Esbozo de los principios y alteraciones al concepto de Naturaleza por causa del pensamiento filosófico antiguo
Que el Dios nos salve de consideraciones absurdas e incoherentes
y nos sugiera opiniones probables.
Platón. Timeo
Si alguien sabe qué es la naturaleza ese alguien es un monstruo; quiero decir, aquél que se atreva a decir que conoce la esencia de la naturaleza, debería quedarse callado y no venir a contárnoslo, no así como los demás vienen y nos hablan de las cosas del mundo, afirmando por igual cosas útiles, sandeces o hermosas palabras. Por algún acuerdo implícito, sabemos que la naturaleza se trata, entre otras muchas quimeras, de una construcción humana, específicamente cuando se trata de concebirla en un concepto y no como un elemento vivo que respira dentro de una ontología. Hay algo de terrible en nuestros actos de pensar.
I
Desde la racionalidad occidental y frente a la filosofía más soberbia –la autoafirmada única o legítima–, la naturaleza es una cuestión satelital en la vida. Según esto, el filosofar es necesariamente antropocéntrico, una apoteosis del hombre, y un avatar de la civilización. Pero antes de que se racionalizara nuestra condición prospectiva y de que fuésemos de la estirpe de la Razón, el mundo natural y material no era sino nuestro propio rostro, un espíritu asombroso de la misma calidad que cualquier alma humana. Entonces nadie podía sentirse privilegiado frente a las demás cosas en la existencia.
Puede que ahora creamos que la naturaleza no es superior o igual a nosotros, pero no hemos dejado de percibir que, de alguna manera, necesitamos de la naturaleza para existir, que es una condición para la vida y nuestra posibilidad de desenvolvernos en el mundo. No podemos prescindir de ella para ser, y no podemos decir que somos la misma cosa, al menos no sin un mínimo esfuerzo de profundización espiritual. Este escrito pretende dar algunas respuestas a la conciencia de la decadencia del mundo natural por la causa del mundo del hombre moderno, respuestas en torno al origen de nuestro objeto radicalmente otro-no-yo.
II
Nunca estoy preparado para tratar satisfactoriamente este tema, pero no puedo soltarlo. Nuestra relación con la naturaleza ha sufrido tantas metamorfosis y se ha resistido a dejar tantas de sus figuras del pasado, que podría dedicarle varias vidas a resolver dificultades de su estudio. En esta ocasión pretendo responder a una pregunta compleja, y hacer por tanto un mal ejercicio filosófico. La pregunta es: ¿el pensamiento humano es naturaleza? No pretendo hacer un conato de contestación, aunque creo que mis conclusiones se identificarán irremediablemente con ello. Para intentar eludir esa suerte, trataré de determinar qué quiero decir con la pregunta y para qué me lo pregunto.
El “pensamiento humano” es una actividad propia de nuestros semejantes que consiste en la producción indeterminada de inferencias guiadas por un sentido y entendimiento a un tiempo y por medio de un código o lenguaje común entre dos o más individuos. Ciertamente no es una definición exhaustiva, pero tampoco es vaga y libre de ideologías. Implica la existencia de una comunidad que entiende el significado o propósito de esta producción, que tiene una linealidad –aspecto mensurable– y también una indeterminación o incompletud. Normalmente, se atribuye a la maquinaria productora del pensamiento el nombre de mente o alma. En lo que a mí concierne, no se requiere de un autor de la producción para que exista efectivamente el pensamiento, la forma del pensamiento se satisface si existe un grupo, y no un individuo solo, que reconozca la producción; el origen de esta creación es accidental.
La “naturaleza” es un algo que casi siempre me tiene insatisfecho cuando trato de delimitarlo. Tiene sobre todo dos sentidos. “el modo de ser de algo”, o bien “el conjunto de seres no creados por el hombre”. En el primer sentido entiendo que el pensamiento sí es una naturaleza, en tanto que el pensar, o el estar produciendo pensamientos, es uno de los modos de ser del hombre, le es natural. En cuanto al segundo sentido, el pensamiento también es naturaleza puesto que si el hombre fuera la causa del pensamiento, bastaría uno solo hombre para producirlo. Si embargo no es tan clara la distinción entre “dos o más individuos” y “el hombre”. Es decir, ¿puede haber, en realidad, un solo hombre?
Pero ¿para qué responder la pregunta? En realidad la respuesta no es importante, lo importante son las disquisiciones que genera tratar de aclarar el sentido de un problema tan complejo. Si logramos responder extensamente por qué nuestro pensamiento es naturaleza, habremos recorrido los problemas más inextricables de la filosofía, y quizá encontrado algunos compromisos ontológicos que defender. Esto es verdad, porque la naturaleza, en tanto aquello que el hombre no hace, genera grandes conflictos gnoseológicos. Por un lado, la racionalidad ha sido la espina dorsal de nuestro mundo de ficción, moderno y elevado, pero se funda en una lógica de la identidad que no puede concordar, por fuerza, con los acontecimientos naturales, aquellos que el hombre no genera. El hombre racional descubre principios, no engendra cosas. Los orígenes señalan a los misterios del mundo natural, no a la razón. Toda esta problemática es la que me hace aproximarme a la genealogía del segundo sentido de naturaleza, el que se emplea sobre todo cuando expresamos “Naturaleza”. Trataré que mi pretexto guía sea la noción de la distancia entre ella y nosotros.
III
El ser humano conocido padece constantemente de insatisfacción. Es de lo más natural encontrarnos frente a sujetos siempre deseosos de algo, acaso por ser insaciables o quizás por incompetentes. Se requiere no obstante de un estado de conciencia, de una actividad mental resoluta, para afirmar que esta condición la sufre uno mismo. Esto, en principio, porque la racionalidad humana nos condena a ciertas exigencias de la razón. Estamos atados a buscar las concreciones de nuestro interior; desde la obvia búsqueda por atender concientemente nuestras necesidades fisiológicas hasta los anhelos estéticos e ideales más sublimes, la racionalidad nos acompaña, indicando una especie de camino por delante, camino que al tratar de cubrir, muestra que todavía le resta.
Hoy parece sencillo identificar a este acompañante como nuestra conciencia o nuestra alma. Pero hubo un tiempo en que la interioridad en general no era tan clara, tan libre de aprovecharse, o bien, tan íntima y propia de nuestra existencia. Si se le pregunta a un hombre si el alma existe, es muy posible que éste no sepa contestar o no lo haga satisfactoriamente; pero es altamente improbable que una persona a la que se le hace esta pregunta no tenga la menor idea de lo que trató de preguntársele. Alfred Edward Taylor asevera que el alma, entendida como aquella parte que contiene nuestra personalidad, y que incluso es nuestra identidad, es una invención de Sócrates[1]. Si esto es así, Platón es el principal responsable de haber introducido en el pensamiento filosófico occidental, que inicia con el legendario Tales de Mileto, la noción de interioridad. Lo cual no significa que la antigua cultura griega en su conjunto no haya tenido la brillante intuición de que el hombre es un microcosmos. Ejemplos claros de esta idea los hallamos en los pitagóricos, en Demócrito o en el paradigmático Protágoras y su atribuida frase: “el hombre es la medida de todas las cosas.”[2]
La reflexión filosófica no es antropocéntrica por casualidad. Los primeros intentos de la filosofía griega por ofrecer una explicación del mundo fueron explícitamente sobre cuestiones materiales para satisfacer problemas estéticos; se trataba de pergeñar entre los límites de un mundo, el cual se presentaba fascinante y heterónomo, tanto en sus rasgos cotidianos –de un asombro no tan frecuente– como en las propuestas de sus orígenes. Digamos, por el momento, que la filosofía nació de una reflexión en torno a la naturaleza, pero detengámonos aquí, dado que se trata de un concepto altamente equívoco. Lo expresa magistralmente el siguiente fragmento:
“…El concepto de naturaleza (...) ha aparecido en la literatura filosófica respondiendo habitualmente a necesidades conceptuales surgidas del discurso en turno (de aquí la abundancia de sus valores semánticos), lo cual ha vuelto improbable también que se afiance en una sola acepción rigurosamente definida”[3]
Cuando se intenta resolver un problema, en el fondo siempre está la cuestión del hombre y su entorno, y, todavía más oculto, el tema de su concomitancia. Los intentos más perspicaces de mostrar esta situación han recorrido caminos diversos: metafísicos especulativos, místicos, religiosos, científicos o mágicos, y en mi opinión, no han podido más que llegar a la afirmación de una relación triple, una triada que podemos llamar Dios, Hombre y Mundo. Reducir estos elementos a uno solo es disociar con un golpe de gracia al entendimiento, acaso sea la mayor injuria contra el lenguaje y nuestra comunicación[4]. Las culturas primitivas suelen tener bien claro que forman parte de una comunidad, asumen los tres elementos y por ello es congruente que sean holistas e integrales, porque son concientes de su comunión con la realidad. La reducción a un único ser, por otro lado, no parece tener la suerte de ser respaldada por poblaciones enteras. Pero la reducción no es el único destino posible para esta triple distinción; también se puede omitir u olvidar alguno de sus elementos. Esta fue la fortuna del pensamiento hegemónico de Occidente, que en repetidas ocasiones afirma los tres componentes metafísicos reparando concientemente sólo en uno o dos de ellos. Un error que podemos cometer siendo parte de Occidente es atender únicamente a la división entre el hombre y la naturaleza. Si queremos actuar del modo sensato, hay que leer entre líneas y observar la presencia de lo divino, en tanto potencia de sentido, entre el hombre y el mundo, en cómo observamos a la naturaleza.
Lo filósofos de la antigua Grecia no eran muy diferentes de otras culturas primitivas, compartían elementos culturas tales como dioses y ritos en lo religioso, y habitualmente comerciaban con otras civilizaciones mediterráneas y de oriente[5], conocían no sólo del mundo heleno, también las ideas, los propósitos y algunas de las experiencias de los bárbaros. Lo más natural es que consideraran al mundo como un todo ordenado, más bien orgánico, como un ser viviente, y que se relacionaran con el cosmos por medio de ritos y misterios[6]. No obstante, a diferencia de otras civilizaciones, los griegos desarrollaron un asombro por la palabra sin precedentes. De acuerdo con la historia tradicional, las explicaciones mitológicas sobre el origen de la fysis (la naturaleza para los perifiseos) no satisficieron a los pensadores en su sólo ejercicio de la razón (la mera palabra coherente). Sus frecuentes contradicciones no se comparaban a los esfuerzos racionales por encontrar un principio independiente (arjé), que una vez descubierto permitiera tener un dominio sobre los límites del espacio natural[7]. El poder de convencimiento y de universalidad de la razón llegó a tener suficiente atención como para que se predicara de ella divinidad; es decir, belleza, fuerza, autonomía y eternidad[8]. Y, siendo la razón (logos) divina y la materia ordenada según cierto principio vislumbrado, se atribuyó a la Naturaleza una especie de mente o de inteligencia[9].
Las profundas ideas místicas y religiosas de un cosmos armónico y unido en el que el hombre se encuentra indistintamente integrado[10] coexistieron con la nueva idea de que la Naturaleza tiene un orden racional o una gramática. La una era un continuo proceso de generación material y sensible[11], cuando la otra era una estructura construida regida por una ley[12]. Si la Naturaleza se rige por el logos, entonces nosotros podemos conocer su orden, puesto que el lenguaje de la naturaleza no es otro que el de la palabra humana[13]. Si captamos esto, no sorprende en absoluto que Aristóteles en su Organon presentara una lógica ontológica, y que su sistema metafísico declarara por medio de la sustancia y la causa, los componentes de la realidad y su explicación.
Por diversos factores políticos, la figura de Sócrates apareció en escena con una innovación importante. No se preguntaba por el principio de la materia, sino por la eficacia para lograr algo, hacer bien lo que se tiene que hacer, especialmente su propio ser hombre. Si el estudio de la fysis antes de Sócrates se preguntaba por el devenir, el problema para Sócrates era hacer de su vida una vida buena, y marcó con ello un nuevo paradigma, el de la teleología A partir de él, se formula la pregunta racional y moral siguiente: ¿cuál es la areté del hombre?, a saber, ¿cómo debo actuar para hacer lo que me es propio hacer?[14] Las teleologías racionales que devinieron a partir de este ‘giro antropológico’ fueron los sistemas de Platón y Aristóteles. Estos significaron el establecimiento de una filosofía hegemónica derivada del planteamiento de Parménides, la conceptualización del ser unívoco e inmutable, lo realmente divino. Esta filosofía dominante impulsó la lógica de la identidad planteada por la teoría del Ser –irónicamente vertida en el poema ontológico– y coadyuvó a la fundación de la radical separación entre el hombre y la naturaleza. La mítica quedó desplazada y la razón fue el principal objeto de cultivo de los sabios.
La hegemonía de la lógica de la identidad corresponde a que ésta se dedicó a la consecución del conocimiento, no de la armonía cósmica. Su gran valía era la de proporcionar nueva técnica, para lo cual se requiere un gran esfuerzo de observación, abstracción y reflexión. Todo esto, no sólo incluye una práctica del ensimismamiento y de la jerarquización, también implica la expectativa de controlar los resultados y ejercer el poder del conocimiento a voluntad, la cual, según la teleología, desea el bien al cultivar lo que es en sí mismo un fin[15].
Las teleologías son compañeras del pensamiento racional. Proyectan a la persona en una dimensión que sigue una lógica determinada, y pueden ubicar la condición actual dentro de un proceso de sentido extrasensitivo. Cuando esto pasa, se dice que el hombre se dirige hacia un ente metafísico, en el sentido de ultraterreno; por lo que la confrontación entre el hombre y la naturaleza y mundo que deviene pierde relevancia.
Más tarde los estoicos, concibieron que el logos era inherente a la fysis, y que lo correcto era no ir en contra de ella, no metamorfosearla. Al diferenciar entre los animales racionales y los irracionales abismáticamente, minimizaron en su ética la incidencia del humano en el mundo natural. Irónicamente, aunque proponían vivir conforme dictaba la ley divina de la naturaleza, la distancia entre el hombre y la Naturaleza se agudizó más. Los epicúreos por su parte, disminuyeron la dignidad del individuo aristotélico al negar que la Naturaleza tuviera un telos o finalidad[16]. En su atomismo se predicaba que la causa de la generación era azarosa, tanto fuera como dentro de la interioridad, y que el hombre no fuera más que el producto de la casualidad y el mundo el producto de un evento fortuito, conservó una vez más, la distancia entre hombre y naturaleza.
Por estas circunstancias también aparece la división entre lo natural y lo artificial. La Naturaleza, sin un rostro intervenido por la técnica, es ajena al hombre libre, ensimismado en su orden. Se la percibe como es, distante y probablemente hostil, salvaje en tanto impredecible y fuera de norma. La idea de que somos divinos por nuestra razón nos permite embellecer a la naturaleza modificándola para procurarnos una vida mejor, donde ejercemos el poder. En tanto que creamos ideas, podemos considerarnos aprendices del Demiurgo. Depositada la confianza en la ciencia, los espacios y tiempos sagrados se colapsan y los misterios pasan a la trastienda, al lugar que no requiere arreglo ni ser recordado para muchos. Sin misterio, lo único que queda por verse es lo que el hombre hace, ha hecho y está por hacer y la única relación con la naturaleza ocurre en virtud de la tecnología. Hay que observar que el valor de la técnica, radica en los resultados, no por ser técnica.
IV
La visión matemática del universo fue posibilitada y gestionada desde el período clásico, por una parte, la concepción de la Naturaleza como una estructura a manos del pitagorismo y la filosofía platónica de las ideas perfectas dejaron la impresión de que los números expresaban las formas de la realidad, su gramática o lenguaje. Y por otro lado, el atomismo antiguo de Demócrito y Leucipo (donde la fysis es el resultado de la necesidad y del azar) dieron las bases para que se gestara el mecanicismo de la Modernidad, luego de que se concibiera la metáfora del mundo como máquina. Aristóteles contribuyó con su parte al unir la observación sensible con la teoría. El período medieval, en cambio, constituyó un modelo de control racional y moral que evitó que las ideas matemáticas del universo quebraran su cosmología.
El cristianismo atenuó las exigencias racionales, pero no vino en absoluto a nivelar la separación entre la mente y la naturaleza. Terminó con la concepción cósmica y se enfocó en la figura de Dios, el alma y la salvación, entidades trascendentales que no nos confrontan con el devenir de la Naturaleza, le roban su espíritu y su interés.
Siglos más tarde, ya en el Renacimiento, la naturaleza evocaba los aspectos de la interioridad de los hombres, pero no tenía de ninguna manera la preponderancia que gozaban las obras y reflexiones de los doctos. Nicolás de Cusa, ya contaba en su tiempo con la certeza de los presupuestos matemáticos y tenía toda la libertad, en relación a su distancia entre su alma y la naturaleza, para especular y aseverar que Dios es centro y circunferencia. A él debemos que se la esfera sublunar y supralunar hayan sido coordinadas bajo las mismas leyes naturales, leyes matematizadas, desde luego. Las insipientes aportaciones científicas no tuvieron efectos superfluos en los siglos consecuentes. El método experimental no se hubiera logrado sin las aportaciones racionales de Telezio, Patrizi y otros renacentistas. La naturaleza estaba ahí, se la sentía, pero siempre desde una distancia, desde una idealización que apenas comenzaba su ascenso para verse a sí misma parada sobre pies de barro.
V
Sin importar los modelos que gobiernen nuestra visión de la Naturaleza y del orden que pensemos que la divinidad ha planeado que sigamos, nosotros no podemos más que construir ‘decires’ que satisfagan las exigencias racionales y morales de la presentación del mundo. El Bruno, Descartes, Newton, Spinoza, Leibniz y Kant. Estaban obligados a ofrecer una respuesta desde su vocación filosófica. Cada uno, desde su circunstancia aportó su concepto, hizo su crítica y dejó su legado para pensar, una vez más, nuestra separación supuesta con la Naturaleza.
El problema fundamental desde los inicios de la filosofía hasta el s. XIX es el espacio, desplazado aparente y actualmente por el problema de la temporalidad interior. En todo caso, el espacio es nuestra aproximación a lo radicalmente otro, en primer lugar, como una envoltura, un límite que se distribuye y extiende frente a nuestros sentidos. Hablar del espacio es hablar de parte de la naturaleza. El cómo las cosas se encuentran en él es de completa relevancia. La Modernidad estableció desde el comienzo una nueva percepción de las cosas. Frente a toda la religión e ideas mágicas que subyacían a ellos, las cosas fueron objetos inertes, carentes de un ciclo que los animara y ligara a nosotros. Si algo fue investigado en ese período, fue sujeto de las disposiciones más extrañas de nuestra imaginación tal como consideró el Nolano al pensar en el universo simulacro, el espacio extendido al infinito y continente de innumerables mundos finitos.
[1] En mi opinión, la tesis principal en A. E. Taylor, El pensamiento de Sócrates, FCE, México, 1961.
[2] Teresa Kwiatkowska, Jorge Issa y Fco. Piñón, Mundo antiguo y naturaleza, Plaza y Valdés, México, 2001, p. 107.
[3] Ibíd. 46.
[4] No profundizaré sobre el tema de la triada metafísica. Baste pensar como ejemplos de los problemas de violentar estas ideas, al negarle a alguna campo de acción o reducirles su semántica o autonomía, el pensamiento de Friedrich W. Nietzsche, algunos pasajes de Edmund Husserl o de Jacques Derrida.
[5] Un brevísimo esbozo del entorno cultural de la Grecia de entonces, así como referencias a fuentes más detalladas, puede encontrarse en ibídem pp. 21-32.
[6] Tales como las fiestas y celebraciones dedicadas a Dionisos o bien los misterios eleusinos.
[7] Esta es la interpretación que doy al tradicional “paso del mito al logos” que da origen a la filosofía.
[8] Cfr. con la clara exposición que hace W. K. C. Guthrie del sentido del término theos en Los filósofos griegos, FCE, México, 1994, pp. 17-18.
[9] Ejemplos son el logos de Heráclito y el nous de Anaxágoras.
[10] Al parecer, la supuesta frase de Tales “todo está habitado por dioses” era una creencia común en el pensamiento griego.
[11] La dimensión estética en las preocupaciones griegas es fundamental; el griego estaba“inmerso en una naturaleza en la cual todo era misterio, y por tanto, encanto”, Teresa Kwiatkowska, et. al., Mundo antiguo y naturaleza, p. 110.
[12] En opinión de Kwiatkowska y compañía, el siglo donde había esta dualidad de concepción fue el VI a. e. c.
[13] Este es el principio de la Razón, el ídolo de la Modernidad.
[14] La areté es entendida aquí según la propuesta de Guthrie, en op. cit. pp. 15-17; como la tarea del hombre bueno.
[15] Para no extenderme en cómo la teleología racional separa al hombre de la naturaleza por la incidencia de la voluntad del gobierno correcto de las cosas por el alma que conoce la verdad, remito a Kwiatkowska, Issa y Piñón, Mundo antiguo y naturaleza, pp. 46-94.
[16] En el caso específico del grecorromano Lucrecio, el hombre sale engrandecido y a la vez admirado por la naturaleza pese a que ésta no tiene ninguna finalidad concreta. Cfr. Tito Lucrecio Caro, De rerum natura.
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