aparecido en la literatura filosófica respondiendo habitualmente a necesidades conceptuales surgidas del discurso en turno (de aquí la abundancia de sus valores semánticos), lo cual ha vuelto improbable también que se afiance en una sola acepción rigurosamente definida”[3]
Cuando se intenta resolver un problema, en el fondo siempre está la cuestión del hombre y su entorno, y, todavía más oculto, el tema de su concomitancia. Los intentos más perspicaces de mostrar esta situación han recorrido caminos diversos: metafísicos especulativos, místicos, religiosos, científicos o mágicos, y en mi opinión, no han podido más que llegar a la afirmación de una relación triple, una triada que podemos llamar Dios, Hombre y Mundo. Reducir estos elementos a uno solo es disociar con un golpe de gracia al entendimiento, acaso sea la mayor injuria contra el lenguaje y nuestra comunicación[4]. Las culturas primitivas suelen tener bien claro que forman parte de una comunidad, asumen los tres elementos y por ello es congruente que sean holistas e integrales, porque son concientes de su comunión con la realidad. La reducción a un único ser, por otro lado, no parece tener la suerte de ser respaldada por poblaciones enteras. Pero la reducción no es el único destino posible para esta triple distinción; también se puede omitir u olvidar alguno de sus elementos. Esta fue la fortuna del pensamiento hegemónico de Occidente, que en repetidas ocasiones afirma los tres componentes metafísicos reparando concientemente sólo en uno o dos de ellos. Un error que podemos cometer siendo parte de Occidente es atender únicamente a la división entre el hombre y la naturaleza. Si queremos actuar del modo sensato, hay que leer entre líneas y observar la presencia de lo divino, en tanto potencia de sentido, entre el hombre y el mundo, en cómo observamos a la naturaleza.
Lo filósofos de la antigua Grecia no eran muy diferentes de otras culturas primitivas, compartían elementos culturas tales como dioses y ritos en lo religioso, y habitualmente comerciaban con otras civilizaciones mediterráneas y de oriente[5], conocían no sólo del mundo heleno, también las ideas, los propósitos y algunas de las experiencias de los bárbaros. Lo más natural es que consideraran al mundo como un todo ordenado, más bien orgánico, como un ser viviente, y que se relacionaran con el cosmos por medio de ritos y misterios[6]. No obstante, a diferencia de otras civilizaciones, los griegos desarrollaron un asombro por la palabra sin precedentes. De acuerdo con la historia tradicional, las explicaciones mitológicas sobre el origen de la fysis (la naturaleza para los perifiseos) no satisficieron a los pensadores en su sólo ejercicio de la razón (la mera palabra coherente). Sus frecuentes contradicciones no se comparaban a los esfuerzos racionales por encontrar un principio independiente (arjé), que una vez descubierto permitiera tener un dominio sobre los límites del espacio natural[7]. El poder de convencimiento y de universalidad de la razón llegó a tener suficiente atención como para que se predicara de ella divinidad; es decir, belleza, fuerza, autonomía y eternidad[8]. Y, siendo la razón (logos) divina y la materia ordenada según cierto principio vislumbrado, se atribuyó a la Naturaleza una especie de mente o de inteligencia[9].
Las profundas ideas místicas y religiosas de un cosmos armónico y unido en el que el hombre se encuentra indistintamente integrado[10] coexistieron con la nueva idea de que la Naturaleza tiene un orden racional o una gramática. La una era un continuo proceso de generación material y sensible[11], cuando la otra era una estructura construida regida por una ley[12]. Si la Naturaleza se rige por el logos, entonces nosotros podemos conocer su orden, puesto que el lenguaje de la naturaleza no es otro que el de la palabra humana[13]. Si captamos esto, no sorprende en absoluto que Aristóteles en su Organon presentara una lógica ontológica, y que su sistema metafísico declarara por medio de la sustancia y la causa, los componentes de la realidad y su explicación.
Por diversos factores políticos, la figura de Sócrates apareció en escena con una innovación importante. No se preguntaba por el principio de la materia, sino por la eficacia para lograr algo, hacer bien lo que se tiene que hacer, especialmente su propio ser hombre. Si el estudio de la fysis antes de Sócrates se preguntaba por el devenir, el problema para Sócrates era hacer de su vida una vida buena, y marcó con ello un nuevo paradigma, el de la teleología A partir de él, se formula la pregunta racional y moral siguiente: ¿cuál es la areté del hombre?, a saber, ¿cómo debo actuar para hacer lo que me es propio hacer?[14] Las teleologías racionales que devinieron a partir de este ‘giro antropológico’ fueron los sistemas de Platón y Aristóteles. Estos significaron el establecimiento de una filosofía hegemónica derivada del planteamiento de Parménides, la conceptualización del ser unívoco e inmutable, lo realmente divino. Esta filosofía dominante impulsó la lógica de la identidad planteada por la teoría del Ser –irónicamente vertida en el poema ontológico– y coadyuvó a la fundación de la radical separación entre el hombre y la naturaleza. La mítica quedó desplazada y la razón fue el principal objeto de cultivo de los sabios.
La hegemonía de la lógica de la identidad corresponde a que ésta se dedicó a la consecución del conocimiento, no de la armonía cósmica. Su gran valía era la de proporcionar nueva técnica, para lo cual se requiere un gran esfuerzo de observación, abstracción y reflexión. Todo esto, no sólo incluye una práctica del ensimismamiento y de la jerarquización, también implica la expectativa de controlar los resultados y ejercer el poder del conocimiento a voluntad, la cual, según la teleología, desea el bien al cultivar lo que es en sí mismo un fin[15].
Las teleologías son compañeras del pensamiento racional. Proyectan a la persona en una dimensión que sigue una lógica determinada, y pueden ubicar la condición actual dentro de un proceso de sentido extrasensitivo. Cuando esto pasa, se dice que el hombre se dirige hacia un ente metafísico, en el sentido de ultraterreno; por lo que la confrontación entre el hombre y la naturaleza y mundo que deviene pierde relevancia.
Más tarde los estoicos, concibieron que el logos era inherente a la fysis, y que lo correcto era no ir en contra de ella, no metamorfosearla. Al diferenciar entre los animales racionales y los irracionales abismáticamente, minimizaron en su ética la incidencia del humano en el mundo natural. Irónicamente, aunque proponían vivir conforme dictaba la ley divina de la naturaleza, la distancia entre el hombre y la Naturaleza se agudizó más. Los epicúreos por su parte, disminuyeron la dignidad del individuo aristotélico al negar que la Naturaleza tuviera un telos o finalidad[16]. En su atomismo se predicaba que la causa de la generación era azarosa, tanto fuera como dentro de la interioridad, y que el hombre no fuera más que el producto de la casualidad y el mundo el producto de un evento fortuito, conservó una vez más, la distancia entre hombre y naturaleza.
Por estas circunstancias también aparece la división entre lo natural y lo artificial. La Naturaleza, sin un rostro intervenido por la técnica, es ajena al hombre libre, ensimismado en su orden. Se la percibe como es, distante y probablemente hostil, salvaje en tanto impredecible y fuera de norma. La idea de que somos divinos por nuestra razón nos permite embellecer a la naturaleza modificándola para procurarnos una vida mejor, donde ejercemos el poder. En tanto que creamos ideas, podemos considerarnos aprendices del Demiurgo. Depositada la confianza en la ciencia, los espacios y tiempos sagrados se colapsan y los misterios pasan a la trastienda, al lugar que no requiere arreglo ni ser recordado para muchos. Sin misterio, lo único que queda por verse es lo que el hombre hace, ha hecho y está por hacer y la única relación con la naturaleza ocurre en virtud de la tecnología. Hay que observar que el valor de la técnica, radica en los resultados, no por ser técnica.
IV
La visión matemática del universo fue posibilitada y gestionada desde el período clásico, por una parte, la concepción de la Naturaleza como una estructura a manos del pitagorismo y la filosofía platónica de las ideas perfectas dejaron la impresión de que los números expresaban las formas de la realidad, su gramática o lenguaje. Y por otro lado, el atomismo antiguo de Demócrito y Leucipo (donde la fysis es el resultado de la necesidad y del azar) dieron las bases para que se gestara el mecanicismo de la Modernidad, luego de que se concibiera la metáfora del mundo como máquina. Aristóteles contribuyó con su parte al unir la observación sensible con la teoría. El período medieval, en cambio, constituyó un modelo de control racional y moral que evitó que las ideas matemáticas del universo quebraran su cosmología.
El cristianismo atenuó las exigencias racionales, pero no vino en absoluto a nivelar la separación entre la mente y la naturaleza. Terminó con la concepción cósmica y se enfocó en la figura de Dios, el alma y la salvación, entidades trascendentales que no nos confrontan con el devenir de la Naturaleza, le roban su espíritu y su interés.
Siglos más tarde, ya en el Renacimiento, la naturaleza evocaba los aspectos de la interioridad de los hombres, pero no tenía de ninguna manera la preponderancia que gozaban las obras y reflexiones de los doctos. Nicolás de Cusa, ya contaba en su tiempo con la certeza de los presupuestos matemáticos y tenía toda la libertad, en relación a su distancia entre su alma y la naturaleza, para especular y aseverar que Dios es centro y circunferencia. A él debemos que se la esfera sublunar y supralunar hayan sido coordinadas bajo las mismas leyes naturales, leyes matematizadas, desde luego. Las insipientes aportaciones científicas no tuvieron efectos superfluos en los siglos consecuentes. El método experimental no se hubiera logrado sin las aportaciones racionales de Telezio, Patrizi y otros renacentistas. La naturaleza estaba ahí, se la sentía, pero siempre desde una distancia, desde una idealización que apenas comenzaba su ascenso para verse a sí misma parada sobre pies de barro.
V
Sin importar los modelos que gobiernen nuestra visión de la Naturaleza y del orden que pensemos que la divinidad ha planeado que sigamos, nosotros no podemos más que construir ‘decires’ que satisfagan las exigencias racionales y morales de la presentación del mundo. El Bruno, Descartes, Newton, Spinoza, Leibniz y Kant. Estaban obligados a ofrecer una respuesta desde su vocación filosófica. Cada uno, desde su circunstancia aportó su concepto, hizo su crítica y dejó su legado para pensar, una vez más, nuestra separación supuesta con la Naturaleza.
El problema fundamental desde los inicios de la filosofía hasta el s. XIX es el espacio, desplazado aparente y actualmente por el problema de la temporalidad interior. En todo caso, el espacio es nuestra aproximación a lo radicalmente otro, en primer lugar, como una envoltura, un límite que se distribuye y extiende frente a nuestros sentidos. Hablar del espacio es hablar de parte de la naturaleza. El cómo las cosas se encuentran en él es de completa relevancia. La Modernidad estableció desde el comienzo una nueva percepción de las cosas. Frente a toda la religión e ideas mágicas que subyacían a ellos, las cosas fueron objetos inertes, carentes de un ciclo que los animara y ligara a nosotros. Si algo fue investigado en ese período, fue sujeto de las disposiciones más extrañas de nuestra imaginación tal como consideró el Nolano al pensar en el universo simulacro, el espacio extendido al infinito y continente de innumerables mundos finitos.
[1] En mi opinión, la tesis principal en A. E. Taylor, El pensamiento de Sócrates, FCE, México, 1961.
[2] Teresa Kwiatkowska, Jorge Issa y Fco. Piñón, Mundo antiguo y naturaleza, Plaza y Valdés, México, 2001, p. 107.
[3] Ibíd. 46.
[4] No profundizaré sobre el tema de la triada metafísica. Baste pensar como ejemplos de los problemas de violentar estas ideas, al negarle a alguna campo de acción o reducirles su semántica o autonomía, el pensamiento de Friedrich W. Nietzsche, algunos pasajes de Edmund Husserl o de Jacques Derrida.
[5] Un brevísimo esbozo del entorno cultural de la Grecia de entonces, así como referencias a fuentes más detalladas, puede encontrarse en ibídem pp. 21-32.
[6] Tales como las fiestas y celebraciones dedicadas a Dionisos o bien los misterios eleusinos.
[7] Esta es la interpretación que doy al tradicional “paso del mito al logos” que da origen a la filosofía.
[8] Cfr. con la clara exposición que hace W. K. C. Guthrie del sentido del término theos en Los filósofos griegos, FCE, México, 1994, pp. 17-18.
[9] Ejemplos son el logos de Heráclito y el nous de Anaxágoras.
[10] Al parecer, la supuesta frase de Tales “todo está habitado por dioses” era una creencia común en el pensamiento griego.
[11] La dimensión estética en las preocupaciones griegas es fundamental; el griego estaba“inmerso en una naturaleza en la cual todo era misterio, y por tanto, encanto”, Teresa Kwiatkowska, et. al., Mundo antiguo y naturaleza, p. 110.
[12] En opinión de Kwiatkowska y compañía, el siglo donde había esta dualidad de concepción fue el VI a. e. c.
[13] Este es el principio de la Razón, el ídolo de la Modernidad.
[14] La areté es entendida aquí según la propuesta de Guthrie, en op. cit. pp. 15-17; como la tarea del hombre bueno.
[15] Para no extenderme en cómo la teleología racional separa al hombre de la naturaleza por la incidencia de la voluntad del gobierno correcto de las cosas por el alma que conoce la verdad, remito a Kwiatkowska, Issa y Piñón, Mundo antiguo y naturaleza, pp. 46-94.
[16] En el caso específico del grecorromano Lucrecio, el hombre sale engrandecido y a la vez admirado por la naturaleza pese a que ésta no tiene ninguna finalidad concreta. Cfr. Tito Lucrecio Caro, De rerum natura.