jueves, 13 de septiembre de 2007

Trinidad

Un hombre sentado en el porche observa fijamente el mar. Sus hijos se fueron a la guerra. Sabe que las motivaciones de sus "pequeños" eran equivocadas, sabe que muy probablemente le toque enterrar a su sangre, que morirá solo y sin legado. "Esos tontos ni mujer se consiguieron" -piensa para sí. No llora, sólo observa el horizonte. No tiene esperanza, no logró transmitirles su sabiduría más importante, que la vida dura no se conquista con plomazos, sino con amor. Entonces, un momento de lucidez le indica que él mismo no escuchó a su padre. Se ve a sí mismo mirando hacia el lado opuesto al que se llevó a sus dos críos, le da la espalda a su tierra, aquel espacio sangrado y lleno de conflicto. No desea esperar siquiera lo más seguro, la muerte. Vacila, se confunde, desespera. Ahí está ese hombre mirando fijamente al horizonte estéril, el que no le traerá nada. Y duda mucho, pero no hace nada, sus músculos están paralizados. Pretende dar cuenta de su error antes que cambiar su semblante. No lo logrará. Piensa en lo fácil que fue ser padre. "Sólo había que corregir". Pero ser padre y ser hijo es otra historia.

El mar ya no tiene sonido, el horizonte fijado se abre, vuela hacia los campos en lo profundo de los mares, a través de los cielos; cruza estrellas, parte los frutos de cada árbol. No lo encuentra, no ve ninguna sangre. Ahí está ese hombre mirando fijamente al horizonte estéril.