martes, 1 de mayo de 2012

Del cansancio y alguna autorregulación

Después de una extensa existencia y una continua resistencia a mantener el sufrimiento, pero antes de la postrera nota de la muerte, un mensaje simple termina siempre con el avance del hombre y su heroico campar: el cansancio. Aunque éste efectivamente nos niega, puede ser dulce y dadivoso en placeres, pues es el recinto más rico para recibir al sueño, ese ser sin entrañas. Durante la enfermedad o la vejez, este signo de fatiga se convierte en condición de las más de las miradas. Se nos revela así cuando conquista nuestras fuerzas y aparatos motores que antes no caían bajo su señal por entero, cuando el sopor ya persiste en nuestro elemento material y no se retira con la sola presencia del noble coraje. Por estos hechos, el dominio del cansancio se extiende y entonces el hombre, si quiere aún conservar su honor y consecuencia, tendrá que cultivar la fuerza más fatal y potente, aunque tenue hasta el grado de parecer a algunos invisible: la paciencia. Si esta llega en situación de soledad, cuanto mejor para probar la calidad del espíritu en la esperanza, pero si sobreviene en tiempos de suciedad e invasión, durante las densas tinieblas que niegan el discernimiento, el hombre sumido en este predicamento tendrá que construir un edificio de sacrificios sin grandes miras ni seguridades; andará un poco a tientas, sin desvivirse por un objeto final y material distinto a una base teórica reivindicativa de la razón objetiva de los claroscuros: un concepto más específico de hombre y demandante de ciertos modos, aunque misterioso y variable.

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