Soñar demasiado puede tener consecuencias negativas, salvo los necios, nadie lo puede poner en duda. Varios de nosotros hemos recibido la lección de que madurar tiene que ver con dejar sueños de juventud, a menudo formulados desde sentimientos rebeldes, no pocas veces hiperbólicos, y una falta sustantiva de información en la cuestión. Pero los sueños poseen varios contextos, y si queremos pensar en sus excesos o extralimitaciones, debemos precisar cuál es la especie que nos aqueja.
Por lo regular, los sueños que menos nos preocupan son los que desempeñan una labor de mantenimiento de nuestro soporte material. Este sentido es el que se refiere a las sensaciones más o menos desordenadas que forman parte de nuestra memoria y olvido, son imágenes, creencias, estímulos diversos producidos durante el descanso del cuerpo. En esos momentos difusos, rara vez continuados, se nos permite pasar por aventuras de fantasía, por la realización de deseos múltiples y por el alivio de dejarse llevar, parecido a un éxtasis musical u olfativo o cinemático. ¿Quién puede tener suficiente de esos momentos?
Rara vez soñar de este modo es un problema, siempre que se consiga. Es gracias al sueño que el líquido cefalorraquídeo puede penetrar en el interior del cerebro y hacer tareas de lavado, cumpliendo así el papel que el sistema linfático no alcanza a hacer dentro del cráneo. Pero aquí la cuestión es por el exceso, no por la falta. Y el problema con soñar mucho, hasta donde alcanzamos a saber, tiene que ver con la postura del durmiente, con el peso constante sobre sus músculos o articulaciones, con la falta de movimiento para mantener en óptimas condiciones otras funciones de su organismo y con la leve baja de glucosa, por haber pasado un largo periodo de (in)actividad sin alimentarse.
Además, los sueños son en cierta medida ilusiones, y como tales, tienen dos interpretaciones: como engaños en los que podemos caer, para bien o para mal, y como motores vitales, desde los que nos es posible desvivirnos, dedicar nuestra existencia o anhelar hasta la extinción. Es en estos sentidos que vale la pena reflexionar sobre los excesos de soñar.
El engaño por sí mismo no es un problema, pero es improbable que su acumulación no afecte negativamente los propósitos de las personas. Los objetivos individuales, sociales y creadores siempre demandan medios para su desarrollo y asumir información falsa generalmente encamina hacia el desastre, puesto que parte de la información equivocada puede ser crucial para el objetivo final. Es por esta razón que no se debe ser prisionero de un sueño entendido como engaño, delirio o disparate. Sin embargo, no podemos lanzar un conjuro que nos mantenga como personas libres de todo error, así que habrá que tolerar prudentemente que varios datos inciertos en nosotros coexistan con nuestro hacer cotidiano.
El anhelo, por su parte, tiene diferentes orígenes y potencias. A veces tiene la forma de una apuesta vital, que implica exponer la salud de nuestra propia estima o de nuestras creencias más íntimas, otras tantas es un impulso que no podemos racionalizar con facilidad, de modo que dudamos de cualquier figura que derivemos de ella y causa la total incomprensión de los otros o la renuncia a apalabrar sobre ese tema. Por bello que sea gozar de su existencia, puede ser un sueño excesivo si llega a justificar despojos y carnicerías que pongan en peligro a otras personas y demás entidades de relevancia moral.
El mayor problema de inadecuación que tenemos con los sueños está implicado en el sentido de realidad vigente. Si nuestros sueños son desproporcionados y dirigen nuestros procesos generales de percepción, por la razón que sea, pueden provocar desorientación, inmoralidad, vicios y pérdida existencial del sentido. Estas condiciones no sólo amenazan la propia integridad, sino también la de otros seres, sean iguales, primos vivientes, criaturas inorgánicas o relacionales.
Las razones por las que puede quedar trastocada nuestra percepción normal, en general, son tres: una tara orgánica, a veces clara en el fenotipo, como cuando hay lesiones en los sentidos o en el cuerpo, a veces sutil, como cuando algo del historial explica una relación atípica entre el cuerpo y ciertas clases de moléculas; otra causa es una voluntad extraordinaria, obstinada y negadora de informaciones y teorías clave; por último, la conspiración efectiva, donde se descubre (no solo se presume) que un agente de gran poder ha preparado el escenario para que seamos engañados, a través de dispositivos o cómplices, de tal modo que demos por ciertos datos falsos o inciertos datos evidentes.
Perdido el sentido de realidad vigente (lo cual es un horizonte comunitario, no una construcción individual privada), si los objetos dados son interpretados como engaños potenciales, se carece de asideros o referentes estables para apoyar una conclusión que destaque entre otras creencias, incluso de las arbitrarias, según sea la distorsión de lo real. Así, se llega a una especie de imprecisión de alto riesgo, donde la ingenuidad más infantil puede ser más segura que las racionalizaciones más informadas. Si los insumos de la razón provienen de percepciones poco realistas, porque los datos están severamente distorsionados, en contra del conocimiento histórico, el mundo se tambalea y desmorona en una deriva sin timón. Esto a menudo es fatal, porque el cuerpo demanda de frecuentes cuidados y de la solución correcta de problemas. Hay quienes defienden esta clase de existencia, pero balbucean si no se los contextualiza dentro de una crítica a ciertos momentos históricos.
En general, hay que evitar esa clase de pensamientos o disposiciones en función de las informaciones siguientes: nuestra sensibilidad normal indica que el mundo posee continuidad física y comportamientos regulares, los cuales podemos percibir con nuestro sentido para reconocer patrones o formas entre los objetos presentes y en movimiento. Además, los objetos cercanos o a la mano suelen tener formas constantes y sirven como cúmulos de propiedades y herramientas para cumplir propósitos determinados. Si todo lo que sentimos fuese un engaño, una simulación, habría que concebir un agente que cubra el gasto energético de mantener un escenario tan regular y complejo. Puede ser el caso, lógicamente, pero no hay indicios de que esto le cause un beneficio a ese proveedor. Además, ninguno de los habitantes de esta supuesta realidad virtual puede cruzar las barreras de este universo y mostrar evidencia de que ha salido de la caverna platónica para darle mayor sentido a la hipótesis del titiritero ultrauniversal. Por otro lado, que todos los otros a quienes pertenecemos se mantengan con nosotros en la misma nave da suficientes motivos para satisfacer el decreto (inter)subjetivo del sentido del mundo y del vivir en él. Luego, tenemos que la historia del conocimiento muestra que la justificación de los fenómenos se controla con la referencia a otros fenómenos, sin crear un excesivo número de postulados indemostrables.
La literatura, la historia del arte y la moral, por su cuenta, justifican la analogía entre el sueño y la existencia desde el hecho conocido de la mortalidad de las personas, y de lo efímero de sus trabajos y compañías. Sin embargo, pocas veces se promueve el suicidio en comparación con las ocasiones en que se exalta a las ilusiones o sueños. Cada epopeya, odisea y proeza heroica es un sueño de inmortalidad, de memoria por encima del olvido. Los incontables personajes de las novelas nos enseñan tanto por mostrar maravillas y dignidades que algunos consideran propias de dioses, en medio de situaciones de lo más sencillas, cotidianas y escasas de recursos. Cada personaje es un defensor de ideales, por más oscuro que se lo vista. Aquellos que narran un camino de autodestrucción, por ejemplo, a cada paso evocan lo que debería ser, lo que hizo falta, el peso del bien o del mal que les tocó llevar a cuestas por suerte, condición social o naturaleza; también los condenados, como enseñó el Crucificado, enarbolan discursos de salvación. La salvación no tiene por qué ser obra divina o religiosa. La historia de occidente creó el mito del individuo (el mayor mito enemigo de la religión), con el propósito de hacerlo más responsable de su propio destino, más autónomo, conforme demandaba el desarrollo de la racionalidad. Pero es tal el significado de lo positivo, tan inherente a la lógica elemental y a la razón, que cada caso de acción personal termina por alimentarlo.
Pensemos en los autores más pesimistas, en los deprimentes, en ejemplificadores de la miseria, en aquellas letras que rasgan las venas y despojan de vitalidad el cuerpo. Kierkegaard, Schopenhauer, Baudelaire, Nietzsche, Artaud, Rulfo, Ciorán, Ginsberg, cualquiera que nos haya pegado hondo, todos ellos son especializaciones del héroe, son casos particulares del actor humano registrado en la historia. Los autores son todos personajes, aunque en un nivel diferente a las máscaras narradas en su literatura y ejemplos. También lo son las corrientes que representan o que los impulsan, esas que nos susurran ahora mismo al oído tratamientos creativos mientras nos meten en el bosillo nuevos pendientes. Pensemos en los escépticos, en los que niegan, a ratos nihilistas, a ratos cínicos, las cosas y los medios que se les ponen enfrente. Su ingenio consiste en no errar, en desenterrar toda posibilidad de duda para minar las creencias que soportan el objeto puesto en sospecha. Nosotros, los que confiamos, si informados, sabemos que todas las teorías o sistemas de interpretación se sostienen sobre la ausencia de 'dudas razonables', no de toda duda posible; siempre cabe encajar una duda sobre un modelo. Desde luego que el negador tiene una ventaja, tiene en su mano una carta con la que otros no han sabido hacer mucho, y por eso solo tiene el privilegio de no olvidarse de ella, a diferencia de los crédulos. A su modo, el escéptico es un héroe, es decir, un soñador. ¿Comete un exceso? Por supuesto, eso depende.
Es imprudente que una persona crea que existe un genio malvado que produce con sus poderes engaño en la vida, porque no es una duda razonable suponer que exista dicho espíritu maligno. Los dioses no suelen tener interés en destruir la relación entre las palabras y la verdad del mundo, porque la duda sobre la relación del hombre como captador de las cosas tal como son nace de la tradición científica, no de las religiones. Fue el estudio metódico y colaborativo el que analizó la existencia y el lenguaje y encontró subdeterminaciones por diversas condiciones materiales que se construyen de acuerdo a ciertos sentidos particulares. El Ahriman de las letras zoroástricas y probable inspirador de la corriente maniqueísta que divide el mundo entre el bien y el mal no tiene el papel de engañar a una sola persona ni a toda la humanidad acerca de su conocimiento de toda la existencia, sino de posibilitar la violación de las normas morales y crear devastación sobre la creación. Para la mayoría de los dioses, incluido el cristiano y el islámico, el mundo se mantiene en su mayor parte lógico, en gran parte cuantificable, pero sobre todo regular, un territorio donde cabe predicar, obedecer normas y realizar sacramentos. Los dioses se someten a la razón, a la palabra, como bien enseñaron los sabios de la antigüedad a las iglesias monoteístas. En cambio, la incertidumbre de la realidad es producto del prolongado ejercicio racional.
Solamente en la actualidad, a raíz de las revoluciones industriales y posindustriales, se ha vuelto un hábito irreflexivo, ya no solo la incertidumbre sino la inestabilidad de la realidad. Es una actitud derivada de los mensajes que se repiten como mantras en los medios de comunicación masiva, con respaldo casi pleno de los medios digitales y su modo de incentivar la participación de los usuarios en la producción de información. Aquí es en donde encontramos uno de los principales malestares de soñar demasiado en la medida que consiste en obstinarse con una lectura parcial de los eventos, sin promover aspiraciones de articulación general con la generalidad de las visiones. Lo más probable para cada ego es que no cuente en un momento dado con los bastantes datos para defender su propio propósito vital. Necesita apoyarse en las comunidades de conocimientos de la historia, y no lo puede hacer si se mantiene haciendo de ellos una mera caricatura, a la distancia, sin comprometer su propia constitución mental. Cuando los deseos que impulsan a las subjetividades son autoindulgentes, obedecen ideologías y omiten desarrollos críticos de razón, son aliados de la erosión y enemigos de los proyectos de vida y superación conocidos.
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