La ciencia no es una, sino legión. Es producto de observaciones históricas, lingüísticas y existenciales. No obstante, como ser práctico que es, su efectividad marca su carga, y a la luz de ese mismo peso se despliega su relevancia y sus elementos generales.
[El ser se dice de muchas maneras, y la generalidad de un ser no es una ocasión concreta de ser sin más, sino un modelo para ser en cualquier caso. La máxima concreticidad de ser no es un singular medianamente enfocado sino uno completamente definido, como enseñó Hegel, y las figuras más fáciles de agotar en su determinación son los cascarones a ser llenados, los contenedores universales o entidades metafísicas, los marcadores semánticos tipo, seres prefigurados para ordenar los casos según cualidad.]
Uno de estos elementos generales en particular es objeto de excesivos lugares comunes: su método. La atávica descripción y además repetición institucional reza así a grandes rasgos:
Primero pregunta e investigación;
luego hipótesis y pruebas;
al final, resultados y conclusiones.
Puede parecernos una descripción provisional, pero es vergonzante que, así expresada la cuestión, quede soterrado su compromiso epistémico o apuesta humana. Brilla la descripción por la ausencia ontológica y axiológica. A menudo los cursos sobre ciencia eluden abordar rasgos políticos y estéticos de las ciencias, sobresimplifican la ética participante y permiten medrar acríticamente prácticas ideológicas y míticas del concepto. Es normal, pues los espíritus apesadumbrados por el misterio y la incertidumbre son perversiones de la economía política dominante, básicamente negacionista y autoritaria.
Al volver al asunto, la respuesta genérica por el método de la ciencia pretende ser una serie de pasos, una instrucción o manual para determinada obediencia productiva. Aspira dar ejemplo de orden y deducción, ser garante de la verdad, pero induce al autoengaño y la mendacidad. Es una corrupción del concepto, acorde a ideales igualmente corrompidos sobre educación y desarrollo humanos.
Para comprender una actividad en lo general, en este caso la ciencia, contamos con actores -agentes e intencionalidades- y condiciones -en participio de pasado y de presente, a saber, condicionados y condicionantes. Mientras más cerca estemos del origen imaginativo, actores y condiciones se coimplican, por causa de la naturaleza de la razón y la autorreferencialidad. No obstante, de los primeros debemos decir, ante todo, que no saben, al menos la mayoría de ellos no han aprendido a ser ellos mismos de cara al inconmensurable abismo. Las personas son ficciones y fugas, a menudo distracciones de sí para antes de la muerte. Ellas mismas son procesos y portan innumerables cualidades en desarrollo. Esto no es en absoluto baladí, pues son estos seres los actores de la observación, y su modo fundamental de ser es una comprensión perceptual influenciada por contingencias virtualmente infinitas.
Aquí tenemos la primera falla de la explicación estandarizada de las ciencias y sus métodos: el modo fundamental de ser practicante tiene que ver con la falibilidad del mismo, con la potencial introducción de errores en cualquier tarea que realice. Antes que el orden, el caos. Esto incluye naturalmente al exquisito y reducido grupo de personas bien informadas y con altas capacidades de concentración. Su humanidad, para bien y para mal, se interpone y domina sobre su excepcionalidad.
Esta condición de prófugos, de débiles colaboradores para la construcción de desarrollos significativos y trascendentes, puede ser llamada la condición existencial humana: nuestro espíritu pensante es prisión, separación, ilusión, derroche, descontrol, repetición, olvido, vacío e insatisfacción, entre otras desdichas.
Antes del rigor deductivo, está también la cuestión del lenguaje o juego simbólico activo. Esto implica que los sujetos cognoscentes tienen límites estructurales o que hay relaciones subyacentes que componen la totalidad de su ser consciencia, en cualquier nivel, sea consciente, subconsciente, inconsciente o supraconsciente. Los actores existen y viven en una especie de territorio de significados, donde hay una extraordinariamente grande pero finita a final de cuentas aplicación de signos que hacen en conjunto la matriz para la habitación del mundo. Como una tecnología simbólica, hay una colección determinada de prácticas con significado detrás de cada observación, de mitos que existen en el fondo de toda percepción y que constituyen el mundo como tal, nada menos.
Un modo breve de entender esta condición es identificar el término idiolecto, una participación personal o singular que conjuga lengua y hablante, que considera las inclinaciones personales, las circunstancias prácticas, los códigos conocidos y su uso. Se trata de las asociaciones que el sujeto ha creado a lo largo de su vida y que le proporcionan un matiz personalizado a su habla, unos campos semánticos únicos, forjados por sus contingencias biográficas, dolencias, aspiraciones, libertades, etc. El mundo condiciona las posibilidades perceptuales, su diferencia y virtud comparadas con otros mundos.
Para un agente, la lingüisticidad es una condición paradójica, que le constriñe a la vez que le libera, pues dentro de los signos se configuran hechos, tecnologías, valores y verdades, objetos, identificaciones, prácticas, territorios, fines, todo cuanto importe a su ser y todo cuanto pueda llegar a pensar y sentir. La clave están en reconocer que no es un lenguaje determinado el que practicamos, sino muchos códigos simultáneos, de alcances y objetos diversos, los que habitamos.
Si bien la segunda condición de la lingüisticidad es crucial pues no hay significado sin contexto de sentido, el lenguaje (aunque limitante y potencia de las personas a través de su idiolecto) es una cualidad esencialmente comunitaria, de modo que su aparente arbitrariedad está siempre filtrada por el curso finito de la historia compartida o por el transcurso de la coexistencia. Esta es la tercera condición fundamental, la historicidad. No se juega a solas sin una comunidad previa de jugadores. Aún más, uno no puede ser uno mismo sin los demás.
El punto aquí es que para donde quiera que se mire se mira hacia atrás, al relato conocido; siempre que se observa independientemente de la atención que pongamos, es el pasado y sus registros lo que se muestra. Decimos que las cosas devienen para entusiasmarnos y tratar de asistir al mismísimo acto de la creación, a la sucesión en primera fila de los acontecimientos, como si fuera posible que se actualizacen sin velo delante de nosotros. Pero no es así, la luz ha llegado tarde, o no ha llegado en absoluto a nuestros corazones. Por eso hay que contemplar a Epimeteo antes que a Prometeo; por eso también hay que reconocer a Jano bifronte antes que la riqueza positiva codificada en los fetiches dinero y crecimiento ilimitado.
Si pudiéramos percibir la cosa en sí, directamente y sin signos, es decir, sin representantes, el error no sería constante y el desarrollo de la ciencia no habría sido una necesidad sentida en la historia. En verdad, existen los aciertos y las prácticas efectivas, pero son el resultado de atenciones persistentes y de compromisos adquiridos, de juegos llevados a sus últimas consecuencias a la fecha. En cuanto a los efectos que podríamos llamar gratuitos, derivados de la suerte, o conclusiones que se repiten una y otra vez por doquier aunque no tengamos grandes pruebas de ellas, su captación depende de la regularidad experimentada; aunque llamemos a estos saberes intuitivos, experienciales, vitales, en última instancia se deben a la historicidad.
Nuestra condición histórica guarda relaciones de sucesión entre creencias que orientan nuestra existencia y nuestro orden simbólico hacia una inclinación de sentido. Estas narraciones dibujan fuerzas o tendencias sobre territorios conceptuales que desatan pugnas o se armonizan en alguna clase de tensión o dinámica. Desde el punto de vista constante de la mortalidad, algunos llaman a esto destino, otros más modestos se acatan a las reducidas influencias de los fines y de las intenciones, marcadores individuales menos atados en su semántica a la forma de la naturaleza toda. En cualquier caso, la historicidad es un retraso perceptual y una consideración derivada de una práctica acumulada.
Los saberes adquiridos cosechados a lo largo del tiempo, sean éxitos o fracasos relativos a fines más o menos definidos, componen un corpus o juego crítico que se instala en el aquí y en ahora. Para conseguir la proeza de estar en presente aunque se perciba el pasado, los sujetos tienen que desdoblarse e imaginarse presentes a través de juegos prácticos, desenvueltos entre dogmas y creencias, o ingenuidades de toda clase. Sin embargo, no todo lo que se imagina presente es un mito vivo o una expresión de la inconsciencia, también se proponen demarcadores de trabajo y políticas de construcción de prácticas y consensos. Los modos de vida se construyen y el futuro del ser humano es susceptible de diseño.
Este es el exclusivo punto de partida, el inicio de todo investigador que contribuye efectivamente con unas cuantas motas extras de conocimiento a la humanidad en general. Cualquier actor que trate de reproducir ciencia sin conquistarse a sí mismo en un mundo contingente y hasta cierto punto aterrador se emparenta más al ruido que a la colaboración. Las ciencias son para la vida y no para la ciencia misma.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario