viernes, 14 de septiembre de 2012
La granja humana
Nos están matando, ya lo sabemos, y no nos estamos liberando. Lo supe desde que vi a un polluelo crecer para luego ser hecho sopa. ¿Qué pueden hacer los animales de una granja para evitar ser desangrados y consumidos, si fueron cebados durante toda su vida en un sistema de muerte para beneficio técnico de los más fuertes y ambiciosos? En realidad, nada; ellos mismos no pueden salvarse de la muerte; no son señores a reconocer por su autodenominado amo.
El símbolo de la efectividad nos separa infinitamente de los hermanos animales pobremente simbólicos o asimbólicos. Por eso la granja humana -y fábrica de muerte- es ligeramente distinta, porque la premisa implícita de que unos hombres crían meros animales para su consumo queda anulada dado que la relación instituida de dominación social es entre seres humanos, entre seres semejantes. ¿Por qué permitimos, sin embargo, que pasaran a lo largo de una banda sin fin, de un mecanismo de transformación, otros seres humanos? Por la distancia, la ejecutora límite de la presencia de una persona, ésta es fundamento claro de la semejanza y conformación del sí mismo. Desde el primer momento que un hombre dejó de rechazar la posibilidad de un transporte motorizado porque caminaría menos o llegaría más lejos, como si caminar ese tanto o verse impedido para ciertos destinos fuese un malestar, destituimos todos parcialmente a la persona, la relegamos a una opción, y la soterramos poniendo de antemano el incuestionable derecho supremo y deseable de un individuo. Nos dijimos a nosotros mismos: "marcharás a donde quieras, y tomarás posesión de cualquier bagatela desaprovechada o despojo, en tus virtudes estará la creación de un verdadero bien". No nos planteamos que marchar era una fuerza dada, una virtud dotadora de sentido, y que la potenciábamos también en contra de nuestro encuentro con la semejanza. Nos transportamos a través de la autopista, ya sin fatiga, y aunque aceleramos los encuentros, también las separaciones, y ante todo, multiplicamos nuestras elecciones solitarias, y vimos a nuestros encuentros meras estaciones de un momento de nuestro propio e intransferible viaje. Presionábamos del pedal mientras estábamos a un solo paso de desviarnos y hallar sentido ya no en recoger y descubrir, sino también en despojar, en producir directamente el rechazo, la eliminación y la impotencia; este hallazgo de los mezquinos e inicuos no es otro que evitar el contacto personal comprometedor, el que introduce diferencia en la propia identidad, irreductibilidad; como verdad y vida, es el contacto que iguala y regula pero también equilibra en toda su pluralidad de equívocos y sentidos. Despojada la persona de su rostro, vuelta un concepto más puro y frío, un simple contenido posible de la imaginación de la individualidad rectora y conductora de los trabajos y los días, las relaciones de dominación se consolidaron como lo que son: sistemas extractivos de máximo beneficio a costa de unos "semejantes" demasiado lejos del centro y de la corrección de las decisiones.
Así las cosas, nos están matando; ya despersonalizados, incapaces de mostrar necesariamente la proximidad de generar sentido en el poderoso y ambicioso, ya viviendo entre falsedades y no personas, que unos y otros mueran no termina de indignar, y la propia muerte ya nada significa. Nos han cortado muchos nervios; producimos más si ambas vida y muerte van encaminadas hacia un fin o función del sistema, con menos sentidos, nuestra vida descubrirá menos verdades y tendrá menos elementos para subvertir el encierro o sólo dar cuenta de su perversidad. Nos limitan el espacio de acción compartiendo la vida con hermanos virtualmente distantes que no están ni en acuerdo ni en sintonía con nosotros; los esclavos, en la medida que obedecen al poder hegemónico, se enemistan entre sí y evitan revueltas y organizaciones periféricas serias, para ellos debe haber un solo centro, un sólo amo y "enemigo", tal es su condición. Nos han quitado el valor; rápido nos autolimitamos representándonos apenas razones para tener miedo, moneda de cambio de este país, y distorsionamos con esta regulación la idea de prudencia y sensatez, y nos sentimos inconformes con cualquier concepto antiguo, y queremos decir todas las netas y franquezas desde la llanura del presente, que por saturadamente uniforme es más piedra que tierra, un yermo que nunca podremos labrar por ser instante y poco más, porque rechazamos todas formas claves de virtud, como si las figuraciones pasadas no tuviesen capacidad edificante.
Sin confianza, sin dignidad ni código, morimos. ¿Y dicen los más jóvenes que no hay esperanza? Qué denigrante escenario de explotación, que el malestar masivo inmoviliza en lugar de dar motivos masivos para liberarse. Lo más chocante sea acaso no entender la disparidad de estos días: en que unos sudan sangre y otros miel, mientras ellos no son semejantes a la vez que son iguales.
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