sábado, 4 de febrero de 2012
Cura atrabiliaria
Esto es lo que hemos oído decir que le sucedió a Lucrecio, el filósofo epicúreo, quien, al principio atormentado por el amor y después por la locura, acabó por matarse con sus propias manos.
Esto les puede suceder a aquéllos que, abusando del amor, cambian lo que es de la contemplación por la concupiscencia del abrazo. Pues soportamos más fácilmente el deseo de ver que la pasión del ver y el tocar. Habiendo observado estas cosas los médicos antiguos dijeron que el amor es una pasión cercana a la enfermedad atrabiliaria. Y Rasis el médico recomendó que se curaran con el coito, el ayuno, la embriaguez y el ejercicio.
Arriba hay un pequeño fragmento de Ficino, en De Amore. Mientras estudio lentamente el estado de melancolía, múltiples conclusiones apresuradas llegan a mí, como pasiones menores; una sola de ellas es insignificante, pero en gran número excitan tantas imágenes que me obligan a parar y hacer aún más lenta la espera por la comprensión de los hijos de Saturno. Quizá el ciudadano moderno promedio siempre lleva consigo un médico primitivo, formado en mágicas creencias, las cuales hoy lleva vestidas de pesudocomprobaciones científicas y estudios universitarios anónimos; mezclada esta ciencia antigua con el sentido común, varios hombres y mujeres, mayoritariamente jóvenes inexpertos o gente de intelectos romos y corazones sin pulimento, encuentran su propia situación ansiosa y enfermiza en nombre de una imagen pasional y se automedican con el vulgar remedio de la transacción de una excitación a cambio de otra. Ante los ojos del médico antiguo e interior, si el miserable de uno mismo no aguanta más amar, lo justo es sacar un clavo con otro más artificial y menos comprometedor con el espíritu: estimulaciones genitales que soterren la divinidad del otro, a la vez que hagan aflorar el triunfo del diablo defraudador y carcajeante; hambre, para que la energía mengüe y los ánimos suelten propósitos elevados y se conformen con figuraciones más inmediatas y predestinadas; licor, para adormecer el juicio de los ecos y hacerse pensar que se progresa mucho y pronto, que los caminos al cielo están abiertos, aunque en realidad se esté uno sumiendo en la sucia irresponsabilidad del propio cuerpo; y marcha, movimiento, acción demente, en fuga, cuando menos en el incapaz de caer en la cuenta que su amor cedido es a su vez otro acto, el único reto, el cual implica una gran colección de esfuerzos y ejercicios.
Ojalá los ordinarios y más frecuentes conocieran la fortuna que encierra desear salir de sí mismos y acudir al encuentro con lo otro, reconocieran la bondad de desear autónomamente lo que otros desean, respetaran la religiosidad de los encuentros bacanales y emplearan el cuerpo con la intención primordial de fortalecer objetivaciones histórico vitales. Pero a menudo estos pasos no serán vividos, porque en apenas unos pocos ha sido posible valorar el requerido respeto y dedicación hacia el orden interno y el mar del caos también interno.
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